I
Abrí la nevera y al ver las uvas todavía húmedas comencé a pensar en una conversación que había tenido con David hacía poco más de un año en ese café de la rue Descartes: "Todas las mujeres son la creación más perfecta de Dios".
"O al menos, tienen un sólido segundo lugar después de los atardeceres parisinos".
Es cierto, pero podría canjear unos cuantos atardeceres por al menos un intento de sonrisa de alguna de esas mujeres imposibles que desinteresadamente leen mientras van en el metro.
Lo que hace perfecta y hermosa a la mujer más horripilante son esos pequeños detalles que las distinguen inequívocamente. En algunas son los gestos, heredados o aprendidos, en otras la mirada o la forma de caminar y en muchas otras es el cabello, no es la forma de peinarse o su corte, es cómo lo llevan, o cómo su cabellera las lleva a ellas.
En múltiples ocasiones he estado a punto de enamorarme de esa mujer con una cola de cometa en el cuero cabelludo que sentada de espaldas a mí en un café, hace ligeros movimientos con la cabeza mientras habla, de aquella que camina alejándose, su pelo moviéndose en sincronía contraria al cuerpo o de esa otra que con su cabello corto, aerodinámicamente rompe el viento de las tardes frías mientras su abrigo deja entrever los delicados tendones que sostienen su mirada altiva.
"Busquemos entonces nuestra Femme détail, una de esas que al enamorarnos nos haga perder el conocimiento"
Esa tarde, hablamos explayadamente acerca de esos detalles que habían alterado nuestras vidas y como consecuencia natural de aquella conversación, horas después tuve un encuentro casual mientras caminaba buscando sueño por la Rue de St. Honoré.
Doblé la esquina en Richelieu y allí estaba, su cabello haciendo ligeros movimientos ondulantes mientras hablaba efusivamente en francés con un aparentemente cher ami. Su silueta perfectamente delineada por ese conjunto de pantalón y chaqueta crema contrastaba con el fondo oscuro de la noche en el carrousel del Louvre, las costuras de su ropa interior provocativamente marcadas en su pantalón. Pasé por enfrente y creí que no me había visto, así que di una larga vuelta y pasé de nuevo. Esta vez volteó al sentir que alguien se acercaba y nuestras miradas se encontraron.
"¡Alejandro!"
"¡Hola Gabriela!" -como si no la hubiese visto antes.
"¿Cómo estás?" -un beso.
"Bien, ¡qué casualidad! ¿Qué haces aquí?"
"Bueno, estoy viviendo aquí"
"¿Que tal? Yo también. ¡Qué casualidad!, no sabía, ¿cuándo te viniste?"
"Hace año y medio, pero, claro, como tú nunca llamas"
En ese momento me fijé en sus ojos, la misma mezcla de preocupación, odio, nervios, desesperanza y amor que vi tantas veces durante nuestros últimos días juntos y en las veces sucesivas en que nos encontramos en distintos sitios.
Después de esos largos treinta milisegundos, me presentó a Monsieur X, que trabajaba en nosedonde y que aparentemente estaba saliendo con ella. Mr. X no se dio cuenta, pero en ese momento en que me contaba lo vigorizante que era su trabajo, Gabriela y yo lo vimos todo: vimos que tan pronto terminara este interesante relato laboral yo le iba a pedir su teléfono y que ella me lo iba a dar, vimos que yo la iba a llamar e invitar a salir y ella iba a contestar el teléfono y decir que sí, vimos que ambos, eventualmente, inevitablemente, terminaríamos en la cama de nuevo.