¡Finalmente regreso a París!
relato devocional acerca del primer encuentro con la ciudad y la mujer.
por Daniel Pratt.
Con ansias había esperado la oportunidad durante tres años y por un par de golpes casuales, estaba ocurriendo: vuelo trasatlántico al terminal 2 de CDG.
Sin planearlo previamente, mi prima y yo habíamos reservado en el mismo vuelo, nos contamos toda nuestra vida durante nuestro retraso de dos horas en Maiquetía, así que no nos quedó mejor opción que dormir durante todo el vuelo. Lo genial de esos vuelos vespertinos es que no producen Jet-Lag de ida, si se tiene suerte con los vecinos de asiento y se duerme durante todo el viaje, uno tiene la sensación de haber pasado una noche larga.
La última media hora fue eterna, la campiña francesa, una infinita sucesión de patrones de verde, ríos, granjas, caminos. Los primeros superbloques, el avión dio un giro y allí estaba Sacré-Cur dándonos la bienvenida.
Revisé por última vez la posible ubicación de mi hospedaje en el mapa de la revista de Air France, la Rue Parrot no aparecía pero por lo que había investigado previamente, estaba cerca de la Avenue Daumesnil y la Rue de Lyon, me invadió la familiar sensación de estar perdido en una ciudad antes de llegar.
Siete días antes habíamos quedado en vernos en la Place de Budapest detrás de la Gare St. Lazare a las doce y media del día, el avión llegaba a las 8:30, tiempo de sobra para llegar al encuentro, pero con nuestro retraso en Maiquetía, terminé llegando a las 10:30 a París.
Obviamente mi morral salió casi de último, mientras hacía la cola mas larga del mundo para cambiar dinero, disfruté de la compleja mezcla de prisa, autosuficiencia, ansiedad e incógnita que lo invaden a uno cuando se está en una ciudad extraña, con poco dinero en el bolsillo, retrasado para una cita cuadrada por teléfono una semana antes.
Busqué la "i" que suele señalar el punto donde espectaculares francesas brindan información, pedí mi mapa y las indicaciones para la forma más rápida y económica de llegar a la Gare St. Lazare: un bus a la Opera por la puerta 3.
Acercándome poco a poco a la ciudad: entre el smog, La Torre, Sacré-Cur de nuevo (después me daría cuenta que es omnipresente), los bloques, carros europeos de brillantes colores, inmigrantes africanos brincando sobre los parabrisas, el Stade de France en construcción. Un año después Francia ganaría la copa en ese mismo lugar.
Llegué a la Opera, sin detenerme a mirar entré en el metro, "un billet" había ensayado esa frase durante los últimos veinte minutos, tras mi exitoso "un" al montarme en el bus. Línea 3, dirección Pont de Levallois-Bécon. Mi cassette de The Smiths se rompió al caerse del walkman en la carrera por los túneles.
Emergí a la una en la Gare St. Lazare, salí a la calle por la salida que presumí era la indicada. Todo a mi alrededor estaba siendo remodelado. El mapa en el que habíamos cuadrado la cita tenía unos diez años, ¿y si no existía ya la Place de Budapest?, no contemplamos eso, ¿dónde estaría ella si la plaza no existía? ¿habría llegado yo muy tarde? ¿se habría cansado e ido convencida de que yo no llegaría? Busqué desesperado, no la conseguí, a los quince minutos, solo y con la sensación de haber arruinado un viaje, al darme cuenta que definitivamente ella no estaba allí y que iba a tener que pasar por la tediosa tarea de irla a buscar a un sitio que no sabía donde quedaba, del que ni siquiera sabía si tenía la dirección bien anotada, me di cuenta, por los nombres de las calles, que estaba parado en el Cour du Havre, del lado opuesto de la Gare. Corrí por la Rue dAmsterdam, la vi a la distancia, ella a mi y comenzó a correr. Nos encontrarnos en un abrazo, un beso nervioso característico del inicio de algo más que una amistad.
Yo quería una ducha rápida y dejar el morral, así que fuimos en búsqueda de la Rue Parrot. Tomamos el metro hasta Bastille y caminamos por Daumesnil, por el borde de la Promenade Plantée hasta llegar al cruce con la rue Parrot. No sabía que "doble" en Francia significaba una habitación con una cama grande, después de mirarnos incómodamente, me bañé tan rápido como podía y salimos de nuevo.
No conocía nada de París, así que me dejé llevar por Le Marais hasta la Place des Vosges. Nos echamos en la hierba en esa tarde transparente, el sentimiento de necesidad por oír su voz era infinito, a nuestro alrededor la gente hablando en otra lengua iba desapareciendo en nuestras mentes, al rato solo quedábamos ella, la hierba, el sol, los pájaros y nuestras palabras, que no tenían lenguaje ni geografía, milenarias, puras, divinas. Palabras mágicas en la ciudad en la que la gente desaparece a voluntad.
Retornamos en metro a la Opera y comenzamos a caminar hacia la Place de la Concorde. Todo comenzaba a tener una cierta familiaridad con mis escasos recuerdos de París. Por puro agradecimiento, una especie de regalo secreto, a los que me habían llevado a ese sitio por primera vez, quería comprar un anillo de pelo de elefante en alguna de las tiendas hindúes que están en las galerías de la Rue de Rivoli, paralelo a las Tulleries. No conseguí nada y me olvidé del asunto al ver el obelisco, el ombligo de París, con La Torre al fondo. Robado del templo de Ramses II en Tebas, este obelisco de tres mil años ocupa hoy el lugar de la guillotina. Allí estaba, a diez años de aquella foto en el Pont DIéna, yo, un niño en la ciudad-luz.
Mi primera ampolla la sentí en el empedrado entrando al Hôtel des Invalides, no sabía que para recorrer con propiedad las ciudades europeas se necesitaban un buen par de zapatos y medias. Sin embargo, el oro del domo anulaba cualquier incomodidad. Quise quedarme a vivir en la Rue de Grenelle, quedé encantado por sus balcones modernos, y sus árboles apacibles de sábado por la tarde, esa sería la primera de muchas calles de las que me he enamorado en esa ciudad.
Nos sentamos entre los marigüaneros en Champ de Mars admirando La Torre. No recordaba que fuese tan masiva, su presencia tangible y gigante me hizo darme cuenta por primera vez que verdaderamente, indudablemente, estaba en París.
Fuimos a los Jardins du Trocadero esperando que las colas para subir a La Torre se aligeraran un poco. La costumbre de los europeos de bañarse en un caldo condimentado por todos los pies hediondos de sus coterráneos nunca ha dejado de sorprenderme. A pesar de ese pensamiento recurrente, la visión de las fuentes de Trocadero con La Torre como fondo es una de las explicaciones de porque París es París.
Hicimos la cola más corta, casi llegando a la taquilla nos dimos cuenta de porque había menos gente en esa línea: era la de subir a pié. Convencido de mi capacidad de ascender "unos míseros doscientos metros" y considerando que el dolor de mi ampolla no podría jamás estar peor, accedí.
Subir por las escaleras a La Torre es una experiencia que les recomendaría a cualquier persona que vaya por primera vez a París, solo para que suden como yo sudé y se sientan los reyes del mundo por haber conquistado la segunda etapa solo con sus pies. A partir de la segunda etapa, la única opción es seguir por ascensor, así que pagamos nuestra tarifa para seguir subiendo. Nunca se debe escatimar en gastos cuando se sube a La Torre, los que piensen que es lo mismo subir a la primera etapa que a la segunda o la tercera, están completamente equivocados. La Torre y la ciudad son únicas desde cada nivel, hay un París en el primer nivel, de personas, autos y calles, otro en el segundo, de fachadas y techos verdes y otro en el tercero, inmenso y magnífico. El que no ha visto los tres, no ha admirado verdaderamente la ciudad.
Estuvimos en el tope de La Torre justo a la hora del angelus: ese momento en el que el día se confunde con la noche, el cielo azul oscuro, sin nubes. Ver como el mundo se oscurece desde el tope de La Torre Eiffel, como los reflectores transforman a la consentida de París en un cuerpo dorado, hablar y sentir que el mundo a tu alrededor va perdiendo importancia, son cosas que sin duda uno debe hacer antes de morir.
Desde arriba, con la luz del día, la ciudad se ve perfectamente regulada, todo al mismo nivel, mostrándonos su quinta fachada, permitiendo hacer el inventario de lo que hay que ver. De noche, las calles recorren como grietas de luz el manto negro creado por los edificios.
Luna llena a las 11pm en la ciudad-luz. Hora de prepararse para el día siguiente. Fuimos a buscar su equipaje en la residencia en la Rue Daviel, tomando todos los últimos autobuses de la ciudad, tuve mi primer encuentro con la Tour Montparnasse y el Boulevard Edgard Quinet, iluminados de neón en la noche.
A la mañana siguiente, después de unificar equipajes y residencias, fuimos a complacer la insistencia de la Basilique du Sacré-Cur. Una mañana entera contemplando el estudiado desorden de Montmartre, el preciso acabado de los domos de la basílica, el lento recorrido del funicular y las piruetas de los buhoneros africanos para no ser capturados por la policía.
Visita de rigor al Arc de Triomphe, con el agradable añadido de disfrutar de la Marsellesa interpretada por una banda marcial. Caminamos hacia las Tulleries por todo Champs Elysées y nos acostamos a dormir en césped prohibido.
Terminamos la noche frente al rosetón encendido de Notre-Dame, vino y unas galletas eternas que duraron por el resto del viaje.
Al día siguiente, mientras ella hacía sus diligencias, tuve mi primer encuentro con una lavandería automática, sin traductor a mano tuve suficientes oportunidades de practicar mi "Excusez-moi, Je ne parlez pas français". Los que nunca me entendieron resultaron ser turistas españoles tan perdidos en el francés como yo.
Ese día visitamos los que para mi son las exposiciones museísticas de rigor: los impresionistas en el Musée DOrsay y la planta baja del Pompidou, que en esta época tenía una maravillosa exposición de ingeniería de puentes, en la que estaba, para nuestra agradable sorpresa, entre otras grandes obras, el Rafael Urdaneta, puente sobre el lago de Maracaibo. Finalizamos con una crème de cassis en el extraño café Beauburg, frente al Pompidou.
En mi curso relámpago de París obviamente estuvo incluida la introducción a las crêperies, elemento básico de un día en las calles Parisinas, tan urbanas y distintas unas de otras como nuestros vendedores de perros. Otro elemento esencial fue aprender a decir "combien?", los franceses resultan extremadamente agradables cuando haces el intento de hablarles en su idioma y además dejas bien claro que no vienes del norte del Río Grande o del este de la línea de Maginot. La lengua y el oído terminan acostumbrándose motivados por la variedad de alimentos y la necesidad de entregar la cantidad justa de dinero.
Lo único lamentable de realizar un viaje de morralero con presupuesto limitado por Europa es el poco tiempo que uno está obligado a pasar en las grandes capitales. Al día siguiente, con nostalgia anticipada, me despedí de las últimas fábricas abandonadas de París con la mano apoyada en la ventana de nuestro TGV a Bruselas. Una vez no es suficiente, regresaría dos años después para intentar saciarme.