Entrar por primera vez en una habitación "masculina" es un viaje singular. Descubrir aquí y allá lo que nos une y más allá lo que nos distingue, esas sorpresas que suelen aguardar en una esquina íntima, para nada parecida a la habitación de una amiga. Presiento que en realidad lo que más me gusta de los hombres es el juego de descubrir la diferencia, algo que me ha dado por llamar "el intercambio". Será por eso que me gustan tanto esos en los que puedo descubrir diferencia entre las diferencias. Será de allí mi afición a los "otros-otros". Sería por eso que la parsimonia de R. terminó por conquistarme.
Lo conocí a través de una cartelera de avisos de intercambio de residencias de verano, donde yo ofrecía mi casa en Caracas y él su habitación en Brooklyn. El día anterior a mi partida llegó el alelado personaje a mi pequeño anexo. Su inglés de nuevo inmigrante resonaba como una canción infantil, en contraste con la afectación del mío, aprendido en una adolescencia de campamentos de verano.
Hacía ya tiempo que yo había pasado la edad en que aún se busca "señales" en cada evento, así que no me pareció nada trascendente la mirada profunda y triste de quien aún cree en el destino. La primera señal, según él: mi mirada perdida encontrándose con la suya, irremediablemente perdida. Ese desasosiego de quien no tiene tierra, de quien siempre está de paso. Por mi parte, si alguna vez soñé con un príncipe, él se hallaba lo más lejos posible de aquella imagen.
Alguien dice que con mi suerte con los hombres debería probar alguna otra "alternativa". La verdad, lo he fantaseado un par de veces, pero invariablemente me imagino atormentada por el aburrimiento de lo similar es decir, lo previsible, asqueada por mis propias manías e indisposiciones al cuadrado.
Durante las próximas horas la marcopolo que me habita sólo tuvo un pensamiento fijo: ¿cómo sería hacer el amor con ese otro-otro? ¿Qué palabras diría alguien con quien apenas puedo compartir unas cuantas frases? ¿Habría algún preludio "cultural" preciso o al final no hay muchas variaciones en este planeta? Al tercer pensamiento estaba decidido: era mejor compartir mi verano con un viajero de Indias que además era Otro que meterme en el calor pegajoso de los agostos neoyorquinos.
De una u otra manera siempre termino enamorándome de alguien que se va, que está de paso o que conocí en un lugar donde no puedo o no quiero quedarme. Así, una parte de mí está lejos y los reencuentros tienen la emoción adicional de ser una especie de "recuperación". Así, puedo manejar como "normal" esta separación con la que vivo desde ¿siempre?, justificar el casi nunca estar completamente instalada en el mundo y esta mirada perdida que forma parte de mi cara desde que me conozco. Además del glorioso intercambio, claro está.
Ja, si pudiéramos aprender a leer "señales" el mundo sería un lugar menos peligroso, aunque admitámoslo aburridamente previsible. Largo amor a control remoto... snail mail, a ratos regalos fedex, teléfono, más tarde email, chats, gracias a dios me encontraste en lugar de icq, cellcalls... veranos aquí y allá, uno que otro invierno... Nada mal para no ser mi príncipe, nada mal para la intrascendencia de una cartelera de verano, de una era que acorta la distancia. Zapping es el signo de los tiempos, perder el control es lanzar la tele por la ventana.
Sobre la arena de la playa de Patanemo nuestro último encuentro R. escribió su alfabeto para que yo no olvidara frases que le había costado seis años enseñarme, las mismas que todos los amantes se han enseñado por siglos. Anoche en el metro escuché hablando alguna lengua y al instante reconocí entre cientos de lenguas aquella que fue querida a través de alguien querido. Escuché el sonido ronco y percutivo que alguna vez confundí con todos los amores de toda la historia. Supe que algunas veces vale la pena dejarse a la suerte. Volví a encontrarme con mi afición por los intercambios y comprendí que si había alguna señal sería que la historia personal se queda ahí, a pesar de uno mismo y el tiempo.