¿La última pesadilla de Kafka?


Si un tema despierta una casi fetichista curiosidad entre los consumidores de arte, lo es aquel relacionado con la concepción y génesis de la obra (la creación), ese momento en que, de la nada, de un tanteo de dudas y certezas —luego de un alquímico y nunca revelado proceso—, las ideas adquieren forma artística. Whistler, aquel pintor norteamericano nacido durante las primeras décadas del siglo XIX, cuya obra, por cierto, fue recibida con agrios reproches por la crítica de entonces, consultado en torno al tiempo que había requerido para pintar uno de sus nocturnos, contestó parcamente: “Toda mi vida”.

Aunque posiblemente desmesurada, esa respuesta delata una concepción (influenciada quizás por el arte japonés, una de sus notorias escuelas) romántica, mística, casi religiosa, de la creación artística, esa que supone que cada trazo, cada frase, es una comprimidísima síntesis de reflexiones vitales y vivenciales.

Con el mismo sentido de perpetuidad, de totalidad, de reverencia ante ese misterio, el poeta simbolista francés Stephan Mallarmé, afirmó en una ocasión algo así como: “el mundo existe para llegar a un libro”. Tal declaración, también grandilocuente, no oculta un intento de manifestar una de las razones por las que el hombre insiste en crear, de una forma casi supersticiosa, objetos para el consumo del espíritu, a pesar de los tantos y tantos artificios que su ingenio ha podido engendrar.


Fieles a esa tradición, los editores (esa raza odiada por los autores noveles) han contribuido a darle ese sentido de perpetuidad a la creación, tratando de ejercer con sabiduría ese legendario oficio (digno de dioses) de ser custodios del mundo de los vivos: decidiendo qué está apto para nacer y qué no lo está, qué podría sobrevivir a su autor y qué lo podría cubrir de humillación, qué es un genuino compendio de toda una vida y qué es sólo —su olfato no los engaña— un instantáneo impulso de vanidad de un alma pequeña.


Recordé ese congénito miedo al olvido que poseen los hombres, porque en estos días, muy lejos de aquel torrente de “arte brotando del subconsciente” que enarbolaran, entre otros, André Bretón en su “manifiesto surrealista” (bien surrealista, por cierto, eso de determinar lo “surrealista” con proclamas), entré en un sitio en internet que, luego de proponerme la lectura de un texto, su editor automático me amenazó con un “próximo cuento en 18 segundos”. Igual a aquel sujeto que, consultando su reloj, exclamara: “debo irme. Mi ropa está a punto de pasar de moda”.

Palabra más, palabra menos, la onírica fábrica de producción literaria con la que tropecé, garantizaba a lectores y autores una permanente publicación nueva antes del tiempo que empleaban en leer la anterior novedad, contrastando absolutamente con aquella laboriosa industria que convierte el más grosero trozo de madera en un elaborado testimonio de la civilización; eso por lo que velaban los viejos editores (esa odiada raza).

Verdadero prodigio de tecnología, oprobio del oficio de editor, luego me enteraría de que ese sitio era el territorio de los buscadores de novedades literarias en la red, los cuales, jóvenes en su mayoría, no tenían la paciencia de esperar para que sus “obras” estuviesen “aptas para nacer”. Sitio fast food, sitio MTV, sitio zapping, sitio as seen on TV, sitio envase no retornable, modestísimos quince minutos de fama, colosal homenaje a la futilidad; decir que es reflejo de los tiempos no es suficiente argumento, no es suficiente justificación.


Pienso en esta perpetua y vertiginosa editorial y pienso en Whistler, que requirió (esta afirmación no se podría enunciar sin acudir a la dramática intensidad de la retórica) de todos sus latidos, sus inviernos, sus desdichas, sus asombros, sus pensamientos durante las noches de calor, para realizar el conjunto de trazos que componían uno de sus entonces incomprendidos nocturnos.

Pienso en aquel pintor norteamericano y pienso en esa modalidad contemporánea de ¿reflexión?, ¿expresión?, en la que se instituyen gigantescos basureros automáticos, virtuales gavetas infinitas, íntimas y públicas a una vez, en las que el colectivo arroja sin pudor ni astucia alguna sus ideas más elementales, más urgentes, sin necesidad de dejarlas reposar, sin necesidad de aplicarles artesanía del pensamiento, ya que “en 18 segundos” deberá darle paso a otra novedad editorial.

Pienso en todo esto, y no dejo de sentir —aunque tenga que admitirme reaccionario— una precisa forma de nostalgia. ¿Una infinita línea de producción masiva? ¿Una metáfora del olvido? ¿Un proyecto tan pasajero como sus novedades?


Escribí esto la mañana de un miércoles. El miércoles que amaneció siendo 25 de septiembre. Mientras lo escribía, ¿sentimiento de culpa de por medio?, sentí el impulso de echar un ojo al inadvertido objeto de mi indignación, y así lo hice. Tecleé sobre el navegador cada uno de los caracteres que componían sus coordenadas en la esférica red y, luego de varios intentos en los que me aseguré de escribir cuidadosamente: Predicado.com, el navegador insistía invariablemente en afirmar que dicho nombre no conducía a ningún sitio en ese universo ubicuo. ¿El cenit de un surrealismo que no hubiese soñado el mismo Bretón? ¿La más profunda demostración de instantaneidad de esa corriente editorial? ¿La última y más delirante pesadilla que concibió aquel desconsolado checo apellidado Kafka?

Escribí estas líneas teniendo que renunciar a hallar una conclusión. No pude dejar de notar, en cambio, una vez apagado el monitor, cómo un rostro me observaba en silencio sin ocultar una sonrisa irónica, un brillo de triunfo.

-Héctor Torres
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