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Tres días al borde del Octavo

por Daniel Pratt

No existe mejor excusa que un viaje de negocios. Volvería a París dos años después. Planificamos el viaje de manera que N y yo trabajáramos y nos quedaran tres o cuatro días para "misceláneas".

El hotel Royal Elysées era un acogedor lugar en el 6 de la Av. Victor Hugo. Una de las ventajas de viajar "con el dinero de la compañía" es la selección de hospedaje y comida que uno puede disfrutar sin pagar. El concierge nos miró sospechoso al entregarle nuestros cupones de hospedaje, comprados en oferta, que correspondían a una habitación doble y no a un duplex. Pagaría esa omisión con noches en vela soportando los ronquidos de N.

Después de tirar nuestras cosas como pudiésemos en la habitación, salimos. París nos recibió a comienzos del verano, con unos constantes veinte grados centígrados y ese incomparable cielo de Île de France, azul pastel Fragonard, delicadamente trazado con nubes de mercurio.

A pesar que desde la puerta del hotel al Arco del Triunfo habían unos trescientos metros, no me entusiasmaba mucho la idea de quedarme en esa parte de la ciudad. Siempre creí que el 8vo era un arrondisement decadente, lleno falso glamour de brochure. Sin embargo, la pequeña bonanza después del final de "La Crise", ese período de oscuridad económica que afectó a toda Europa hasta mediados de la década de los 90s, ha llevado a Francia a remozar su ciudad consentida. La Avenue des Champs Élisées, "la avenida más famosa del mundo", hasta hace poco flanqueada solo por restaurantes de comida rápida llenos de turistas y cuya vida nocturna desapareció en los sesentas, había comenzado discretamente a renacer en sus transversales con un nuevo aire de opulencia.

Ese primer día le di a N un "grand tour" por la ciudad, llevándolo a los sitios que comúnmente son considerados como obligatorios en una primera visita. Caminando hacia Trocadero por la Victor Hugo, en la esquina con la rue Paul Valery, la torre se reveló entre los edificios, masiva y grácil, con su particular habilidad para sorprender al incauto. Nos quedamos petrificados veinte segundos en esa esquina, parisinos en gabardinas con la mirada gacha pasando a nuestro alrededor.

Nuestro recorrido de 16 kilómetros incluyó, además de la torre, Sainte Clothilde, Saint Germain, los impresionistas en D'Orsay, Notre Dame (N decepcionado porque toda la fachada estaba siendo restaurada para el milenio), la Square Jean XXIII, el Hôtel de Ville, Pompidou, unas crepes en la Rue Saint Denis y un largo camino de regreso por Tulleries y Champs Élisées. Una vez en la habitación, a pesar del jetlag y las doce de la noche, nunca había estado tan despierto, la idea de la ciudad que estaba afuera me hizo salir de nuevo, con pies adoloridos, a ver morir la noche del sábado en Saint Germain, recordando en el cruce del Pont de la Concorde con el Quai Anatole y Saint Germain, esa escena de madrugada de "El último tango en París".

Al día siguiente fuimos a Sacre Coeur, como cualquiera, aún los no practicantes, deberán hacer los domingos por la mañana. Mi vista favorita de la ciudad y, sin arbitriaridades, la segunda mejor de Paris, se encuentra en el tope de una de las torres de la basílica del monte de los mártires. Es un hermoso regalo después de la penosa ascensión por escalones centenarios, que permite apreciar ese sentido de la grandiosidad que los franceses comparten con los norteamericanos. El olor a óxido en las manos y la sensación de que uno puede morir en suelo santo de un resbalón, le da un toque especial. Nada mejor para equilibrar la exaltación que produce esta vista que oír el eco de los propios pasos y ver la urna con el corazón de Legentil durante una visita posterior a la cripta subterránea.


Más tarde ese día N llamó a sus amigos en París. J, que vivía allá, trabajando en la envidiable sede de AC en Champs Elysées y B, quien había venido de su sabático-todos-los-gastos-pagos en Italia para encontrarse con nosotros. Nos vimos frente al McDonald's de Champs Élisées, como miles de parisinos, al final de la tarde. Después de vagar un rato, fuimos a un pub en la rue Balzac, una de las transversales de Champs Elisées.

En la superficie era un bar común y corriente, lleno de turistas norteamericanos hasta el punto en que el inglés era más hablado que cualquier otro idioma. Una puerta al fondo resguardada por un argelino de músculos dolorosos, permitía -o negaba- el acceso a unas escaleras de madera tan viejas como el edificio, hacia un subsuelo lleno de tragos caros. El sótano carecía de sillas, había bancos a lo largo de las paredes ocupados por personas que probablemente habían hecho su reservación semanas atrás. El ambiente era de humo, trance asfixiante y franceses altos que consumían el poco aire que salía de los ductos. Allí J nos presentó a S, una venezolana que, después de su graduación de bachiller, había pasado el último año y medio en París "definiendo lo que quería hacer", según le decía a sus padres. El castigo por su indefinición era mantenerla en su apartamento del 16vo, todos-los-gastos-pagos-más-dinero-para-las-rumbas. S era convencionalmente bonita, con ese halo de belleza circunstancial que tienen las mujeres con dinero. Esperaba a sus sifrinitos de Caracas y Bercy, y obviamente ella y sus amigas, ricas latinoamericanas también, se fastidiaron rápidamente de este cuarteto sin conversación ni dinero para ellas.

Fuimos luego a un pub irlandés en la rue des Lombards en el que las sillas llegaban hasta la puerta, tuvimos que levantar de sus asientos a la mitad del pub para caminar sobre las sillas y llegar a nuestra mesa en el fondo, pidiendo disculpas que estoy seguro que nadie oyó entre el estupor de la cerveza y la banda ensordecedora que estaba cientos de decibeles por encima de lo que el diminuto local necesitaba. Con un trío de Australia compartimos unas guinness, la mesa y nuestras cámaras, gritando y riéndonos sin saber absolutamente nada de lo que estábamos diciendo.

De alguna forma la noche terminó en Le Marais. Después de haber rebotado en dos clubes decidí ir al hotel mientras ellos seguían intentando. Sin ánimos de gastar más dinero en taxis, caminé la hora entera. Nadie en las calles excepto alguno que otro carro, sin embargo, como no veía ojos detrás de esos volantes, tuve la sensación de que estaba solo en la ciudad, el ruido de los vehículos junto al rugido de los motores de aviones ocasionales parte de la banda sonora de mi caminata. Como sólo se oían mis pasos en las calles vacías, comencé a decir en voz alta todos los anuncios, "defense afficher", "sortie de voitures", "rue des Dechargeurs"... mi voz nerviosa retumbando en las calles, aguantando la respiración cuando sentía venir algún patinador de madrugada o borrachos expulsados de un club.

Al día siguiente comenzaba la conferencia a la que habíamos venido. Durante ese viaje a La Defense, mientras digería la sensación de ir a trabajar en un vagón lleno de gente que va a trabajar, en un país que no es el tuyo, comencé a pensar que, si bien no sería esa vez, tendría que regresar pronto a vestirme de corbata con una camisa manga corta. N se volvió hacia mi, "¿que tal Eurodisney el jueves", me encogí de hombros y le contesté: "¿por qué no?". Tres días después, en un acto de sacrilegio, iríamos a comprobar mi teoría de que los franceses, a pesar de lo mucho que la desprecian, comparten toda una porción de su cultura con la de los gringos.




 

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