Poco antes de comenzar el Mariana Pineda con el ballet flamenco de Sara Baras, la voz en off del locutor de la sala de conciertos Ríos Reina explicó que el aire acondicionado estaba dañado, que pedían disculpas, que querían ver si lo arreglaban. Lo escuché al mismo tiempo que leía, adjunto al programa de la presentación, un pasquín del Teatro con un pequeño slogan revolucionario: el Teresa Carreño ahora es para todos. Supongo que será un condicionamiento frívolo y burgués, pero me pregunté por qué demonios era preciso (bajo qué precepto de la revolución) que todos pasásemos un espectáculo en mitad del calor. Lamenté, desde luego, ese dislocado sentido pragmático que acompaña al gobierno bolivariano y que se expresa de maneras tan diversas: presentaciones en televisión con feedbacks en las que, de modo irremisible, se cuela una mala palabra, señales satelitales que se caen, episódicas explosiones y derrames petroleros, descalabros macroeconómicos, estrépitos en los números de la inflación y (de un modo más remoto) antiguos golpes de estado en el que las bombas no funcionan, las tanquetas se atascan, o el ahora ministro Chacón hacía una patética carnicería en Venezolana de Televisión, sabrá Dios por qué bizarra perversión de táctica militar. En fin, una secuencia de episodios que hacen sospechar oscuras, lamentables relaciones entre la burocracia populista y la tecnología, lo que después de todo y al poco de pensarlo un poco-- tiene un sentido bastante claro. Supongo que me explico.
Ya comenzaba a pensar en cosas de ese estilo (cuando pienso en el presidente de la república, no sé por qué, suelo pensar en amplias, desoladas tierras baldías donde nacen cactus y la gente camina al borde del camino con pipotes de agua en la cabeza), pero eran imágenes lamentables, así que preferí olvidarlo. Volví al programa y a la hoja anexa (¿Usted sabía que el diputado Calixto Ortega es suplente de la directiva del Teatro Teresa Carreño?) y entonces encontré una breve cita de Sara Baras que decía, que dice así:
«El zapateado es un lenguaje, y la fuerza del lamento está siempre presente. Pero lo que me parece más especial todavía es el silencio, cuando no hay ningún paso de por medio, ningún giro maravilloso, y a través del silencio lo estás diciendo todo»
Hermoso. Seguí leyendo. Leí que se trataba, (tal como descubrí esta tarde en la reseña del periódico), de una adaptación de una obra de Federico García Lorca titulada con el mismo nombre. Sentado en mi butaca del balcón lateral comencé a pensar en García Lorca. Recordé que era granadino. Pensé en la belleza de Granada: sus amplias avenidas tropicales, las fachadas con rastros del moro pintados en un color difuso. Recordé un verso de García Lorca, creo que del romancero gitano, y pensé, como hice en estos días, que existe una canción de Estopa que, si no me equivoco, recrea vagamente uno de sus poemas. En fin, nada relevante. Apenas un episodio de curso mental al tiempo que me abanicaba con el programa y esperaba que comenzase de una vez la cosa.
También pensé que tenía pendiente escribir el Tedio para este mes. Nada, no había manera de componerlo. Tal vez porque en un primer momento decidí tomar el camino más escarpado y patético. Entonces me ocurrió algo interesante. La sucesión de pensamientos fragmentarios sobre García Lorca, el calor de la sala Ríos Reina, la nota mental de un Tedio que debía terminar de escribir, los movimientos de Sara Baras que ya aparecía en escena, me llevaron a un recuerdo preciso: recordé las memorias de Pablo Neruda. Un libro que leí, calculo, promediando el año de 1995, justo al inicio de unas vacaciones de Semana Santa. Recordé, con absoluta precisión, un episodio donde Neruda narra la premonición que García Lorca tuvo de su propia muerte, ocurrido apenas pocos meses antes de su asesinato por parte de las fuerzas de la falange. Allí, propiamente, supe que escribiría este Tedio.
Cuenta Neruda en su diario que García Lorca le llamó unos días antes del inicio de la Guerra Civil española para contarle este suceso: regresaba de un viaje con su compañía de teatro y decidieron acampar en algún paraje remoto de Castilla. Poco antes del amanecer, fustigado por el insomnio, Lorca decidió dar un recorrido por los alrededores del campamento. Al poco de caminar bajo el frío seco de la madrugada, con los retazos rojos del amanecer en la distancia, se encontró con una reja de hierro derruida que daba acceso al parque abandonado de una vieja posesión señorial. Entró. Vio estatuas rotas, ocultas entre la maleza, columnas aniquiladas, capiteles dóricos marchitos por el paso del tiempo, por un Apocalipsis privado. Vio la herrumbre de lo que alguna vez pudo ser un cercado de metal. Todavía no amanecía. Lorca se sentó sobre un capitel derruido y se quedó allí, observando ese pasaje de desolación, pensando en los asuntos menudos de sus preocupaciones diarias. Entonces apareció en el descampado lunar de ese paraje perdido un pequeño cordero que comenzó a pastar (la palabra correcta sería ramonear) entre los brezales del parque. Sensible, estéticamente cuidadoso, Lorca debió detenerse a precisar la imagen del corderito. El desamparo mítico del animal entre aquél cementerio de estatuas. Llevaba ya algún rato en eso cuando, de pronto, apareció una pira de cerdos salvajes, hambrientos, que se abalanzaron sobre el cordero y lo mataron. Eso fue todo. Al día siguiente, Lorca llamó a Neruda para contarle este episodio. Tres meses después estaba preso. Luego le fusilaron.
Si de algo puede valer este Tedio, si de algo creo que vale prescindir de una larga parrafada que ya tenía escrita sobre la mala fe de tantos opinadores, (nacionales y extranjeros), que entrelazan primorosas visiones paradisíacas sobre la Venezuela del proceso chavista, creo que es por la íntima, la desolada historia de García Lorca en aquél amanecer de algún día de 1936. Es una metáfora. Una única metáfora que, al menos a mí, me basta.
Lo supe con total nitidez cuando, al terminar la función de Sara Baras y salir del Teatro, vi un cartel que decía, en inglés: El gobierno de Bush es responsable de la masacre de Puente Llaguno. Así, sin más. Pensé que a dos años de un episodio triste, de un episodio lamentable, el gobierno venezolano parece haber resuelto las aristas más significativas de esa tarde. La telepatía del gobierno de Bush, los servicios de inteligencia de Bush mataron a las personas que estuvieron allí. Eso es todo. Después, según la historia oficial, siete millones de personas (es decir, algo más de un tercio de la población total del país, tres millones más de la población de Caracas) se concentraron en las escasas cuadras aledañas a Miraflores y recibieron al teniente coronel Chávez. Lo demás es silencio.
Ya en el carro, retomaba en la belleza de la presentación de Sara Baras, y entonces sentía cómo una película de laxitud, de hastío me recorría blandamente a la manera de una tristeza. Supe que casi es inútil decir que el poder, que la historia del poder representa un círculo ciego de excesos. Casi es innecesario recordar que el uso de la fuerza, el poder de Estado, suele contar con artículos legales oficiosos, con Ministros que declaran la total normalidad, con abogados que discurren sobre tópicos constitucionales, con políticos que esgrimen los más altos ideales patrios, con tiranuelos que representan el más alto ideal de una nación, de un pueblo. Casi resulta agotador recordar que la historia está repleta de efectos dramáticos. De mítines en los que cientos de seguidores del burócrata de turno exclaman consignas, vociferan, se exaltan, se creen testigos del más asombroso cambio histórico.
Lo malo es que, a veces, uno se pregunta camino a casa: y de los que dispararon aquél 11 de Abril, ¿por qué no se ha establecido ninguna responsabilidad penal? Independientemente del bando, por supuesto. ¿Por qué no sabemos nada de los Policías Metropolitanos que, según el gobierno, capitalizaron la matanza? ¿Qué habrá pasado con aquél Guardia Nacional que disparó con una pistola 9mm en una dirección en la que estaban personas que aprecio, donde pude estar yo mismo? Al menos con los camaradas de Puente Llaguno ya sabemos: dispararon en defensa propia, claro. O a las paredes, como creo que dijo alguna vez uno de ellos.
En fin, historia de vencidos. Historias tristes, muy tristes. No dejo de pensar en la belleza, en la dolorosa y exquisita historia de Lorca y el cordero. Con eso en mente, recorro las luces de Caracas este sábado por la noche, llego a casa y escribo, continuo escribiendo, atento al significado del silencio, Sara.