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Veinte dedos arrugados

-Tatiana Sledzinski
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Uno de los primeros sábados del año, tres y media de la tarde. En el muelle de Santa Fe una niña de diez años se lava los pies con una manguera. Veinte dedos arrugados de una futura belleza tropical. La hilera de peñeros se extiende bamboleante frente a la alfombra azul del Mar Caribe, algo picado por la época. Es la hora del barullo, de llenar las cavas y los bolsillos e irse pronto a celebrar. A ningún pescador le conviene perderse el momento por llevar a unos niños a pasear a cambio de diez mil bolívares, y compensan su indolencia regalándonos sin más ni más siete u ocho pescados alargados con los que no sabemos qué hacer.

Dos hombres nos dicen que vienen de Güiria y están por salir. Nunca hay ocho hombres bregando en el mismo peñero, así que los seis polizones nos contentamos con ir sentados en la montaña de la red de pescar, aún mojada, lo mismo que las cobijas, ollas, platos, lámparas y demás componentes del kit. El viaje nos cuesta sólo ocho mil bolívares más dos tragos de whisky. Media hora después llegamos a El Congrio, una islita salpicada por una veintena de casas de pescadores. No hay playa ni muelle; simplemente las casas incrustadas en la roca, abriendo sus fauces al agua, recibiendo la arena sobre sus mejillas agrietadas por el sol. El viaje termina con la suave queja del peñero contra el caucho en el que se estrella.

Nos recibe una sonriente Arelis, que de inmediato toma los pescados frescos entre sus redondas manazas, con la promesa de prepararlos "rapidito". Colgado de un alambre, como una sábana al sol, está lo que parece ser el caparazón de algún animal, puesto que se ve la columna vertebral retorcida y reseca. En sus cuatro direcciones se extiende una lámina muy fina, irreconocible, cartilaginosa, blanquecina, de alguna cosa (tal vez piel) que ninguno de nosotros se atreve a tocar. Parece estar muy tieso, pero al menos no huele mal. Dos niños ven desde lejos cómo armamos las carpas y nos metemos al agua temprano, con zapatos y sandalias, para evitar encuentros con morenas o peces sapo.

Para ver el paisaje subimos la cuesta, particularmente tortuosa en sandalias de playa. La tierra es tan seca que las piedras ceden a cualquier torpeza; los colchones son cactus y los asideros, cujíes. Nerviosa, bromeo diciendo que me siento como una cabra. "¡Beee!", contesta un bicho a mi balido, y atónita veo bajar un chivo chocando sus cascos contra las piedras. Por el momento los últimos rayos de sol refractados en el mar abierto eclipsan la impresión. De vuelta a la realidad, nos topamos con que nuestro regreso se ve interrumpido por la chiva pastando con su prole en medio del camino. La ignorancia citadina me paraliza, haciéndome sugerir que esperemos a que terminen, pero la grosera calma de los animales nos hace optar por el plan B, espantarlos con piedras.

La noche comienza con una cena primitiva, doce manos despedazando el pescado a la luz de un par de velas. Continúa ruidosa con la algarabía de unos muchachitos irrespetuosos del sueño temprano de la gente en el caserío, para luego serenarse con el apagado sucesivo de las pocas luces, las pilas del radio, la propia luna y al final, las voces.

En la mañana, la marea ha traído al pie de las casas desperdicios varios, casi todos provenientes de los yates. Aún así, hay peces grandes que los muchachos pretenden pescar instalados en el peñero. Pasan casi dos horas de burla femenina (los anzuelos aparecen doblemente vacíos, sin carnada y sin pez gordo), y decidimos retomar la subida para llegar a la playa al otro lado de la isla. Los más impacientes se adelantan para lanzarse en un laberinto de peligrosa vegetación. Los rezagados oímos un par de voces infantiles que nos preguntan desde lejos si vamos a la playa. "¡Sí!" "¡Pero ese no es el camino; es por aquí!" Sin más, vemos aparecer un niño y una niña algo burlones, "¿Y para dónde van ellos? Se van a perder" Nos sacan de los escarpados zarzales para llevarnos por un camino blando, de arena rojiza. Una que otra espina de cactus se clava en nuestras sandalias y zapatos; la niña va descalza.

El niño, menor que ella, nos cuenta que se trata del camino de José María. Mucha gente se ha perdido aquí, dice. Relata con todos los colores cómo el otro día se les escapó un mono montado en un cocotero; cómo una vez sacaron a un cachicamo de su cueva; cuántas lisas y pargos se consiguen del otro lado de la isla. Me imagino a las criaturas camino a la escuela en el muelle; el uniforme sudado, los cuadernos desteñidos por el agua salada, los pies embutidos en zapatos llenos de arena.




En la playa hay una fogata muerta hace mucho. Uno de los muchachos insiste en el asunto de la pesca mientras los demás optamos por disolver el calor en las aguas pobladas de algas. Preocupados por la ausencia colectiva, Arelis y su familia nos van a buscar en el peñero. De regreso a la casa el mar es dolorosamente azul. En un islote ("un iceberg de roca", se me ocurre) se hace un impresionante remolino de olas que se estrellan furiosas en los cuatro costados. "¡Ajá, esos son los morochos!", salta el niño en el peñero. "Su mamá los abandonó de muchachitos y se murieron de hambre, por eso cuando se ponen bravos se llevan a la gente, no hay que dejarlos que se pongan bravos." "¿Y ella?" "Ah no, ella se murió también. ¡Uuuf!" Hay un altar en la roca que no alcanzamos a ver y al que de todos modos preferimos no acercarnos.

Mientras preparamos el almuerzo, uno de los niños juega con el caparazón. Es de un chivo. Recogemos las carpas y el peñero nos lleva de vuelta a Santa Fe. El mar parece más tranquilo que ayer. El muelle está, sin duda, más triste: el agua de la manguera se desparrama sola, sin pies descalzos que la recojan.