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Sobreviviendo a la noche de una amante frígida y cruel


-Héctor Torres
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I

    Caracas es una ciudad caótica. Así se percibe, al menos, su actividad diurna. A la luz del sol caribeño, esa ciudad enclavada en un valle que —dicen— hizo pensar a unos exploradores (tornados en invasores) que se hallaban frente al paraíso terrenal, pareciera no tener leyes que explicaran cómo, a pesar de todas las evidencias, esa demencial coreografía no termina nunca de alcanzar su colisión definitiva.

    Llegada la noche, la impresión que producen sus edificios y calles cuando se cubren de sombras, es de otro tono. Esa Caracas que los genios de hombres como Villanueva prefiguraron para que la disfrutásemos a pie, esa que en los años cuarenta venció la barbarie y erigió el arquetipal corazón de su efigie cosmopolita y mundana en la urbanización El Silencio, se convierte al anochecer en la chivera de los sueños rotos. En la gran biblioteca de la paranoia. En la locación perfecta de "Dark Angel", serie televisiva de James Cameron en la que despojos de seres vivos deambulan por las calles sin esperanza de redención. "Si no hubiese estado en Caracas juraría que vivía un paisaje radioactivo", confesó un sujeto devenido en protagonista de la descarnada crónica de esa ciudad.

    En Caracas a la muerte no hay que perseguirla con mucho afán. Se le tropieza, de forma casi ridícula. En su crónica nocturna quedan asentados pasajes como: "Bajando por Maripérez, llegando a Plaza Venezuela, una vespa atropelló a un viejo. Tenía una pierna flexionada a mitad del fémur y la columna arqueada hacia atrás. Le faltaba un zapato y un ojo le colgaba de unas ligas que parecían músculos, o viceversa".

    Caracas es una ciudad antagónica. La alegría que parece saltar de su fiesta cromática, de sus eróticos verdes, de sus azules profundos, genera un contraste estremecedor frente a los grises de sus humos, lo acentuado de su mugre, lo violento de sus hedores, las sorprendentes miradas de los niños que, prehistóricos y desnutridos, abordan a los automovilistas en los semáforos. Cuando la gente se guarda ante el instintivo toque de queda, comienzan a resucitar los habitantes de sus aceras, aquellos que alguna vez, con la cara sucia y la mirada limpia, se adjudicaron un inocente destino de bomberos o aviadores. ¿Quién puede sobrevivir a este paisaje? ¿Quién, deambular por sus calles?



II

    Continuemos hurgando en la caravana del desaliento. Un tipo feo y vencido se escapa del trabajo para embriagarse, convencido de que cuando lo hace "vuelvo al sitio donde todas las mujeres son bellas y todas están locas por mí", según filosofa desde una barra cualquiera de una presentida avenida Baralt. Otro, resignado a que su mujer le avise desde San Diego que pasará el fin de semana con su profesor, se mete en la cama con ropa, zapatos y una botella. No quiere remediar su vida. Sólo quiere, como Bogart, sentirse "un borracho con estilo". A pesar de la contenida violencia del desespero, esa crónica no deja de asentar la lacerante belleza que rodea al lodazal. "Siempre me había gustado el color del ron. Su soledad. Su autosuficiencia", pasaje cuyo fulgor estilístico recuerda la corriente cinematográfica que, a finales de los noventa, mostró, con un alto vuelo poético, la maltratada realidad de los seres corrientes (American Beauty, Magnolia, etc.)

    Caracas, como todas las metrópolis latinoamericanas, es un misterioso peligro. Una fascinante paranoia. La ciudad en la que se busca alcanzar —rodando por la desquiciada autopista del alcohol— la precaria paz del olvido. De eso y de otras miserias nos cuentan, con verosímil claridad, con elegante desazón, las 25 ficciones que componen el libro Sólo quiero que amanezca, del narrador venezolano Oscar Marcano.


III

    Los personajes de Sólo quiero que amanezca (Seix Barral, 2002), el libro de Marcano que ganara en 1999 los premios "Internacional Jorge Luis Borges" y "Arístides Rojas", son seres que parecen haber agotado el analgésico de las ilusiones. El espejismo de la publicidad, el stress, la incomunicación, la hiperinformación, la soledad, el desamor, la aplastante crueldad de la realidad, les propiciaron derrotas unánimes e irreversibles. De ellos, su autor señaló que "no terminan de caer y que se aferran a liturgias cotidianas, industriales, a mitos de chatarra como una forma de quimioterapia para espíritus rotos. Y echan mano de esas liturgias (...) para evitar el último desprendimiento, la caída definitiva que los saque del juego, sin poder calibrar que la inercia de la suspensión es acaso más vil y denigrante que la salida de escena". Basta este demoledor retrato para entender su condición, su destino común.

    La vida, la inquieta-inquietante vida transcurre, y ellos permanecen impávidos, observando como inertes espectadores. O como acostumbrados espectadores. Allí radica el corazón de su derrota: su mundo se cae a pedazos y ellos no pretenden hacer nada para impedirlo. A tal punto, que si algo conmueve de ellos no es su dolor, ni la sordidez de sus vidas; es su pureza en la postración, su imperturbable entrega, la desapasionada entrega con la que asumen haber perdido. A diferencia de aquellos que no se resignan a encontrarse en el borde y pretenden guardar las formas, éstos ya no intentan fingirse adentro de nada.

    Difícilmente se encontrarán héroes en Sólo quiero que amanezca. En sus páginas los protagonistas viven librando guerras que, aunque intensas y desproporcionadas, suelen ser ridículas, de desgaste, ausentes de gloria, terriblemente anónimas. Se baten acorralados desde sus trincheras, dando zarpazos a todo lo que se les aproxime. Sin reglas y sin gloria.
El protagonista de "Lo que Francoise Villon no dijo cuando bebía" (cuento que da título a la edición original del libro) al llegar de su itinerario por sórdidos bares y ver a sus hijos en la cama durmiendo con su madre, reflexiona que, a diferencia de tantas, "esta sí es mi guerra". Sus batallas, que nunca son de héroes ni justicieros, pueden parecer minúsculas, miserables, pero no son opcionales: son vitales.

    Y no luchan nunca contra su lujuria, ni su avaricia, ni su gula. Es decir, no luchan contra sus excesos sino contra sus carencias, sus ausencias. Su único exceso visible es el alcohol, y éste, más que un fin en si mismo, es un mecanismo para lograr la "nada absoluta", el nirvana de la posmodernidad. Pasar toda la noche frente al televisor viendo desfilar canales sin detenerse ante ninguno, ni pensar en lo absoluto, puede ser un acto religioso, un anhelado ideal de felicidad.

    Dos afirmaciones, categóricas, definitivas, describen con pasmosa claridad esa balada del perdedor que entonan esos hermosos mutilados del alma: "Me había dejado el tren. El último tren" reconoce uno de ellos, mientras otro señala: "¿Qué me pasaba? Materialmente, nada. Solo un deseo rotundo de volar en mil pedazos". El remordimiento, la adicción, la tristeza, la flema, los ahogos económicos, les recuerdan permanentemente que la vida es una pesadilla que se desliza con minuciosa pesadez.


IV

    Leí la obra narrativa de Marcano en sentido inverso a su producción cronológica. A mis manos llegó primero "Solo quiero que amanezca" y luego "Cuartel de Invierno". Si hubiera conocido al autor por este último, me hubiese sentido ante un autor de sólida formación cultural, inteligente y bastante riguroso en el uso del lenguaje, pero no ante algo decididamente nuevo en la cuentística venezolana. "Sólo quiero que amanezca" sí produce, en cambio, esa impresión. Es de esos libros cuyas escenas pueden repugnar e hipnotizar, todo a una vez. Ese es su extraño atractivo, como eso que se experimenta ante la primera lectura de Poe o de Ambroise Bierce. Leerlo fue entender por qué una figura de tal relevancia como Augusto Monterroso se pudo haber sentido inclinado a premiarlo.

    En Solo quiero que amanezca se perciben rasgos que encajan en el ideal estético minimalista, con una atmósfera cercana a la novela negra y a la crónica de sucesos (géneros de parentesco tan oscuro como su origen). Las situaciones en que se desenvuelven sus personajes recuerda, por momentos, las puestas en escena del teatro del absurdo. En otros, roza el irónico, a la distancia de los años, desprecio con que Chejov parodiaba la vida cotidiana de la burguesía rusa, pero con seres de finanzas más anémicas.

    En el cuento "Un buen restaurante italiano", una pareja que pende desde los restos de su vida en común, acaba de tener sexo. "Ella accedía pensando que podía escapársele, como en el pasado, una frase dulce, un detalle romántico. Pero no sucedía". En adelante, se presenta un diálogo, simultáneo y descabellado, en el que ella intenta recuperar el terreno corroído por la cotidianidad, mientras él piensa en voz alta sobre el sitio al cual llevará a su padre a almorzar.

    Y esta inmensa vitrina del fracaso se presenta con un lenguaje minucioso y elegante, comprimido. Aprovechando al extremo los recursos clásicos de la narrativa, para lograr una permanente acción. “la corrección es a la literatura lo que la composición a la pintura”, afirma Marcano. La primera referencia que viene a la mente al leerlo apuntaría hacia Raymond Carver. No podría negarse dicha influencia. De hecho, el texto "Cash" parece un abierto homenaje a un cuento del norteamericano. Pero señalar esta influencia no parece suficiente para explicar el estilo desplegado en este impecable libro. Suponer que es una tropicalización de aquel, tampoco. En los textos de Marcano se siente, sin duda, la presencia de Carver, pero su rastro se cruza y se interpola con una variada gama de lecturas y experiencias que rediseñan un punto de partida bastante autónomo, dentro de lo que cabe tan temerario término.

    Mención aparte merecen los diálogos. El autor ofrece en este libro (otra diferencia con el texto anterior) una abundante cátedra de diálogos explícitos, urdiéndolos con tal esmero, que son uno de los rasgos que más credibilidad y (paradójicamente) originalidad confieren a las historias. Y aunque estos sabrosos diálogos buscan la música de la sordidez, de la violencia, no se llegan a identificar plenamente en el argot de las calles de Caracas, lo que en lugar de perjudicar a las historias, les proporciona universalidad. Por momentos se siente uno ante los subtítulos traducidos de las películas de Tarantino, en las que —a pesar de lo que puede quedarse en el camino— se siente la violencia en que viven los personajes.


V

    Caracas, caótica y desalmada, depende de la cara que se vea. Montañas de basura que estuvo en bolsas. Bolsas rotas por perros que buscaban sustento, o por niños que se les adelantaron. O por buscadores de tesoros que puedan ser transados por piedra, cañaclara, pega, comida; en ese orden de prioridad. Huecos gigantes. Cráteres milenarios. Trabajos sin terminar. Calles solitarias. Bares atestados de perdedores. La violencia que se huele pero que no se rehuye. Caracas, malquerida y despiadada. Caracas, la de la depredación acelerada propiciada por las bombas con las que se nos pretende hacer creer que existe un peligro inminente del cual los nuevos Héroes de la Patria nos van a salvar. ¿Qué personajes pueden sobrevivir en este paisaje? ¿Cuáles podrían deambular por sus calles?

    La respuesta puede leerse en los intersticios de sus líneas: aquellos que, como dice su autor, no calibran que la inercia de la suspensión es más denigrante que la salida de escena. Es decir, seres anónimos que, al igual que todos nosotros, son capaces de resignarse a todo menos a desaparecer para siempre. Víctimas del desamor, de la lejana épica de la Historia, pacientes crónicos de esa sinrazón de la incomunicación que produce asteroides solitarios orbitando en torno a un gran vacío.

    Como en la tragedia shakesperiana, "Sólo quiero que amanezca" desliza que el percutor del dolor humano es la incomunicación, la soledad. Y no busca responsables, sólo muestra los resultados de sus patologías. Esos desquiciados que salen desesperados en pos del beso de la violencia, ocultan profundas malquerencias y despechos. Despechos con la vida, con la felicidad que prometió y nunca llegó, con parejas que son una enfermedad, una adicción; nunca una compañía. Un despecho que los lanza a los brazos de esa otra amante, Caracas, frígida y cruel, o quizá cruel por frígida, por maltratada; en donde aspiran a encontrar la certeza de sentirse destinos fundidos en una misma derrota. Seres que sólo esperan que amanezca, para zafarse de esos brazos que, aunque causan dolor, están allí. Y esa es su única certeza.




   

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