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Leer El Caribe desde el silencio
En síntesis, se trató de una semana inusual en la que pude ver de cerca el ritmo de la naturaleza y extrañar, con intensidad, la cómoda simplicidad de mi cama y mi baño con agua corriente a más de ochocientos kilómetros de distancia. Aquellas vacaciones al natural también me fueron de utilidad para pensar algunas cosas respecto al destino que han corrido las playas del Caribe en las páginas de la literatura. Esto fue más o menos lo que se me ocurrió, valga lo que valga: Pese a la existencia de una vigorosa denominación de literatura del Caribe, en realidad es poco, si no nada, lo que encontramos de sus amplias playas lumínicas, de sus arenas que, de viento en viento, se pierden en sus tardes bajo el ímpetu de sus brisas. En realidad, los cuentos de aquello que se ha dado en llamar literatura del Caribe y que se archivan con minuciosidad en las bibliotecas del mundo, nos hablan más bien de ciudades, edificios marchitos por los que, en las tardes, se cuelan las bandas mortecinas de las luces rojas del atardecer. Avenidas, calles, anuncios de neón. Nos hablan de parques que son, también, jardines de mayo y, sobre todo, aparecen los espacios cenizos de las noches, las ruinas de la pobreza, el latido del plomo y el cuchillo. Una excepción meritoria dentro del Caribe venezolano es una bella historia de Ruby Guerra (creo recordar que se llama La Playa), donde vemos aparecer el mar tranquilo de una ciudad de la provincia (¿Puerto La Cruz? ¿Cumaná?). Allí encontramos un mar de mediados de semana, donde los amantes van a ver el atardecer, a escrutar los pájaros y mirarse a los ojos y todo, el mar, la anécdota, el recuerdo de una hoja en el agua, trasmite una visión fulminante de la belleza tierna e íntima del Caribe. Como para una antología, realmente. Pero ese es, a fin de cuentas, un cuento entre tantos otros donde no hay lugar para otra cosa que no sea el ámbito enrarecido de la ciudad. Nos han convidado a ver el Caribe con los excesos kitsch de Carmen Miranda: insólitos sombreros cargados de frutas, vestidos que se pierden en el vacío de un escote, fogosas jornadas de adolescentes ardorosos que corren por las playas, beben cerveza, se tumban en la arena, piensan en asaltar cuerpos a medio vestir y, por lo común, ostentan un diminuto cerebro agujereado por donde mana el tenue hilillo de un poco de agua de coco. Sin embargo, después de sumergirnos en sus confines de luz, es posible descubrir otras posibilidades. Comprender que, en lo más íntimo, el Caribe es sutil, es móvil, de colores intensos y que, en cierto modo, el Caribe todavía espera por ser conquistado en las páginas de la literatura. No intento ser taxativo, pero me parece entender que uno de los elementos más llamativos del Caribe es el recogimiento de su silencio entre el murmullo de los pájaros y las olas. Es preciso caminar por una playa al atardecer, después del tumulto de la tarde entre discos de plástico y pelotas de colores, para comprender que existe algo en su ámbito que nos habla de silencio, de soledad, de un íntimo recogimiento. Basta con sumergirse un poco entre los corales de alguna playa, bucear entre los cardúmenes, distinguir las bandas de luz que penetran desde el exterior, para entender que allí existe un latido que es profundo, ordenado, pudoroso. Algunos párrafos de García Márquez logran rescatar el poder lumínico del Caribe entre las páginas decoloradas de los libros. Existe, también un hermoso poema de Eugenio Montejo que logra trasmitir algo de esa imagen contemplativa de las tardes de mar. También otro, de Enrique Noriega, que nos lleva a la visión íntima y reflexiva de los paseos junto al mar. Con eso basta para ilustrar un punto que no es más que un antojo o una intuición. Dicen así:
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