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La última visitaEsa mañana cuando despertó sintió una temperatura diferente en el calor del cuerpo de Augusto. Habían perdido la conciencia en el sueño con las ventanas abiertas. El pijama, que era de una de esas telas sintéticas que brilla estaba fría, su cuerpo al contrario, tenía un sopor que la alteraba un poco. Estaba arropada a medias. Un brazo por encima del pecho de él. Los pies mostrándose desnudos al final de la sábana. Mirando el techo, pensó interrumpidamente (como en fotogramas desvaídos) en los detalles que hacía falta cuidar. Sabía que había pendiente una conversación incómoda y temía abordarla esa mañana. Elena se puso de pie estirando la tela que se pegaba de algunas zonas húmedas de su cuerpo. Caminó hasta el baño con fastidio memorable. La irritaba tener que salir de la cama con tantos pensamientos encima. También la molestaba saber que ni su brazo encima del pecho de él, ni su calor, ni su cuerpo, habían logrado que Augusto voltease a mirarla. Aunque fuese por encima del libro. La ducha tenía aspecto culinario. Un vapor gigante como un monstruo de lenguas pegajosas y opacas, danzaban de manera mediocre entre la puerta transparente, el lavamanos adornado con un pez que era un jabón, y un espejo que para ese momento sólo reflejaba ausencia. Ella estaba dentro frotando su cuerpo, limpiando la piel del sudor de la noche. Sus manos ágiles, tomaban otros peces de colores diferentes, subían desde los pies hasta las rodillas. De vez en cuando emitía unos sonidos parecidos a canciones infantiles. En otros momentos sólo se escapaban algunas palabras aisladas de sus pensamientos. La piel enrojecida por el calor del agua y el frenesí de una esponja que con movimientos bruscos lo quitaba todo hasta dejar un picor incómodo. Se concentraba en sus rodillas y tobillos, le gustaba tenerlos tersos y cuidados. Dejó la esponja sobre la ventana cerrada del baño, y continuó con sus manos empapadas en un gel amarillo. Recorría la cintura, el vientre, el ombligo, los pechos. Sus manos llegaron al cuello y apretaron de forma inusual. Elena bajó la cabeza sacudida por la reacción de su cuerpo. Enjuagó un poco las manos hasta que la espuma desapareció piernas abajo. Los dientes apretados y unas cuantas sombras rondándola no fueron impedimento para que sus manos irrumpieran su pubis. Esta vez de manera distinta. Los dedos atravesaban la selva, entraban y salían los dedos de la intimidad de Elena. Era el agua de la ducha mezclada con su fluido. Sus piernas temblando, el agua corriendo. Sostenida a duras penas, entregada. A veces inclinada a pesar de la sacudida de sus sensaciones, podía vislumbrar la soledad de sus pies debajo del agua. Ya no emitía canciones infantiles. Su voz era sólo sonido de gemidos dulces, a lo mejor callados, a lo mejor bajitos los gemidos. Con mechones completos de cabello sobre la cara y los ojos cerrados y apretados como los dedos en su selva. Así, sostenida de la ventana, sostenida de sus deseos, sostenida del placer de su cuerpo, estaba presa ya de un viaje sin retorno. Sus gemidos eran interrumpidos por rápidas e intermitentes inhalaciones que concluyeron en gritos mudos. Gritos sordos debajo del agua que confundía sus lágrimas de manera casi pictórica. Aún con el cabello húmedo, provista de pocas cosas en su cartera caminaba rápidamente por la Rue Cabanis. Estuvo un rato de pié en el lobby del edificio blanco que habitaba, pensando si no hubiese sido mejor poner algo de color en su ropa. Pensando que tal vez un pantalón azul hubiese sido menos luctuoso que el vestido que llevaba. Con la misma actitud de siempre, la piel erizada y la cabeza baja, apuró más el paso al reconocerse en la fachada del Hospital Sainte-Anne que quedaba cerca de su casa. Elena detestaba pasar de forma desapercibida por aquel portón frío y cerrado. A mitad de camino vio su imagen en la vitrina del local de víveres y se detuvo a recoger su cabello que seguía aún sin secarse. Ahí estuvo minutos recordando tal vez la esponja, o los peces que eran jabones de colores. O mejor: sus manos. Regresó bruscamente cuando el señor de bigote que estaba pendiente de sus tomates le hizo ademanes para saludarla. Ella apenas pudo responder. Retomó el paso para llegar finalmente al Bd. St-Jacques y quedarse mirando el mapa de trenes en la estación Glacière. Aturdida. Consciente una vez más de haber olvidado su guía Lindispensable en alguna gaveta. Algún lugar insólito. Imposible de recordar en ese momento. Estuvo un rato sentada pensando algún rumbo. Minutos después ya lo sabía: Cimetière du Père-Lachaise. Augusto recién terminaba su lectura. Se metió en el baño aún mojado. No cantaba canciones infantiles ni decía palabras sueltas o acompañadas. Pensaba tal vez en los pechos de Elena, de manera fría y desordenada. Una espuma blanca crecía en su cabello, en los espacios que dejaba el agua abundante al pasar por los ojos, abría y se quedaba mirando la esponja de ella. Sus ojos no eran como los ojos de los peces que eran jabones. Sus ojos eran vidrios esféricos. Vidrios pero no brillantes. Duras y opacas esferas suponiendo una esponja en manos de su compañera. Sujetó su cabeza con ambas manos apretando las sienes. Espantando ese pensamiento absurdo. Apretó la boca, sacudió la cabeza y golpeó las manos contra la pared de la ventana. Tenía miedo. Pero estaba seguro de todo. Había llegado por fin, el día deseado. De regreso a casa ordenó las cosas que trajo de la tienda cercana. El tipo de bigote le dijo que era posible que Elena gustase de probar esos espárragos recién llegados. Los colocó en agua como si fuesen unas flores exóticas. Ordenó unas lechugas en la nevera. Puso unos ajos en agua. Colocó unas frutas sobre una bandeja de madera que ella trajo de algún lugar artesanal de su país de origen. Sacó los tomates cuidados por el hombre de bigote y pensó si era adecuado enfriar un vino desde temprano. Recordó el salmón en la bolsa y lo lavó bien, secándolo luego con un trapo limpio. Puso ambos filetes encima de un plato embadurnado de aceite de maní y un poco de pimienta. Las manos dudaban un poco. Tomó su cuchillo LaGuiole, hacía cortes atravesando la carne de los tomates llenos de jugo. Cortaba, pensaba en ella; cortaba, cerraba los ojos. Cortaba, miraba sus manos impecables. Cortaba, estaba seguro... cortaba. Listos los tomates. Guardó todo lo demás. Se quedó mirando los ajos en agua con cierta lástima perturbadora. Hizo su rutina diaria de libros y prensa. Bajó un rato y caminó sin parar por la Denfert Rochereau hasta el boulevard Montparnasse. Allí estuvo horas sin cruzar palabra. Sin mirar nada con atención. Sólo caminaba y todo a su lado pasaba como láminas de proyector cuadrado. Ella llegó sumida en un silencio tremendo. Puso su cartera cerca del cojín verde del sofá lleno de pelos de gato y mantas para cubrirse. Miró los espárragos curiosa, dudando si eran espárragos o capullos de Belén. Abrió la nevera y tomó agua colocando su boca directamente en el filo helado de la jarra. Se descalzó, dejó los zapatos en la cocina y continuó su camino hasta la habitación. Estuvo un rato sentada en el borde de la cama, inclinada con la cabeza cerca de las rodillas y los brazos colgando hacia los pies. Calmado el dolor de la espalda, se quitó toda la ropa y se metió desnuda en las sábanas. Con el cabello suelto. Cerca de las siete de la noche, Augusto abrió la puerta con el corazón acelerado. Para ese momento pensaba que no tendría tiempo suficiente para la comida. Al ver los zapatos cerca de la nevera, las llaves cerca de las flores espárrago y la cartera abierta en la penumbra de la sala, supo que Elena estaría dormida, tal vez desnuda, tal vez cubierta con alguno de sus libros. Hizo todo rápidamente. Una espesa crema con las flores, adornada en el plato con crema agria, fría de la nevera. La ensalada estaba adelantada en un pyrex oscuro y ovalado. Sólo faltaba calentar la sartén Moulinex que guardaba con celo para que nadie dañara su superficie, y escurrir un poco los ajos antes de utilizarlos. Estaba nervioso. Eran meses de bajas temperaturas pero su frente sudaba pequeñísimas gotas, diminutas. Tampoco había retorno para él. Con los ojos llenos de lágrimas después de haber terminado su aceite-ajo-aceite-ajo-aceite-ajo, donde a fuego muy alto preparó su filete de Salmón sólo por el lado de la piel, tomó delicadamente el filete de ella. Casi con amor. La sartén ardía. Con un diente de ajo clavado en el tenedor plateado, pasó rápidas veces por la superficie que despedía un olor intenso y penetrante. Hacía círculos perfectos en su sartén. Ordenados. Más adelante, con una tranquilidad que él mismo no podía soportar, untó, una y otra vez, con brocha de cerdas naturales, una y otra vez, una mezcla concentrada de arsénico y ácido anhídrido. Sus ojos de vidrio no descuidaban los círculos perfectos. Perfectos. El vino helado, la comida lista, la crema a punto de re-calentada: Elena aparece con su bata verde. Descalza y sonriente. Con sonrisa de miedo pero sonreída. Ambos se sientan y comienzan su baile de cubiertos callados. Ella abrió su boca para masticar y cantar algunas cosas de las propagandas de cocinas: Les nouveaux produits, Le confort de la maison, Le bien-être de la personne. Masticaba y continuaba sus canciones con sonidos boca cerrada y movimientos graciosos en los labios. Augusto pensaba en su cuchillo LaGuiole y evitaba mirarla a los ojos. Nada ocurrió en ese momento. Elena estuvo divagando por algunos rincones de la casa. Revisando las gavetas donde no era posible encontrar su guía indispensable. Buscaba portadas azules y rojas entre los muchos cuadernos escritos y partituras rotas. Nada. Ya de madrugada él se queda mirándola dormir. Se queda absorto observando cada uno de los vellos pequeñitos que acompañan el nacimiento del cabello en el cuero cabelludo. Se queda mirando sus orejas. Besa una de ellas y piensa profundamente. Piensa en sus canciones insistentes y también en otras profundidades más superficiales. En las profundidades del cuerpo de ella que tanto extraña. ¿Extraña? Los ojos de vidrio de Augusto se escurren en lágrimas espesas y abundantes. Ella se despierta porque muchas de las lágrimas ruedan por su seno, y se deslizan hacia la parte trasera de su cuello. Ella con sus ojos casi transparentes, se queda perpleja mirando los de vidrio que lloran y no entiende mucho pero teme lo suficiente. Él la abraza con fuerza y en gritos cortados y duros le exige una disculpa que Elena no puede experimentar. Todo es una confusión de lágrimas partidas y mojadas. Todo son palabras incongruentes y sorpresas negras para ella. Elena detiene las palabras de Augusto con sus manos. Casi con rudeza cubre los labios de él para que no griten nada más. También cubre sus oídos y sigue negando con la cabeza y con gritos desgarrados. Escapa de la cama sin saber de realidades o pesadillas. Augusto sigue diciendo palabras que eran más poemas rezados que palabras dichas. Ella amarraba con fuerza la cinta de su bata e intentaba conseguir un atisbo de verdad para despertarse. Pero ya lo estaba. Hizo giros dentro de la habitación y caminó con los pies helados hasta la cocina. Miraba la sartén Moulinex, los ajos. Pensaba en su pedazo de pescado. Pensaba en su esponja en la ducha de la mañana. Pensaba en sus manos entrando y saliendo. En los niños que pudo ver en las estaciones hasta la avenue La Rèpublique. Pensaba en Notre-Dame, Sainte-Chapelle, Arc do Triomphe. Sabe que no habrá más silencios en Sacré-Coeur. Pensaba en los pasos mañaneros por el Cimetière du Père-Lachaise y buscaba maneras de desgarrarse el corazón. Quería arrancarse el sentimiento, desaparecer la sensibilidad de sus vasos capilares. Ella hizo vueltas y giros cerrados y abiertos. Hizo pasos desquiciados e inútiles mientras sus manos rasgaban con desesperación la piel de sus brazos y abdomen. Elena tuvo tiempo de mirar su gato. Hizo esfuerzos enormes por esperar el momento, no el de ella; el planificado, el ajeno. Hizo esfuerzos pero todo terminó en una brisa helada que la desnudó poco a poco. Ella era una mujer de cabello suelto que caía desnuda como un pájaro verde. Elena era una ráfaga iluminada frente a Le FIAP Jean Monet. Ella era eso y los once pisos entre su ventana y el suelo. -Aural del Moral |
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