El sol aún calentaba los rieles cuando el Talgo hizo su parada en Tarragona, ciudad costera cercana a Barcelona, la cual, desde hacía años, contemplaba como un destino remoto en el mapa de la península española y había creído adivinar en la novela de una escritora catalana.
Descendimos del tren, vacíos de expectativas, que es la mejor manera de dejar que un sitio te tome por sorpresa. Mi único deseo era abrazar a mi amiga la pintora, a quien había conocido un año atrás en Barcelona.
Luego del abrazo pedí disculpas torpemente por el retraso del tren, como si ese retraso hubiese sido en parte culpa mía; me sorprendió su tono displicente al decirme sin más: Tranquila, yo a la RENFE ya me la conozco. Nunca llega a la hora; y yo que había pensado, durante los días precedentes en Madrid, que allá todo se regía por una puntualidad rayana en lo esquizoide.
Esa noche cenamos esqueixada de bacalao, una divinidad de plato típico, y nos deleitamos con las virtudes de un tinto de la zona.
Nuestra primera caminata nocturna comenzó por revelarnos lo que era Tarragona: mucho más que una ciudad a orillas de una playa. Nos sentimos sobrecogidos por la mezcla peculiar de estilos: entre lo romano y lo románico, entre las ruinas de un imperio y el nacimiento de una ciudad cristina. En Tarragona, la brecha entre el antes y el después de Cristo, la transitas caminando por una misma calle.
Esto es Tarragona. Aquí no podéis comenzar a construir un parking sin que empiecen a saltar por todos lados las ruinas, entonces venga, los arqueólogos a cercar el terreno hasta requisarlo todo y los empresarios a perder dinero mientras duran las excavaciones, nos explicaba mi amiga como si se tratase de la cosa más cotidiana del mundo. Y lo es. Una vista aérea reflejaría un sin número de terrenos convertidos en campos de excavaciones arqueológicas, en donde los vestigios de lo que una vez fuera la capital de la Provincia Hispania Citerior: Tárraco, afloran a la superficie sin pudor alguno.
Una ciudad que se levanta sobre los restos de otra negada a extinguirse.
Pero Tarragona ha aprendido a hacer de esta peculiaridad una virtud y sus atractivos turísticos giran en torno a lo romano: el circo, la muralla, el acueducto, el anfiteatro, el museo arqueológico. Los únicos que se abstienen de pagar entrada para sumergirse en el pasado son los gatos, que han hecho de las ruinas su morada y emergen de ellas en las noches cuando el furioso ir y venir de los turistas se ha calmado.
Tarragona es, además, un mundo empinado de encantadoras terrazas y calles estrechísimas, coronadas por la catedral.
Sus habitantes no logran explicarse por qué es Barcelona la capital de la región cuando fue Tárraco el centro comercial y político, por esas latitudes, en tiempos del Imperio; pero se encogen de hombros, resignados, y te dicen que ellos también tienen su rambla, además de las ventajas de una vida tranquila.
Llegadas las dos de la tarde hora de almuerzo- no puede resistirse la tentación de comer al aire libre en uno de esos restaurantes con sombrilla de tela roja, aunque las inoportunas moscas del verano quieran en todo momento compartir la comida contigo; ellas forman parte del paisaje en las tardes calurosas y despejadas. Al final, si eres de los que necesitan la cafeína para complementar el almuerzo, podrás pedir un cortado, es decir, café con leche.
A golpe de 8:00 p.m. puedes acercarte a ver los ensayos de los castels, cerca del circo romano, y preguntarte en dónde radica su habilidad para formar esas torres humanas que parecen querer llegar al cielo, seguramente el hecho de practicar para ello desde pequeños, ayude.
Por supuesto que el museo es parada obligada, pues no queremos perdernos todo lo que han ido encontrando en la construcción de esos parkings, a estas alturas deseamos saber si valió la pena que los empresarios perdieran su dinero. Nos adentramos en un mundo de emperadores descabezados, cabezas desamparadas, murales de mosaicos casi intactos -como si se hubiesen escabullido del tiempo- , vasijas para almacenar vino y aceite de oliva y, por supuesto, entre otras muchas cosas, objetos de índole erótica. Ya sabemos que los romanos solían darse la gran vida.
Se diría que lo menos atractivo de Tarragona es la playa, y no es que el mar no sea de un azul merecedor de poesía, pero la historia y la arquitectura te hipnotizan a tal punto que obvias la posibilidad de un baño de mar al alcance de la mano y caes en el síndrome de tomar un tren hasta Sitges la ciudad rosa de Cataluña- para bañarte en la playa.
Con el paso de los días te vas sumiendo en un ensueño de arrullos catalanes, que aunque no entiendas, disfrutas, por sus cadencias suaves y sus golpes de vez en cuando ásperos; te vas desvaneciendo en el calor del mediodía y la placidez de las horas nocturnas, dejas los ojos clavados en alguna fachada o en alguna excavación inconclusa, intentando adivinar qué habrá debajo; tropiezas en las aceras desbaratadas y te sientas por las noches en un bar a tomar algo que siempre creíste servía nada más para lavarse el cabello: un champú (cerveza con jugo de limón en una copa grande).
Cuando llegó el momento de partir, silenciosos durante el trayecto a Barcelona, nos dimos cuenta que nos era imposible dejar atrás Tárraco, ciudad hecha de piedras de todas las edades.