Log-Book of ship II
-Pedro Enrique Rodríguez
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1
Tengo un sueño en el que estoy junto a una mujer hermosa que aparece en un portarretratos, dentro de un cuento. Caminamos por un sendero de arena amarillo pálido que bordea una quebrada. A nuestro alrededor veo arbustos con hojas ovaladas y largas espigas en forma de lanzas verdes; veo restos de máquinas oxidadas, los troncos rugosos de árboles cuyas ramas más altas filtran la luminosidad de la tarde. Por momentos, la maleza se haca más baja, de modo que aparece la imagen de la quebrada en la que un agua turbia de coloratura gris choca contra las piedras en un murmullo de gárgara. De pronto, aparece un patio con arena de playa, compacta, muy limpia; luego, una casa construida con retazos de madera y láminas de zinc. La casa imita la imagen ideal de cierto tipo de pobreza rural. Entramos por una puerta soportada por un marco angulado de listones de madera. Adentro, los objetos delatan el brillo vencido de lo desgastado, lo deshecho. Veo una mesa de madera oscura, un estante de latón blanco y desportillado que debió ser un modelo común en los años cincuenta y, sobre él, recipientes de galletas suizas con estampas navideñas. Allí están tres mujeres envejecidas, vestidas con batas de retazos y sandalias de goma. Comprendo dentro del mismo que sueño que alguna de esas mujeres está enferma. Las mujeres dice algo, caminan de un lado a otro. Yo apenas intercambio algunos comentarios lacónicos con ellas. Miro sus rostros, sus maneras y pienso que algo en ellas las hace parecer como antiguas damas de alcurnia caídas en desgracia. Pienso en una heráldica, un blasón, el sonido de un atambor. Cuando mi mirada regresa a la habitación, la mujer más vieja aparece sentada de espaldas en una banqueta de madera, alguien comienza a quitarle la bata de casa. Van a bañarla. Veo su piel y encuentro un repulsivo parecido con un durazno seco. Salgo de la habitación. Una vez afuera, en el patio, veo el vasto cielo azul que se dibuja sobre mí. El cielo desmesurado de las ciudades planas. Descubro que en un costado del patio de arena han aparecido unos inmenso cilindros oxidados. Del mismo tipo de los que se entierran y sirven como tuberías de agua.
2
Encuentro una foto de playa Medina y me detengo en el detalle de ese mar con tonos oscuros. Aguas frías, densas, recorridas por el bamboleo monótono de una marea leve. Pienso en la lluvia sobre el mar y recuerdo un día que es ya un episodio remoto a mediados de los 80´s, de regreso del Puesto de La Guardia, una playa perdida en una costa de la memoria. Yo caminaba al borde de la carretera mojada; a los lados, los cangrejos de concha azul tornasolada aparecían y se escondían alternativamente. Las palmeras, a lo lejos, se batían con el rugido del viento. Poco antes, debí sumergirme con la fascinación de un buzo entre los corales que flanqueaban la playa de la Guardia en uno de sus extremos. Tenía una máscara de goma y un snorkel azul. Podía permanecer horas imantado por la imagen de los corales, de los peces esquivos. Precisa, memoriosa, la imagen rescatada ahora de ese mar de los sargazos que es el olvido se restituye nítida y personal en el recuerdo. En esa tarde estaba todavía muy lejos de los mares que me han revelado los últimos años. Playa Medina es el inicio de la adultez; es la belleza de la grama entre las palmeras que rodean la playa. El canto de los pájaros de la mañana, la lectura de un libro de Vladimir Nabokov que ahora está también grabado en una foto donde leí este párrafo: “Probablemente es la primera vez que el sordo dolor de la distancia se expresa a través de un esfuerzo del estilo y que una idea topográfica encuentra su expresión verbal en una serie de frases abreviadas”. La Guardia, Playa Medina. Ambos residuos conversan un ámbito de luz, un olor, un tono en el que puedo reconocerme. Todos esos efectos sensibles retumban todavía como un eco intrauterino en algún rincón recóndito de mi cerebro, y esa sensación (con su palidez, con su levedad, con su casi púdica insignificancia) me recuerda dos instantes en los que conocí la tierna turbación de ese suceso fantástico que llamamos vida.
3
Al final de Las Invasiones Bárbaras, Rémy, muy cerca del episodio eutanásico, conversa con sus amigos de las largas, absurdas, tragicómicas militancias del siglo XX. Entonces recuerda a Guo Ping, una arqueóloga china de bellas pestañas melancólicas y vertiginosa falda abierta hasta poco más arriba del muslo, de visita en Canadá. Esto, más o menos, es lo que dice (traduzco torpemente del subtitulado que es, ya, una traducción al inglés):
En los 70’s China se abre al Occidente. Aparece un cambio cultural. La universidad envía a su fiel radical, a mí. Entro en el comedor de su hotel. La descubro y me muero. La belleza que podía derretir a los 700 guerreros de terracota del Emperador Quim. (...) Para hacerme el interesante me meto de lleno: «Su país ha conseguido tanto. Estamos tan envidiosos: ¡su revolución cultural es asombrosa! Sus encantadores ojos negros se hielan. Me avergüenzo de descubrir lo que ella está pensando. Él es un agente de la CIA o el peor cretino de Occidente. Durante dos años ella limpió chiqueros en una granja de reeducación. Asesinaron al padre, la madre se suicidó. Y algún tonto franco-canadiense que ha visto las películas de Jean-Luc Godard y lee a Philippe Sollers dice que la revolución cultural china, ¡es estupenda!. El cretinismo no puede llegar más abajo.
Cualquier comentario, sobra.
4
La pregunta es esta: si el sueño constituye un mecanismo de especie cuya finalidad está determinada por la necesidad de descargar cierto monto de energía libidinal. Si, entonces, el sueño apenas representa una válvula de escape, un resorte tensado día a día, entre impulsos insatisfechos, secretas pulsiones, anhelos suspirantes. Si el sueño es, en suma, un aletazo de desesperación en mitad de la noche. ¿Cómo es que, de tanto en tanto, aparece un atardecer de colores intensos cuyos rastros de luz se estrellan con minucioso preciosismo contra un cristal pulido en el que yace una flor de agónica belleza?