Este sitio se vería mucho mejor con un browser que soporte estándares web, pero es asequible para cualquier dispositivo con navegador de Internet.





Space Invaders y el miedo a la muerte

Luego de un largo silencio,

>Nivel 30! -me anuncia por el messenger.

>Que bien, en serio? Ya vas a terminar -bromeo.

>Sí!!!!! -contesta ella con emoción renovada.

En ese momento me doy cuenta. Ella supone que efectivamente existe un final, que está cada vez más cerca de esa barrera tras la cual la pantalla se llenará de fuegos artificiales, la máquina aceptará su derrota y cederá el custodio de una llama virtual. El juego es Text Express en la página de Yahoo, y es un poco más sencillo de lo que voy a intentar explicar: el jugador debe "empujar" un trencito armando palabras, utilizando cinco letras escogidas al azar por la máquina. El tren avanzará un trecho proporcional al largo de cada palabra y deberá llegar a la próxima estación antes de que lo haga otro tren que progresa lenta pero inexorablemente. En cada nuevo nivel, el tren competidor ganará velocidad y el tramo a recorrer se hará más largo; aquellos que tienden a pensar que las máquinas siempre hacen trampa, intuirán que las letras ofrecidas serán cada vez más difíciles de combinar.

La misma distorsión en nuestra lógica que nos hace obviar el sinsentido que significa utilizar palabras como combustible fósil, es la que nos impide racionalizar que, en casos como este, estamos invirtiendo nuestro tiempo en una empresa sin final. El propósito de este juego no es llegar a una última estación, rescatar a una princesa,  ganar el juego. El objetivo es superar niveles, uno tras otro, como en Tetris, Missile Command, Pac Man, como en el primer videojuego sin final de la historia, Space Invaders.

Space Invaders es un clásico en su justa medida, pero más allá de la adicción que generaba, la música inspirada en Tiburón, y ser un juego fácil de aprender y difícil de dominar, Space Invaders fue el primer videojuego que negó la posibilidad de ganar. Eventualmente los alienígenas destruirían todas las bases y por último, la nave del jugador. Era sólo cuestión de tiempo, no había escapatoria.

A diferencia de una máquina de pinball en la que el wizard, una vez que entraba en “la zona”, podía regresar el marcador a cero si quería y tenía el tiempo, en Space Invaders el juego se iba haciendo cada vez más vertiginoso y, eventualmente, la cantidad de enemigos era sobrecogedora o sencillamente la acción se volvía más rápida que los reflejos. Acostumbrados a juegos de mesa en los que podíamos ganar, o decidir cuándo perder ¿Cómo dejamos que un concepto así, un juego en el que nunca podríamos vencer, se nos colara?

Antes de 1978, los videojuegos tenían un número finito de niveles o eran diseñados para ser utilizados por dos personas. Ganar era, más allá de real y efectivamente posible, elemental, necesario. Toshihiro Nishikado tuvo una idea genial para su nuevo juego unipersonal, una fórmula que causaba más o menos el mismo impulso al ego que vencer a un oponente digno y de alguna manera eliminaba la necesidad de un episodio final. Marcar un nuevo puntaje máximo que quedaría almacenado se convirtió entonces en un hecho equivalente a romper un record olímpico. El High Score fue una idea esencialmente perversa, un espaldarazo a nuestras desviaciones egoístas y, curiosamente, la mejor forma de hacernos obviar el deseo de un final, de un grandioso momento de victoria.

Fue así y entonces como ocurrió nuestra primera claudicación ante a las máquinas. Mucho antes que Kasparov vs. Big Blue entregamos por completo la posibilidad de ganar, sin importar nuestras habilidades, a cambio de una descarga de endorfinas. De todos los elementos bizarros que han introducido los videojuegos en nuestras vidas, la renuncia a la victoria, jugar con la certeza de la derrota, es quizás uno de los más trascendentales.

Nosotros, animales de ocio, enfrentamos estos juegos sin final suponiendo que hay algo más allá de esa barrera que imaginamos en el nivel 39, 69, 99. Nadie nos dice que el final no existe y por lo tanto seguimos intentando, transformándonos en jugadores expertos. Todo esto me recuerda a otra experiencia similar ¿Es que acaso de eso no se trata la vida? ¿No somos burros en una eterna persecución de la zanahoria? Curiosamente, quizás sean los juegos sin final los que imitan con más precisión la “experiencia de la realidad”, la terrible verdad de que todos somos Sísifo y no hay forma de ganar en este asunto.

¿Cuál es entonces la verdadera meta, el verdadero final de la vida, o de estos juegos? ¿Convertirnos en mejores jugadores? ¿Perfeccionar nuestras habilidades para relacionarnos con el mundo? Todos sabemos que la intención de cualquier diseñador no es que nosotros podamos vencer a su creación, la intención es enviciarnos, darle los toques necesarios a una idea para aumentar su replay-value; ese atributo intangible que es la traducción en términos económicos del "una, sólo una partida más". Así que, en la vida como en los videojuegos, la meta quizás no esté clara, pero el objetivo es imponer un record de aguante.

Volviendo al inicio, ella no quiere aceptar que está envuelta en una carrera desesperada para un final que no existe, y aunque probablemente lo intuya, se niega a aceptar que los invasores del espacio, o una de sus tantas mutaciones, Dios por ejemplo, son inexorables. El fin está cerca, se escucha el crescendo aunque no suene y, como muchos otros, ella construye palabras, se apoya en elaboraciones sintácticas para escapar de su propio miedo a la muerte.