Alexander
Dir.: Oliver Stone. 2004.
La crítica frívola y su hermana gemela, la crónica de farándula a lo Chepa Candela, se han dado un verdadero banquete chismográfico con la película Alexander, al destacar, como en un emisión de Sálvense Quien Pueda, todos y cada uno de sus mentados defectos estéticos, comenzado por “el horrible tinte de cabello de Colin Farrel”, pasando por “el feo maquillaje de Val Kilmer” y terminado por el disparate de que Angelina Jolie haga el papel de la madre del conquistador de Macedonia, sin pasar por alto “el acento de sargento nazi entonado por la actriz” y los trapitos íntimos (de corte moralista) sobre cómo se representa (o cómo se debería representar) la sexualidad del discípulo de Aristóteles.
Pero la estupidez ilustrada de “los entendidos” no llega hasta aquí. De hecho, contra la nueva cinta de Stone se han conjurado tres pandillas de necios con pretensiones intelectuales: la ultraderecha conservadora y republicana, que no tolera una visión tan pesimista, licenciosa, ambigua y trágica de sus iconos mesiánicos, heroicos y militares; la reaccionaria y puritana minoría blanca atrincherada en Hollywood Babilonia, que se ha encargado de desacreditar la propuesta del autor por atreverse a sugerir lo que biopics como Troya sencillamente ocultan, omiten, embellecen y simplifican con el propósito de vender más entradas; y el ñoño pensamiento progresista de los demócratas, quienes han confundido la película con una propaganda encubierta de la política exterior de Bush. Sin embargo, nada más lejos de la realidad de este biopic con destellos de genialidad wellesina, kubrickiana y eisensteiniana.
Efectivamente, si cabe la comparación, el film es, en último caso, una iconoclasta y demoledora crítica a los sueños y ambiciones sin límite de caudillos como el presidente de Norteamérica, quien parece condenado a repetir la historia de Alejandro Magno: emprender la retirada ante el fracaso de su última cruzada imperial. Si así fuese, la crónica negra descrita por Oliver Stone volverá a rescribirse en Irak, y de este modo, al igual que su película, los dioses castigarán con ira la prepotencia de los mortales que nos condujeron a la derrota, al negarse a escuchar y atender las lecciones de la mitología. Por ello sus destinos tenderán a cruzarse, tarde o temprano, con el devenir existencial de Prometeo, Sísifo, Medea y el mismo Alexander, un ídolo caído en desgracia por culpa de su desmedida sed de poder, cual Macbeth y Ciudadano Kane. No en balde, el personaje de Stone guarda innumerables correspondencias psicológicas y dramáticas con ambos arquetipos (casualmente prefigurados por el propio Welles) .
Con el primero, específicamente, comparte el hecho de sucumbir a los designios de una dominatrix Shakespereana, una Lady Macbeth, que lo dominará a placer hasta llevarlo a la cumbre de la jerarquía imperial, como la calculadora esposa de Nixon y como la madre del nuevo candidato de Manchuria, interpretada soberbiamente por Merryl Streep, en desmedro del pobre desempeño histriónico desplegado por Angelina Jolie.
Por otra parte, el Alexander de Stone coincide con el protagonista de la opera prima de Welles en el desarrollo narrativo de su drama, partiendo desde su lecho de muerte para reconstruir su vida a través de un flash back psicoanalítico, cuyo fin se encadena con el principio de la trama en un lúgubre desenlace, con visos de complot a lo JFK y con la presencia de un anillo transfigurado en el enigmático Rosebud de la obra. El rey agoniza traicionado como su padre, quien antes muere sacrificado en un plano similar al de Willem Dafoe en Pelotón.
Asimismo, otros fantasmas del autor resucitan en la figura de los modelos paternales de su Alejandro Magno: Aristóteles y Olimpia. El primero hace las veces del buen padre encarnado por Martin Sheen en Wall Street, mientras la segunda personifica a una suerte de Gordon Gekko de la antigüedad, movida también por la codicia, la riqueza y la gloria. Y para cerrar el ciclo cinéfilo -autoral de una forma perfecta, Alexander tocará fondo al seguir el mal ejemplo de su mentora, y en consecuencia, asumirá el “mea culpa” redentor como el Charlie Sheen de la película de marras.
Sobre las innumerables falencias de la cinta, cabría mencionar un contrasentido inherente al género en que se inscribe el largometraje (el peplum norteamericano o el cine de romanos y griegos): el enfoque anglosajón y occidental de la puesta en escena, signada por la total incomprensión hacia otras formas de cultura, al punto de que el director parece identificarse con aquel sofisma antropológico que divide al mundo entre salvajes y civilizados. Al mismo tiempo, no hay interés del autor por traducir el idioma de las demás razas que pueblan el film, y mucho menos por comprenderlas en profundidad, sin incurrir en reduccionismos Hollywoodenses bajo la pauta del estereotipo y la visión “exótica” o “erótica” de las alteridades étnicas. Todo lo cual se corresponde con el imaginario imperial representado por seriales posmodernos como La Momia, donde por cierto “nuestra Patricia Velásquez” cumple la misma función que Rosario Dawson en Alexander: despertar las fantasías sexuales del macho etnocéntrico. Cualquiera sea caso, siempre se busca la identificación del público occidental, en perjuicio de la imagen de oriente (asociada en última instancia a la caricatura de un ejercito de monos) .
Finalmente, entre los aciertos de la producción podemos destacar el admirable montaje analítico de las mejores escenas, así como el acabo plástico de la batalla en la India, una de las secuencias más logradas en toda la desigual trayectoria de Oliver Stone.
- Ignacio Salvatierra