El calor de los lagartos
-Pedro Enrique Rodríguez
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Viví mi infancia en una casa con un patio repleto de árboles. Ese patio era, también, la geografía de una fortaleza. Lejos, en el norte, donde reposaban unas piedras, yo componía intrincadas expediciones con soldados de la segunda guerra (marines aliados, filosos y desalmados comandantes del Afrikakorps). Una de esas piedras era de un azul pálido. En otras escenas, en otros juegos, era el lugar donde solía aterrizar una nave espacial. El lugar donde la Princesa Lea vio un atardecer de un rojo inquietante junto a Han Solo y ocurrieron cosas deleitosas que yo no podía entender en mi mundo de niño. Alguna vez, de regreso de unas vacaciones, creció un estallido feroz de manzanillas. Eran plantas bajas, de intenso olor que llamaba a las abejas, con flores de pétalos blancos y estambres amarillos. Vistas a ras de suelo era un bosque. Comenzaron a ser mis Ardenas y allí, sin saberlo, dije para mí la consigna de la abadía de Stavelot-Malmédy, rodeado de robles, hayas y abedules imaginarios: «In Fosta nostra nuncupata Arduenna, in locis vastae solitudinis in quibus caterua bestiarum geminat». Harald transitaba el inmenso mar de árboles en un rito de pasaje de soledad y tristeza. Caperucita gritaba, histéricamente, ante la amenaza de un lobo. Los unicornios eran caballos de pocas pretensiones. Un poco más allá, en un claro meridional, podía imaginar la vastedad de un desierto a la manera del Oeste. Una taberna de Poker Flat: un vaquero de plástico moría como John Oakhurst, tal como años después lo leería en un cuento de Francis Bret Harte. Un sorpresivo cambio de telón: el inicio de una película en algún lugar de Marruecos.
Conservo una imagen en la que estoy en la última hora de la tarde en ese patio, levanto la mirada, descubro los destellos de melón que deja el último sol, comprendo amargamente que pronto seré llamado a casa (ese rectángulo blanco a lo lejos donde se distingue la lumbre de una lámpara detrás de la ventana), comprendo que la noche lo arropará todo hasta el otro día.
Los escenarios de la infancia se idealizan con los años. Esa idealización también es una purificación de la memoria. Tengo ante mí la imagen de ese patio visto desde la ventana trasera de la casa en los días de lluvia. Un cerezo del que caían sólidas gotas en las tardes grises sin tiempo que siempre guarda el pasado. Puedo revivir con exactitud el olor desesperado de un árbol que, a mediados de mayo, dejaba caer una alfombra de flores de un verde pálido. Pero la memoria también es precisa en otros sentidos y me muestra la imagen de las épocas de calor. El bochorno de las tres de la tarde. Un pájaro que se esconde entre las ramas algo secas de un árbol. El sonido lejano de un radio. El paso desconsolado de una lagartija. Después otra. Un regreso fútil y desabrido al pasado geológico de los hombres.
Desde entonces, esa es para mí la imagen del fastidio. Una imagen que, por una intrincada asociación (que, sospecho, va un poco más allá de lo aparente), se une a una película del África, un elefante que levanta su inmensa trompa y la deja caer, con desgano, sobre un río seco, para después, asistir a la aparición de una balaustrada, en otra película de vaga inspiración romana donde un gordo se emborracha y una sílfide se pierde en la distancia bajo un peplo sucio.
Pienso en el fastidio, y entonces pienso en los momentos que los que estuve sentado junto a un juguete a la sombra de una guayaba, dibujando garabatos sobre la arena perdida de mi patio. Allí, de algún modo, se encierra algo de dolor, de desconsuelo, de pena.
Cada quien debe luchar con sus retazos de infierno. Entre los míos están esas imágenes gastadas del bochorno de la tarde. El calor húmedo de una estancia donde reposa un hombre adormecido con una silla reclinada contra la pared. Una frase desolada. El movimiento adolorido de una hoja por un filón de mala brisa.
Las imágenes, naturalmente, nos delatan. También nos persiguen. Vuelvo a la imagen de ese antiguo patio en sus tardes de sol quemante, en sus tiempos de sequía, cuando quedo atrapado en una cola interminable, cuando tengo que ver el movimiento de una de mis piernas sobre la otra pierna en una sala de espera, cuando es preciso tolerar por cortesía el intercambio de una conversación que no me interesa, cuando el comentarista de un programa de radio se extiende en prolijidad y reiteración sobre un tema ínfimo, decisivo, seguramente desdeñable. De allí, supongo, la cálida urgencia de la literatura. El rechazo a todo discurso árido. El cansancio resignado ante el reinado de los lagartos que promete tantos, tantos años.