Vaporoso
Calienta el sol entre la piel... Lleva en el aire un olor Verde-Tierno a sus ojos.
-Julio A lbornoz
<[email protected]>
Este sitio se vería mucho mejor con un browser que soporte estándares web, pero es asequible para cualquier dispositivo con navegador de Internet.
Calienta el sol entre la piel... Lleva en el aire un olor Verde-Tierno a sus ojos.
-Julio A lbornoz
<[email protected]>
Sobre la base de una violencia tan extrema como la de la Conquista, nada bueno puede surgir. Una violencia tan arraigada en la cultura latinoamericana que sólo podríamos salir de ella, superarla, con una vuelta a las raíces, con una vuelta a lo indígena, a ultranza. Una vuelta a lo nuestro. A lo propio.
Siento que la creación de “lo latinoamericano”, desde el cruce, desde el mestizaje, es constitutivamente violento, transido de patriarcado, transido de negación al otro, transido de odio.
Estamos en ese emocionar, en el emocionar de la Conquista, que ahora se vuelve emocionar capitalista.
Nuestras entrañas están metalizadas.
Seguimos aún resonando en las vibras propias de la Colonia, en las vibras de la moral heredada de los conquistadores. Hijos guachos aspirando a ser nobles, aspirando al reconocimiento del padre, a que la cultura patriarcal se rinda a los pies del guacho o la guacha. Para ello operamos a través de diversos caminos, uno de ellos es el de la profesión, uno de ellos es el del dolor. Uno de ellos es el del dinero...
Y yo hablo por mi herida, y yo contribuyo, y no quisiera, a agrandar todo este dolor cultural de la conquista. Contribuyo y no quisiera a profundizar nuestras heridas, a ulcerarlas, a hablar desde ellas como desde una atalaya que se constituyera en la quintaesencia de la mala clase...
Esa que no se transa, porque no se calla, porque ya tuvo que ofrendar demasiados pagos y el único kamino transitable que le queda es el de decirse, el de hablarse, el de abrirse como un huevo que desparrama su vitelo y lo deja secarse al sol para endurecer la eternidad, tal cual la clara se mezclaba con gravilla para construir los puentes de la Colonia...
Se habla desde la hidalguía de quien quiere ser patriota, hablan voces desde las luchas por apoderarse de estas tierras, desde el esfuerzo por territorializarse, hacerse uno con lo externo que niega al invasor una y mil veces, millones de veces.
Nunca podremos poblar esta tierra sin dolor, porque ella no se deja pisar sin evocar el gesto de lo sagrado. No podremos caminar en paz por esta tierra mientras carguemos el estigma del colonizador... Sólo de la mano del indio, sólo el gesto que hable desde el amor podría tal vez salvarnos.
Pero estamos lejos del amor, nuestras entrañas endurecidas por el metal, por la competencia, por el lucro, por el oropel, no nos dejan amar... Nuestros cuerpos ya no responden al roce, nuestros cuerpos ya no guardan tibieza sólo incuban gritos de ácido sulfúrico, sólo guardan gritos acallados, millones de lágrimas no vertidas de las mujeres que vieron cómo desgarraban la tierra, de mujeres que miraron cómo la sangre bañaba los campos de guerra.
No se puede habitar esta tierra desde la violencia. La tierra nos devuelve las voces acalladas, la tierra guarda la sangre vertida en la Conquista. Guarda el dolor de aquellos que murieron y no hay forma de reconciliar la Conquista.
Así como no hay forma de lavar la sangre vertida por la violencia política.
Hijos de la Conquista y más recientemente, hijos de las dictaduras, hijos del exilio, hijos de la cárcel, hijos de la tortura, aunque toda vez que estas palabras se pronuncian saben a letanía, saben a murmullo, a gesto guardado, a gesta enterrada.
-alejandra
<[email protected]>
(Un cuento sobre Bagdad)
Desde las copas de los árboles los pájaros sacuden su vigilia en direcciones contrarias.
En el mar se confunde el canto de sirenas con el grito de las bestias al parir sus desgarros.
Abajo, una pequeña casa sin patios ni jardines va acumulando sus ropas sucias con una sed desesperante.
Rash parece enloquecer ladrando al cielo sin saber qué ocurre, recostándose exhausto a un costado de la cama, jadeante de cansancio.
Entonces, se abrieron los fuegos.
Los hombres gritan y las mujeres lloran. Todo es confusión y terror.
Por un instante ya no hay más cantos, ni sirenas, ni nada. Rompe el estruendo. Los niños abrazan los vientres exclamando: ¡Mamá!
Es ahora cuando las mujeres gritan y son los hombres los que lloran. La naturaleza parece añorar su cordura.
Un olor penetrante e irreconocible ingresa por las pequeñas ventanas de madera.
Los ojos oscuros y rasgados de una mujer improvisan un cuento en el que los ángeles se enojan y pelean porque alguien se portó mal.
Todas las noches se repiten idénticas. Un desquicio de una y mil noches.
Viejas imágenes en forma de hongos se elevan hacia los infiernos, desde lo más negro e inflamable de los pensamientos humanos.
Por fin y con un gran esfuerzo, amanece.
Nahyra tiene siete años. Sus únicos juguetes son una muñeca hecha de trapo y papel, además de un pequeño castillito de arena junto a la puerta del fondo, al que cuida celosamente porque dice que ahí vive el alma de su papá.
El día transcurre recogiendo los restos de lo que falta. La puerta de la casa se abre y se cierra hasta el cansancio reconociendo y reconociéndose en el rostro desesperado de los vecinos.
Al caer la tarde Nahyra toma su muñeca y comienza a rezar junto a su familia, en tanto Rash observa inquieto todo aquello que se mueva un poco más allá del techo de la casa.
Ya es tarde y los presuntos ángeles nuevamente se enojan. Vuelven las sirenas.
En un instante, la luz lo abarca todo. El brillo sobre la casa se hace cada vez más incandescente y el ruido ensordecedor.
Aquellos ojos rasgados abrazan todo lo que pueden. Nahyra se ciñe a su muñeca como único refugio y la palabra Dios resuena en todos los idiomas. Rash con el rabo escondido busca cobijo en las polleras de su dueña.
El castillo y las arenas vuelan por los aires y con todas las almas. Ya no hay más puertas, ya no hay más fondo, ya no hay atrás. Sólo trapo y papel emanando humo, aferrados por un par de pequeñas manos inocentes.
Entre tanto en otro lugar de la ciudad, un olor penetrante e irreconocible ingresa por las pequeñas ventanas de madera. Allí vive Ahmed, que con sus escasos cinco años, comienza la noche rezando junto a los ojos oscuros y rasgados de su madre.
Muy cerca de él hay una pelota de goma con la que mañana, antes de partir hacia la escuela, anhela jugar por un rato con su gatito.
Aunque interrumpiéndolo todo, el resplandor del amanecer hoy parece haberse anticipado varias horas, más feroz y vertiginoso que nunca, precipitándose definitiva y rabiosamente esta noche sobre su casa.
-Alejandro César Alvarez
<[email protected]>
A Tavo y Helios
I
Manipular el tiempo a tu complacencia. Manipular el tiempo. Tal vez sería mejor esperar sentado en este banco. Tal vez.
Una gota cae desde mil pies de altura, ya sea de agua o de alguna otra cosa cayendo desde mil pies, decide por alguna razón no explicable, y que debe ser tomada como tal, por alguna razón, caer sobre una sección de periódico vespertino, caer sobre la sección de deportes.
“El bateador estrella de los Cachorros de Chicago, Sami Sosa, luego de ser públicamente descubierto usando un bate de corcho, ha tratado de enmendar esta humillación pública. En los últimos cuatro turnos, ha propinado dos vuelacercas”.
Esta gota pudo haber sido absorbida por el papel, pero tal cosa no ocurre y por iniciativa propia o arbitraria, rebota a la sección de Internacionales, donde se filtra hasta un soldado Estaunidense muerto en Afganistán, se desliza hasta farándula, quedando allí la gota de agua o de alguna otra cosa.
II
- El tiempo a la final no existe, realmente, tal vez sea yo quien carezca de algún indicio de existencia. Ocurrido esto, Manuel decide detenerse al borde del banco, titubea pensando si el deseo de lanzarse al piso es producido por lo que siente dentro de él, o es producto de alguna otra acción aislada, tal vez sea el temor a las palomas de la plaza.
“George Bush decide darle un ultimátum a Sadam Hussein; solo dos semanas tiene el jefe de estado irakí para deponer sus armas y abdicar”. Según el analista internacional Miguel Silva, la imposición del gringo frente al árabe, son simples pendejeras; estos dueños del mundo, tan poderosos y con tanto dinero, como aserrín en el cerebro, solo quieren jugar al “quítate tu pa’ ponerme yo”.
Mejor camino hacia la fuente, trato de cogerle algunas monedas aunque me puetee, no importa; bueno, sí importa. Se aproxima a la fuente, detalla bajo el resplandor verduzco, cierta poca cantidad de monedas, las toma y cierra los ojos.
Cotizadas estrellas se dieron cita en el festival de Cannes, esperando ser ganadoras en las nominaciones que han sido seleccionadas. Sobre la gran alfombra roja, van pasando palomas blancas y negras, todas aleteando sobre mis hombros. Me asustan. Al escuchar fuertes aleteos, decide dejar las monedas cayendo sobre sus pies.
Manuel, tratando de recoger las monedas, se enreda en sus pasos, cayendo tempestuosamente sobre suelo irakí, donde cientos de tropas de Marínes, esperan en la frontera, la orden de iniciar el ataque. La primera posible misión encargada, sería evitar que el ejército del Presidente Hussein, haga estallar los yacimientos petrolíferos.
III
Imagíneme a mí, Manuel Páez, provechoso hombre de sociedad, temiendo bajarme de un banco de plaza, robando monedas en gotas cayendo, al escuchar fuertes aleteos. Esto lo ha llevado a mejorar su average de bateo, pues a la final el tiempo no existe a la final.
Titubeo al intentar salir de la plaza, cuando resulto sentirme en medio de un desierto florido. Cuando han transcurrido varios minutos, casi es atropellado por un bus, cuando han transcurrido varios pasos. Al otro lado de la frontera, se divisan tropas irakíes preparándose para contener a los Marines. Comienza a creer Manuel, que ha sido sorprendido tomando las monedas.
Corro hasta el otro extremo del desierto florido, encontrándome de nuevo con el banco del principio. Han transcurrido varias horas.
Me putea la idea de intentar manipular el tiempo a tu complacencia. Manipular el tiempo. Tal vez sea mejor esperar sentado en este banco. Tal vez.
-Ernesto Caldarelli