El duque de las Islas Canarias¡Cantinero, sírvame una copa! ¡Cantinero, no se le olvide la copa! ¿Y saben una cosa? Yo fui el primer sorprendido cuando me enteré de que en realidad mi pasado no era español. Porque después de haberme recorrido media España en busca de mis ancestros y de preguntar tanto en Sevilla como en Madrid sobre el origen de mi apellido sin que nadie ¡óigase bien! me respondiese, resultó que no era español ni vasco ni catalán ni puta madre. Era un simple tercermundista tirado con honda de hule maya desde el lejano Nuevo Mundo. Pero la suerte me sonrió en el momento menos pensado. Cuando la oscuridad se cernía sobre mí abolengo descubrí, en una librería de antigüedades, el libro de heráldicas que tanto había buscado. Ahí estaba, en la esquina del olvido. Solo, abandonado y cubierto de polvo, Me acerqué a él intuyendo que en sus páginas estaba la respuesta que buscaba. Lo tomé y lo desempolvé con sumo cuidado. Me encomendé a todos los dioses habidos y por haber y empecé mi peregrinar por las amarillentas páginas del libro de los apellidos remotos hasta confirmar lo que ya sabía: no era español ni por decreto, pero había encontrado una nota en pequeñas letras que hacía mención al apellido Bethancour y lo ubicaba en un poblado fronterizo en el territorio francés. ¡Liberté, égalité, fraternité! Grité loco de alegría porque siempre había sido un admirador del general Charles De Gaulle y del centrocampista de la selección francesa Michel Platiní. Dejé el libro heráldico en su sitio y me fui en busca de una taberna con la clara intención de emborracharme hasta más no poder. Esa noche tragué Rioja de todos los colores, todos los aromas y todas las cosechas hasta desmemoriarme. Desperté con unas sondas metidas en las narices y con la cabeza remendada. ¡Vaya desmemoriada la que me había dado! Seguramente había armado un fiestón de esos de puta madre en la que la noche termina con una botella en plena cabeza y las sillas vuelan y la policía entra dando garrotazos a diestra y siniestra y las maldiciones del Santo Oficio le caen a uno por andar soñando con ser de donde no se es. O como muy sabiamente decía mi maestro de Antropología, don Alfonso Arrivillaga Cortés «Quien pierde los orígenes pierde la identidad» y exactamente ahora eso me está pasando. Me estoy desintegrando en lugar de integrando y tal y como va la cosa creo que no voy a terminar siendo ni chicha ni limonada, porque ya no sé bien si soy más campeón del mundo que torero, o si en lugar de emborracharme con vino tinto me debería poner hasta las cachas con champán. ¡Cantinero, qué putas pasó con la copa! Y me fui para el mentado pueblito con la alegría de un colegial en su primer día de escuela. De entrada había un aviso como de cinco metros con mi apellido anunciando el lugar. Llegué a la Alcaldía y para sorpresa mía el secretario hablaba también castellano porque era el fruto de un amor a primera vista entre un emigrante catalán y una francesita amante del flamenco y las sevillanas. Lo convencí de que me dejara echar un vistazo al libro de nacimientos por si aparecía el nombre de un bisabuelo o tatarabuelo que confirmara mi origen galo. Habían Bethancoures hasta para tirar y por un momento creí que todo el pueblo estaba habitado sólo por Bethancoures hasta que el secretario me aclaró que cada apellido tenía varios libros y que el Bethancour de más abolengo había sido el duque de las Islas Canarias. Don José Ignacio Bethancour de los Bethancoures, excelentísimo señor de las islas Canarias y media Francia. Y ahí sí ¡óiganme bien! sentí que la vida me había hecho una mala jugada colocándome, en el momento de mi nacimiento, en el otro lado del charco, si yo no tenía nada de indio, negro, criollo, mestizo, o como quiera que se le llame a ese montón de emigrantes que huyendo del hambre que azotaba sus tierras se toparon, más por casualidad que por cálculo, con la América de las papayas, las sandías, las chirimoyas, las piñas, los aguacates, los limones, los plátanos, los mangos, los jocotes, las guanabas, las granadillas, los melones, y toda esa inmensa riqueza de frutas que los alucinados navegantes confundieron con uno de los ansiados tesoros de las Indias Orientales. Pero como bien dice el refrán «Dios tarda pero no olvida» y ahora sí, señores y señoras, puedo gritar a los cuatro vientos que soy, aunque a muchos les duela y a otros no les guste, francés de pura cepa; aristócrata por herencia y no por Golpe de Estado. Campeón del Mundo 1998. ¡Viva la Revolución Francesa! ¡Cantinero, compatriota mío, tráigame una botella de champán que vamos a celebrar juntos este reencuentro con mi pasado! Y entre copa y copa Jordi me contó que el apellido Bethancour, ciertamente tenía su origen en suelo francés, pero que también formaba parte de la historia de España porque era innegable que con tantas guerras y posteriores migraciones los apellidos habían estado un día aquí y otro allá dependiendo de las derrotas y los triunfos de los cruzados de la época. Y que tampoco había que olvidarse que tanto los apellidos de uno y otro bando habían viajado al continente americano en un viaje, más que todo, de ida porque, en la mayoría de los casos, sus poseedores ya no retornaron al suelo patrio. En fin que después de varias botellas de champán, cava, vino tinto y uno que otro whiskazo terminamos durmiendo en la pequeña concha acústica del pueblo borrachos de cabo a rabo. Y fue hasta el amanecer siguiente que descubrimos que habíamos dormitado y vomitado justamente en los pies de la estatua del conde de las Islas Canarias, que miraba en dirección al océano en busca de las islas perdidas. Desayunamos bien entrada la mañana un caldo de mariscos que según dijo Jordi es conocido en la región con el nombre de «levantamuertos» y después de servirnos uno que otro traguito para terminar de celebrar nuestra amistad nos despedimos con un fuerte abrazo. Atravesé la campiña francesa reflexionado sobre el origen de mi apellido y después de darle vueltas al asunto concluí que no vale la pena buscarle tres pies al gato cuando en realidad uno es el resultado de un mosaico de diferencias que suman, enriquecen, y corren por las venas en forma de corridos mexicanos; de mercados repletos de frutas frescas en la Guatemala de los volcanes; de las tortillas de maíz con chicharrón de El Salvador; de las playas de arena blanca y ritmos africanos de Honduras; de las montañas de Sandino en Nicaragua; de la exuberante fauna y flora de Costa Rica; del internacional canal de Panamá; del vallenato colombiano; de las bellezas venezolanas de sangre caliente; de la conocida hospitalidad de los ecuatorianos; del sonido melancólico de las cumbres bolivianas; del estruendoso carnaval brasilero; de los vientos musicales de los Andes; del ir y venir del tango argentino; del canto inmortal del chileno Víctor Jara; del sonido dulce de las arpas paraguayas; del rumor de los ríos uruguayos; de la magia del son cubano; del suave vaivén de las olas de la República dominicana; del bamboleo de las palmeras haitianas; de la música alegre de Puerto Rico; de los tambores de Trinidad & Tobago; de las noches estrelladas de Jamaica; de los atardeceres de las Bahamas; del canto de los pájaros en las Guyanas; del calor y el agua de coco de Curaçao. Total, americano y mestizo de cuerpo entero con el sueño de Bolívar más adentro que afuera. Al llegar a la frontera entre España y Francia me metí en el primer bar que encontré a celebrar mi latinoamericanidad con una buena botella de ron de caña de azúcar y un buen cebichazo de camarones. Me senté mirando el azul celeste del Mediterráneo y grité a todo pulmón. ¡Cantinero sírvame una copa !
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