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Primero se acaban las nubes que velan el mar del norte, después se acaba el mar, en un frío retrato sin olas. Luego están los ladrillos de alabastro delineados perfectamente con agua y asfalto. Jugamos a perseguir el reflejo del sol en lagos, ríos y canales. Se empiezan a distinguir las industrias, grandes galpones de techos nevados, espacios blancos que quizás sean árboles. Un tren, un insignificante gusano amarillo que no devendrá mariposa. Una autopista: primero los camiones, luego los carros. Al fondo está Schipol, aviones detenidos, aviones en movimiento, algún trabajador abrigado cabalga una grúa y fabrica nubes con la boca. La maleza se individualiza, las líneas de la pista se acercan irregulares, los alerones tiemblan, la nieve deja ver algo de la tierra que yace. Mi sonrisa la interrumpe el sobrecargo dándome la bienvenida a mi soledad.

-O.

   




Acuérdate

- Tu me recuerdas. ¡Sí! cuando niño, con mi camisa blanca recién planchada después de un baño de almidón ligero, con mis pantalones cortos de peto y tirantes cruzados en la espalda, siempre siguiendo las enaguas de encajes almidonados de la Señorita Nina Alarcón. Siempre caminando tras sus enaguas, si no es que agarrado de ellas. Al caminar hacían un fru, fru suave, compasado del taconeo de sus tacones de plata maciza, ya que ella había resuelto el dilema de un camino de plata por un caminar de plata hacia la iglesia, a misa de las diez de la mañana.

Acuérdate de mí, su delfín. Siempre pegado a las enaguas de Nina Alarcón, de tez blanca cual flor de magnolia, quien con la cabeza cubierta de su mantilla sevillana, caminaba muy erguida, segura de su nobleza y educación en estos paramos de inhóspitos montes y tozudos montañeses.

Nina Alarcón que no hubiera jamás usado un mantel que no fuera de lino blanco rebordado para que le sirvieran, después de misa, su chocolate con pan de bizcocho recién horneado y los polvorones de almendras que hacían las delicias del Señor Obispo en sus periódicas visitas desde Chilapa.

¡Sí! Acuérdate de Nina Alarcón, mi madrina, que enjuagaba sus sabanas en agua de toronjil para después guardarlas celosamente en su armario de triple cerradura, entre saches de pétalos de rosas y romero.

Nina Alarcón, que con el paso de los años cambió el mantón de Manila de mil colores por el austero rebozo de seda negra de Aguascalientes. Eran muchas las querencias de familiares y amistades que se le adelantaron en el camino de esta su vida de Condesa Serrana, de boatos al atardecer, saraos nocturnos de poesía, de faldas de suave seda que vibran cual olas en el remanso de una playa, de agua de tamarindos traídos de la Costa en recua de mulas cargadas de sal de la salinera de San Jerónimo, de pescado seco de Coyuca, de cuchillerías de Oaxaca, encontrándose en Tixtla con los arrieros venidos de Puebla y Veracruz con sus novedades traídas de Europa. ¡Tixtla! ciudad mágica de cruces de caminos. ¡Sierra Madre! Oriental o Occidental, llena de dádivas eres... Nina Alarcón, musa de corridos con sus largas trenzas rojizas cual madera de caoba, adornadas de un hilo de perlas de río que sabiamente torzadas por la nana Dionisia, semejaban una corona de Emperatriz de los lares de las águ

¿Ahora sí nos recuerdas? Nina Alarcón con su paso templado en la dignidad de saberse única, caminando hacia misa de diez de la mañana con su delfín encarcelado en almidones y botines rechinantes, pegado a sus enaguas de seda frufruceantes.

¡Acuérdate!