Sobre "Los Riberas", de Mario Briceño Iragorry
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Independencia
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Simón Bolívar
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= | Energúmeno a caballo quien, espada en mano, "desinfectó" de realistas el continente |
Venezuela petrolera
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= | Pozo maravilloso que estalló para llenarnos de dólares y felicidad |
No es, evidentemente, una historia de hombres. El Bolívar terminator es un superhéroe.
No es la historia de los vampiros de poder. No es la narración de los adulones que les acompañaron. Menos aún es el inventario de los que fueron simples peones de grandes partidas que colocaron y quitaron gobiernos, ideales, doctrinas, próceres. No es la historia de los caudillos. No genera aprendizaje.
En mi concepto, una frase es un lugar común cuando se ha gastado su significado pero si ese significado no sólo está allí sino que nos atormenta, nos acecha, no se puede dudar de la vigencia del contenido. Y así pasa con esta idea: "Venezuela ha vivido a la sombra de caudillos".
Bastan pocos grados de educación primaria y un somero recorrido a la vida práctica de la política de Venezuela para concluir lo mismo. Está allí, lo leemos, nos lo cuentan, los artículos de opinión lo repiten, a algunos de nosotros alguien nos mencionó que existía un libro donde Laureano Vallenilla Lanz reflexionaba acerca de esa situación, pero parece que en el lado de la historia y la teoría no logramos cumplir con la superación de esta lección que nos prela un verdadero progreso.
De esta manera, para cambiar el enfoque, deseo dedicar esta columna a un libro que, desde el lado de la ficción, analiza el problema.
En "Los Riberas", Mario Briceño Iragorry no nos habla de cualquier caudillo sino de Juan Vicente Gómez quien tuvo como uno de sus mayores méritos "acabar con los caudillos regionales" (nos cuenta la historia oficial) pero al precio de tener que soportarlo a él como el caudillo de los caudillos.
Alfonso Ribera viene de Los Andes a Caracas para unirse a su familia, encabezada por su padre Vicente Ribera quien diez años antes ha comprendido que la relación del potencial de beneficios a ser obtenidos de un caudillo es inversamente proporcional a la distancia que lo separa del personaje.
Para el rural Alfonso, el poder es sólo dinero. Pero cuando llega a Caracas su padre le enseña: poder es que el caudillo lo reciba a uno sin mayores preámbulos; saber cuándo, desde su adorado Maracay, llega el caudillo al hipódromo de "El paraíso" para ir a adularle; tener claro que la amistad con personajes como Victorino Márquez Bustillos se mantiene mientras sea una influencia sobre el caudillo y luego se desecha; comprender que los privilegios que se obtienen de un régimen de este tipo dependen de una evaluación continua que hacen el caudillo y sus lugartenientes porque dichos privilegios son inestables y pueden ser transferidos a un nuevo adulón que cumpla con mayor ímpetu su función.
Y Alfonso Ribera, hacia la mitad de la novela, ha absorbido todo este conocimiento, no necesita de su padre para llegar a Gómez, sabe evitar a los que han perdido el favor de "Las delicias" y despreciar a quienes se oponen a un régimen que a él le ha proporcionado cantidades de dinero y comodidades que no podía soñar cuando su familia lo había dejado solo en Mérida a cuidar tierras.
Briceño Iragorry lleva esa trama, la anécdota pero, sin rubores, se detiene cuando el historiador es necesario para romper momentáneamente el sueño ficcional y explicarnos por qué la casa de "Las delicias", palacio de gobierno de facto, estaba rodeado de pedigüeños esperando alguna gracia del Benemérito; cómo la Iglesia a veces ha cedido al poder; la forma como el régimen de Gómez se rodeó de intelectuales; el desproporcionado peso que tenía un grillete cuando se llevaba por razones políticas; qué hacían los venezolanos en Curazao en la nostalgia del exilio; por qué el ideal de cambio necesita no buenas intenciones sino hombres con sensibilidad y formación intelectual. Ese es el tesoro de la novela.
Porque la manera que he encontrado más adecuada de leer el texto ha sido la más cruel: Los Riberas nunca existieron, si lo hicieron tal vez hoy no existan como familia particular; pero esa Venezuela que los rodeaba a principios del siglo XX, herida, pervertida, sigue aquí. Y cada uno de nosotros, como en un nuevo montaje de una pieza teatral clásica, nos adaptamos al rol que más nos convenga. Algunos descaradamente como Vicente, el viejo o Alfonso Ribera, respondiendo al exacerbado morbo del poder. Otros como Vicente Ribera, hijo de Alfonso, buscando un cambio, que no quede en nombres, consignas y demás palabrerías sino que lleve a la transformación profunda que permita decir: hemos aprendido la lección, que venga la siguiente.
"No hay memoria para nada en Venezuela" dice uno de los personajes de la novela, como si nos advirtiera, al igual que Nietzsche, acerca de las "originalidades basadas en el olvido". Nos llama a cuestionarnos lo que asumimos sin restricciones, a reflexionar, a repensarnos. A considerar que no importa cuántos juguetes electrónicos conozcamos y poseamos no hay progreso allí. A sentir que si queremos avanzar será indispensable comprender, con toda la crudeza y realismo, dónde y por qué nos hemos quedado atascados, nosotros, los hombres de este país; para poder sentarnos luego y escribir con el menor sesgo posible una Historia de los hombres que han vivido en Venezuela, una Historia útil para los hombres que vivirán en este país.
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