Atmosphère! Atmosphère!

-Daniel Pratt
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Comiendo mi primera crêpe del viaje en la rue St-Denis, después de hacerme entender con mi pésimo francés, decidí que tenía que aprovechar esa semana para conocer un París con menos turistas. En el mapa, ese hilo azul que provenía del norte para luego ocultarse y reaparecer integrándose a la curva del Sena, fue un claro primer objetivo.

Desayuné rodeado de ruidosos adolescentes nórdicos: un plato de yogurt, corn-flakes y chocolate. Me robé una manzana al salir, la gigantesca morena (bien podía llamarse Matilde) que cuidaba y distribuía los alimentos, casi sonrió por primera vez en su vida. Salí del BBJ un martes a las nueve. Línea 1 hasta Nation, línea 2 hasta Jaurés. Ver hacia el interior de los apartamentos, esa sensación de sobrevolar los bulevares, la curva frente al Bassin de la Villette y descender para salir del metro a la calle, hacen de ese tramo elevado Colonel Fabien-Barbès Rochechouart, un favorito instantáneo.

Me senté en la plaza que marca el comienzo (o el final) del Bassin de la Villette. Detrás, una fuente que delata la época en la que fue construida la plaza. Frente a mis pies, un estanque largo, inmenso, flanqueado por edificios residenciales, postmodernos e impecables, que en cierta forma preservan el estilo industrial de las fábricas que reemplazaron.

Junto a la plaza, la primera compuerta y un pescador en shorts caqui, esperé a una barcaza con turistas que se aproximaba lentamente. Después de un rato, se activó el mecanismo y una masiva cantidad de agua verde llenó en avalancha la primera sección del canal Saint Martin.

Hacía un poco de calor, los árboles alineados en el Quai de Jemmapes fueron bien recibidos. No estaba preparado para un París apacible, un canal sin malos olores, cruzado por puentes peatonales y ciudadanos paseando a sus perros en cámara lenta, contemplando la paz absoluta de lo que fue un barrio obrero. Crucé hacia la otra orilla, el Quai de Valmy, sólo porque compartía el nombre con una muchacha simpática de cabello negro y cara redonda. Me asomé en la Rue Luis Blanc, atraído por la fachada del Tribunal Industrial de París, curva de granito y vidrio.

Volví al Quai de Jemmapes, en el 134 me encontré con unas nubes y un edificio de ladrillos directo del siglo XIX, el único industrial que vi, quizás el único que queda a lo largo del canal. El 126 es un ancianato modernista con arcos monumentales. El 112, una residencia Art-Deco con balcones de acero y fachada de azulejos.

Una gabarra se aproximaba. Me senté frente a la tercera compuerta del canal, intercambiando con los navegantes miradas incómodas que se transformaron en medias sonrisas. El borde del bote descendió, de mis pies, a dos metros por debajo. La embarcación reanudó su lenta y corta travesía. Los parisinos continuaron paseando a sus perros.


Comenzó a lloviznar. Sabía, lecturas desordenadas mediante, que el Hôpital St-Louis estaba por allí, cerca de la primera curva del canal; así que me interné por la rue de la Grange aux Belles, después de pasar por la fachada del Hôtel du Nord, el mismo de la película homónima de Marcel Carné, retrato de un 10mo distrito proletario. El hotel parece haber cerrado hace siglos, sólo queda un restaurante en la planta baja. Encontré lo que buscaba luego de una larga pared de ladrillos. El Hôpital St-Louis fue comisionado por Henri IV a comienzos de 1600 para cuidar a las víctimas de la plaga. Vale la pena pasar por el gigantesco arco de piedra para ver como el sol vuelve a salir en las flores del jardín.

Me enteré después que en ese cruce entre la rue de la Grange y el Quai de Jemmapes, estuvieron hasta mediados del siglo XVII las horcas de Montfaucon, uno de los principales lugares de ejecución del París medieval.


Bajo el verdor de los árboles del Quai de Jemmapes casi todo era perfecto, faltaban las llaves de un apartamento cercano compartido con ella, faltaban pájaros y esas chicharras que en el trópico hacen más pesada la modorra del mediodía.

Último puente hacia el Quai de Valmy, en la esquina con la rue Léon Jouhaux, punto aventajado para ver como el canal St-Martin desaparece bajo las calles, a través de un arco de piedra.

Seguí el curso del canal en la superficie, caminando por la plaza Frédéric Lemaître, hasta encontrarme con la familiar Rue du Temple. Hacia la derecha, un bullicioso concierto al aire libre me devolvió a la ciudad en la que había estado hasta esa mañana. Cambié el paso para perderme, apresurado y citadino, entre brincos, cueros y piercings, en la Place de la Republique.