Un año de estos, correteando por el centro, veo desde lejos a mi padre. Lunean sus canas. Nada de raro tendría, de no ser porque mi padre falleció, día más, día menos, hace largo tiempo ya, en esta misma ciudad. Ni él ni yo creemos en fantasmas.
Difunto padre mira el atardecer, mira algún remoto punto a caballo entre soles y penumbra. Luego, como de pasa-da, alude a sus quebrantos, esa quemazón que, en cierto sen-tido, lo cadaverizó en vida, si no corporalmente, sí al menos volviendo su espíritu antesala de carroñas, de suerte que des-de aquel día cero devino vaga sombra de lentos pero inexorab-les torbellinos, remolino en torno a una tumba que él presentía abierta, esperando que, por su propio peso, por el azar, por el invencible tiempo u otras circunstancias, tal sombra reen-contrase los úteros de la tierra, en una especie de nacimiento inverso remontando fangos y raíces, llamas y piedras, espacios infinitos. Evoca también a mi madre, menos tiempo ha dormido entre sombras, recién vuelta a su lado y al sueño de los ante-pasados, por idéntica oscuridad y torbellino y seno materno y paliduzca tierra.
Difunto padre no oye mis preguntas. En este tenso silencio de la melancópolis, carecemos de sonidos que respondan, que imiten o permitan suponer respuesta alguna. Acaso tampoco haya preguntas; todo transcurre en un diá1ogo de sor-domudos, inaudible griterío bajo esta selva de pie-dras que ha vaciado las palabras hasta volverlas inexistentes.
Difunto padre inquiere si he sentado cabeza, si he encontrado la paz, una aceptable imitación de ella cuando me-nos. Que casi, casi, contesta su primogénito; existe una mu-chacha bella, increíblemente bella; se piensa podría detener al paisaje; en efecto, cuando entra en los ojos, queda inmóvil el paisaje; y, frenada la fuga de sonidos y coli-nas, queda inmóvil el tiempo. Resumiendo, se busca, se ama, se engendra descendencia, se escribe; en líneas generales, con muchos altibajos y contra todo pronóstico, él y ella han aprendido a convivir: un común silencio, más hecho de ausen-cias, resignaciones y disimulos que de instantes compartidos; más hecho de abandonos que de palpitación.
El hombre mira a su hijo; acaso ni lo mira, ni lo ve siquiera; y el poeta prosigue así arrastrando el estigma de quien cree ser visto y mirado, de quien supone que un ojo centinela vela sus pasos con sombría indiferencia y so-lícito amor, presto a dejar que el cachorro ensaye todos sus recursos, presto sobre todo al escudo protector si las fuer-zas del velado no son adecuadas, si alguna jugarreta del azar desmantela todo recurso, toda previsión, cuando en ver-dad ese ojo hipotético siglos ha se apagó, si es que en algún momento vigilaba, si es que alguna vez hubo en verdad un ojo avizor, su imagen cuando menos, en estos ásperos páramos. Después dice: lo insólito no es que dos seres puedan, más o menos, convivir. Lo insólito es que dos seres, los que sean, encuentren durante toda su existencia y las sombras subsiguientes, una sola brizna de entendimiento; que puedan engendrar un ademán, un vocablo, un silencio capaz de enla-zarlos a través de estos espacios infinitos. Mírame, mira a tu madre: veinte años de ausencia y una eternidad juntos; pero el vacío todavía reina entre nosotros