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Kilómetro Cero
Agradecí la frialdad germana, que fabrica trenes en los que uno no es molestado y duerme como un plomo hasta su destino, especialmente después de esa última semana que habíamos pasado juntos, necesitaba entumecerme y tratar de no pensar en ella. Me desperté en Munich a las seis de la mañana. Desayuné un croissant en el piso de la estación frente a una pantalla gigante, sintonizada en Euronews en alemán. Protestas, protestas, protestas, bombardeos a setecientos kilómetros y protestas.
Llegué a París a las 4 de la tarde. Desde la Gare de lEst, entre policías persiguiendo africanos con subametralladoras y con mi peor francés, conseguí por teléfono una habitación en uno de los BVJ (Bureau des Voyages de la Jeunesse). Utilicé un ticket de metro que me había sobrado de mi viaje de negocios a París hacía dos meses. Siguiendo las indicaciones que me dieron por teléfono, me bajé en Palais Royale y caminé hasta el hostel. El BVJ (20, rue Jean Jacques Rousseau. Tel: 00 33 01 53 00 90 90) tiene una ubicación y un precio impensable. A sólo una cuadra del Louvre, en el centro geográfico de París, este hostel de habitaciones compartidas cobra sólo 20$ la noche con desayuno incluido, una rareza en la ribera derecha del Sena. Después de dejar mi morral al descubierto junto a tres desconocidos en un cuarto con vista al Pompidou y pasar por un cajero automático para reabastecerme, fui a reconocer París. Junio de ese año no había bastado. Al volver a Caracas me había dado cuenta, como siempre sucede, de que obvié un montón de sitios y repetí otros. No quería volver a cometer esa imprudencia.
A mi alrededor, la gente bella estaba sentada en los cafés. Me sentí tan distante al ver a los turistas sonreír maravillados de estar gastando en Paris el doble por un bistec con papas. Sin embargo, también me eran distantes los parisinos que sonreían igual y pagaban el mismo sobreprecio. Me identifico con aquellos que pescan en los canales, con los treintañeros paseando por el borde del Sena, con las parejas de ancianos leyendo el periódico juntos en una plaza con palomas. En la plaza, diez o quince personas escribían en pequeñas libretas ¿Que dirían? ¿Cómo los influenció la ciudad? Quizás sea un cliché escribir en una plaza parisina o quizás Paris este llena de espíritus que mueven lápices escribientes, fuerzas invisibles que comandan cabezas, hombros, codos y manos. Estaba rodeado de poetas, miles de poetas. Gente con facilidad para escribir poesía, que escribe poesía en los puentes y que vomita poesía cada vez que ve a una mujer repulsivamente bella. Yo en cambio, estaba pariéndola allí en una libreta malvenida. ¿Pero, de qué se trata Paris sino de eso? Eso y los orientales llenando cabinas telefónicas a las 8 de la mañana para llamar a casa. Eso y los ejecutivos en corbata leyendo el periódico con los pies montados en el borde de una fuente mientras dan las nueve.
Paseé un rato más por Saint Michel, casi corriendo, atormentado por la carencia y una pregunta recurrente: "¿Y hay gente que vive aquí? ¿En el mismo sitio que Henry Miller, Hemingway, Marie Curie, Víctor Hugo, Bolívar?. Eran las siete y atardecía, decidí regresar. Compré una baguette, queso de cabra y un medio de leche en la rue Dauphine y fui a sentarme en la punta de la Place du Vert-Galant, con el Sena separándose entre mis piernas. A mi lado, una pareja, el novio durmiendo en las piernas de ella mientras los aviones marcaban tres huellas delebles en el anaranjado azul violeta de la tarde de verano.
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