Kilómetro Cero

-Daniel Pratt


Siempre son hermosas las ciudades en las que se ha amado.
Elmer Szabó


Nos despedimos brevemente, casi en silencio, en un Südbanhof trasnochado y taciturno. Partimos con Praga, Viena y Budapest a cuestas, ella de vuelta a Italia y yo rumbo a París, primero en un tranvía rojiblanco a Westbanhof y luego en un tren de la Deutsche Bahn a Munich.

Agradecí la frialdad germana, que fabrica trenes en los que uno no es molestado y duerme como un plomo hasta su destino, especialmente después de esa última semana que habíamos pasado juntos, necesitaba entumecerme y tratar de no pensar en ella.

Me desperté en Munich a las seis de la mañana. Desayuné un croissant en el piso de la estación frente a una pantalla gigante, sintonizada en Euronews en alemán. Protestas, protestas, protestas, bombardeos a setecientos kilómetros y protestas.

Luego de pasar junto a la catedral con la espira más alta del mundo (el Münster en Ulm) y una parada en ciudad-Mercedes (Stuttgart), el tren se detuvo cerca de la frontera con Francia. Cada vez que estoy en un tren que se detiene a mitad de camino, no puedo evitar pensar que es en esos momentos en los que ocurren los más terribles accidentes. Los vagones permanecieron inmóviles diez, quince, veinte minutos, media hora. Cuando no podía soportar más el ruido en mi cabeza del metal desgarrándose mientras todos moríamos entre gritos, el estruendo de un tren pasó junto a nosotros a ciento cincuenta kilómetros por hora, batiendo las ventanas.

Llegué a París a las 4 de la tarde. Desde la Gare de l’Est, entre policías persiguiendo africanos con subametralladoras y con mi peor francés, conseguí por teléfono una habitación en uno de los BVJ (Bureau des Voyages de la Jeunesse). Utilicé un ticket de metro que me había sobrado de mi viaje de negocios a París hacía dos meses. Siguiendo las indicaciones que me dieron por teléfono, me bajé en Palais Royale y caminé hasta el hostel. El BVJ (20, rue Jean Jacques Rousseau. Tel: 00 33 01 53 00 90 90) tiene una ubicación y un precio impensable. A sólo una cuadra del Louvre, en el centro geográfico de París, este hostel de habitaciones compartidas cobra sólo 20$ la noche con desayuno incluido, una rareza en la ribera derecha del Sena.

Después de dejar mi morral al descubierto junto a tres desconocidos en un cuarto con vista al Pompidou y pasar por un cajero automático para reabastecerme, fui a reconocer París. Junio de ese año no había bastado. Al volver a Caracas me había dado cuenta, como siempre sucede, de que obvié un montón de sitios y repetí otros. No quería volver a cometer esa imprudencia.

Sin embargo, a pesar del prospecto de tener toda la ciudad y una semana para explorarla, estaba viviendo aún esas horas dolorosas que siguen a una despedida, su recuerdo, la violencia emocional de nuestros encuentros y desencuentros, las vivencias casi imposibles y el peso de las ciudades que habíamos visitado en las últimas semanas me persiguieron por las Tullerías.

Crucé el Pont Neuf y caminé hasta la place Viviani. Cuando me senté, Notre Dame me dio la bienvenida por encima de los árboles. Me quedé viéndola, impresionado por el hecho de que Notre Dame no me impresionara, sino que me pareciese familiar.

A mi alrededor, la gente bella estaba sentada en los cafés. Me sentí tan distante al ver a los turistas sonreír maravillados de estar gastando en Paris el doble por un bistec con papas. Sin embargo, también me eran distantes los parisinos que sonreían igual y pagaban el mismo sobreprecio. Me identifico con aquellos que pescan en los canales, con los treintañeros paseando por el borde del Sena, con las parejas de ancianos leyendo el periódico juntos en una plaza con palomas.

En la plaza, diez o quince personas escribían en pequeñas libretas ¿Que dirían? ¿Cómo los influenció la ciudad? Quizás sea un cliché escribir en una plaza parisina o quizás Paris este llena de espíritus que mueven lápices escribientes, fuerzas invisibles que comandan cabezas, hombros, codos y manos. Estaba rodeado de poetas, miles de poetas. Gente con facilidad para escribir poesía, que escribe poesía en los puentes y que vomita poesía cada vez que ve a una mujer repulsivamente bella. Yo en cambio, estaba pariéndola allí en una libreta malvenida.

¿Pero, de qué se trata Paris sino de eso? Eso y los orientales llenando cabinas telefónicas a las 8 de la mañana para llamar a casa. Eso y los ejecutivos en corbata leyendo el periódico con los pies montados en el borde de una fuente mientras dan las nueve.

Me incorporé y fui directo a pararme en el círculo que marca el Kilometre Zéro, punto inicial de todas las medidas de distancia en Francia. Caminé de regreso a la ribera izquierda y entré en Shakespeare & Co (37 Rue de la Bûcherie), la caótica librería anglosajona. No pude resistir la tentación de comprar un libro para que fuese estampado con el sello de “Shakespeare and Company, Kilometre Zéro Paris”. Caminando después por la estrechísima rue de la Huchette, entre árabes invitándome a comer en su local, pensé que no era tan malo ese asunto del expatriado que extraña a una mujer en Paris.

Paseé un rato más por Saint Michel, casi corriendo, atormentado por la carencia y una pregunta recurrente: "¿Y hay gente que vive aquí? ¿En el mismo sitio que Henry Miller, Hemingway, Marie Curie, Víctor Hugo, Bolívar?”. Eran las siete y atardecía, decidí regresar. Compré una baguette, queso de cabra y un medio de leche en la rue Dauphine y fui a sentarme en la punta de la Place du Vert-Galant, con el Sena separándose entre mis piernas. A mi lado, una pareja, el novio durmiendo en las piernas de ella mientras los aviones marcaban tres huellas delebles en el anaranjado azul violeta de la tarde de verano.

En el instante en que abrí mi baguette con las manos, se me quitó el azogue y no quise estar apurado más nunca. ¿Por qué se estaba perdiendo ese atardecer rosa perfecto? Ese vaivén de uniones y separaciones había sido agotador, quería sencillamente permanecer juntos, solos y en silencio. Un Bâteaux mouche pasó por debajo de mi pie izquierdo y comenzaron a encenderse las luces de la ciudad.