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Sobre dioses y abismos

A Lennis Rojas, a partir de una conversación
sostenida un sábado a las nueve de la mañana.



-Héctor Torres
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    ¿TENDRÍA SIETE AÑOS?, ¿nueve? No lo sé, el tiempo del recuerdo es veleidoso e impreciso. Creo ubicar el instante cerca de aquella época en que me obligaron a asistir, disfrazado como un novio eclesiástico enano de vela y catecismo, a esa aburrida ceremonia que iniciaba mi proceso de adoctrinamiento religioso.

    Asistí a ese proceso sin mayor convicción. Ahora que lo pienso, me parece obvio; ningún niño ha sido tan derrotado como para necesitar de brazos redentores, ni sospecha aún que ese recorrido por el que transitará, de tan largo que abruma, conduce indefectiblemente al cementerio. A esa edad, el camino se ve tan largo y la vista es tan infinitamente corta, que la muerte suele adoptar la forma de una reunión familiar en una aburrida sala de fiestas coronada por una caja de madera sobre la cual los adultos se asoman para al final comentar “quedó igualito”.

    Era la época en que iniciamos el proceso de adoctrinamiento católico. Un proceso cuyos dogmas son tan absolutistas, tan totalitarios, tan soberbios en su seguridad y tan cargados de desprecio por la curiosidad infantil, que atentan severamente contra la eficacia de sus argumentos. En el principio la tierra estaba desordenada y vacía y Dios Padre, en sólo siete días, labró hasta la piedra que cientos de miles de años después yo lanzaría dentro del abismal pozo del Cura, allá en las recónditas montañas que llegan al litoral central. Padre, Hijo y Espíritu Santo son una y la misma persona. Nuestros ancestrales parientes, Adán y Eva, se dieron tan vigorosa felicidad que lograron poblar la tierra toda, pero lo hicieron después de la expulsión, razón por la cual nacemos pecadores y debemos buscar la salvación. María alumbró al salvador del mundo, siendo virgen (luego de tan monumental hazaña jamás logró sentir interés por los mecanismos de procreación). Dios Hombre pateó los polvorientos caminos de la paradójicamente llamada Tierra Santa advirtiéndole a sus semejantes que debían seguirlo pues él era el Salvador, y previsiblemente aquellos, que escuchaban afirmaciones similares de uno de cada tres peregrinos, lo tomaron por un lunático más, ocasionando con ello su perdición definitiva. Dios Hombre murió y resucitó al tercer día para desaparecer de entre nosotros, y aparecer sentado a la diestra de Dios Padre, observando desde allí nuestros actos, y reprobando con gravedad que siquiera pensemos en llevarnos las manos a nuestros genitales con fines inconfesables. Amén.


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    Tendría siete, nueve años. Era de noche y la televisión ofrecía una anónima película dominical. Desde esa confundida inocencia seguí el argumento con una mezcla de deleite y espanto. La cinta se llamaba El Manitú. Una joven y atractiva mujer, una como miles de jóvenes y atractivas mujeres que pagan sus impuestos y profesan una diamantina fe en el sistema judicial y en la ciencia médica, acude a una clínica porque acusa una pequeña molestia en la espalda. El asunto se complica y, sin haberse propuesto emular a Gregorio Samsa, médicos, familiares y paciente misma asisten al horroroso espectáculo de ver la pequeña molestia convertirse paulatinamente en monstruosa malformación trepada a su espalda, semejando un lomudo embarazo.

    La previsible trama de angustia y horror desemboca en un punto en que los médicos se confiesan desbordados por el fenómeno y se resignan a dejar la delicada situación en manos de un chamán (¿sioux, cheyenne, cherokee?) el cual determina que la mujer estaba poseída por el manitú del mal.

    Todas las cosas que pueblan la tierra poseen manitú. Así, hay manitú del agua, manitú de las piedras, manitú de la brisa de primavera que corretea por las praderas silvestres, manitú de las gotas de rocío que se empozan en las hojas de las gigantescas sekouyas, manitú que galopa por las venas del que recuerda y desea, observando en silencio el rojo atardecer que incendia las montañas. En cada animal habita un manitú. Por eso, el hombre (que respeta el aliento común que respiran todos los seres de la tierra porque envenenarlo supone suicidarse) convive en paz con todos sus vecinos, y sólo toma lo que necesita. Contravenir esas sencillas normas naturales despierta a los dormidos manitús de la justa ira, de la indignación, los que darán forma a malignos manitús que se posesionarán de un sujeto cualquiera, escogido al azar entre cualquiera de los miembros de la especie infractora, para convertir su vehículo físico en instrumento de despiadada venganza.

    Esos argumentos, escuchados a los siete, nueve años, resultaron mucho más impactantes, más demoledores, que la historia de aquel hombre viejo al cual un ángel le advirtió en sueños que su joven y hermosa mujer (esa misma cuyos pudores él no quiso violentar insistiendo en sus requerimientos amorosos) había sido escogida por el Dios Padre para ser fecundada por el Dios Espíritu Santo con el fin de alumbrar al tercer componente del triunvirato divino: el Dios Hijo. Luego de este engorroso procedimiento, los tres pasarían a ser uno y gobernarían sobre la tierra, no sin antes adscribirse a la cláusula del libre albedrío, es decir: gobiernarían sin gobernar.


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    El conquistador por cuidar su conquista se transforma en esclavo de lo que conquistó. Tan ambiciosa fue la expansión militar del imperio romano que los habitantes de los confines más remotos de las tierras conquistadas se vieron seducidos por ver con sus propios ojos la sede de ese poderoso y lejano imperio. Fue así como esa ciudad, en su momento de mayor esplendor, contabilizó más de un millón de habitantes, la mayoría de ellos extranjeros que luego se irían sumando a las creencias de aquella secta proscrita que se identificaba con un pez. Estamos hablando de los primeros años de nuestra era.


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    Por lógica electoral, por razonamiento de estadista, con el fin de unificar las religiones, Constantino instituyó la Iglesia Católica. Esa misma institución, heredera en sus extensiones y procedimientos del vasto imperio romano, consideró prudente hacerse de la exclusividad de todo el conocimiento de entonces, esto es: del celoso atesoramiento de todas las ciencias y las artes (incluyendo la escritura del alfabeto y de la música) que el hombre manejaba hasta entonces.

    Era tan férreo el control que ejercía sobre todas las formas del saber que hasta el siglo XII los siervos y pobladores de las extensiones feudales desconocían la música, y fueron los monjes disidentes (a los que llamaron goliardos), escapando de la austera vida de los monasterios, los que la dieron a conocer, haciendo posible la música profana. Fue uno de estos cuarteles-monasterios el que Umberto Eco hizo arder en “El nombre de la Rosa”.


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    Cada uno de estos libros, fruto de años de trabajo de exclusivos y escasos copistas, era único en su especie. Cada uno de estos libros de restringido acceso abrasados por el fuego, convertían en cenizas cientos de años de conocimiento humano. ¿Perdería irresponsablemente la Iglesia para siempre, con su celo desmedido, esos valiosos conocimientos? ¿Cuando la Iglesia católica admite que muchas de sus pueriles explicaciones del origen no son más que parábolas, sabía más de lo que durante mucho tiempo afirmó o, por el contrario, esas respuestas fueron el producto de la intuición de la Iglesia de hoy, que tuvo que partir de cero luego de haber perdido todo el conocimiento atesorado durante siglos? A manera de ejemplo, para la Iglesia, ¿Caín mató a su hermano o acabó con el Neardenthal?

    De allí la decadencia de los herederos del imperio romano. Al perder las claves que explicaban el mundo, perdieron su capacidad de ejercer autoridad sobre la ignorancia de los hombres, manipular sus miedos, influir sobre las supersticiones de sus reyes; es decir, perdieron el poder. Y al perder el poder, sus mismos ejércitos, otrora sumisos, otrora controlados por su capacidad de manipular y engendrar terror, se sublevaron; y los reyes títeres, que no tomaban una decisión sin su aprobación, se separaron de ellos al saberlos inútiles. Nuevos magos y nigromantes rodearían a los tronos, nuevos amuletos compondrían la cortesanía, nuevos aduladores asfixiarían el aire con sus lisonjas.


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    Luego de haber perdido las claves, luego de perder el poder y adquirir cierta libertad, a la iglesia contemporánea le ha tocado asumir que la ambiciosa tarea de explicar el universo todo ya no será su rol, y se limitará a dar consuelo a los desamparados, siendo esas las nuevas directrices de su dirigencia. Ama a Dios por sobre todas las cosas y ama a tu prójimo más que a ti mismo. Bienaventurados los pobres en espíritu porque de ellos será el reino de los cielos. El que se ensalze será humillado, más el que se humille será ensalzado. Sentencias que comenzaron a recordar, verdades que comenzaron a difundir. En fin, sosiego y consuelo serían los dos nuevos productos que ofrecer a su feligresía.


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    Y en eso de explicar la relación del hombre con la naturaleza —desprendido de ella desde la polis, lo que ocasionaría su verdadera expulsión del paraíso, o de la inocencia, según se quiera ver— las religiones aborígenes fueron más mágicas, tuvieron más capacidad de ofrecer argumentos más impactantes a esa edad en que se comienza el proceso de adoctrinamiento que adquiriremos en torno a la visión religiosa del mundo. Menos pomposa que el novio enano y más estremecedora en sus revelaciones. O al menos capaces de ofrecer más felicidad, más sabiduría práctica.

    ¿Tendrían los aborígenes, sus chamanes, las claves no ya para explicar el origen del universo, sino para que sepamos vivir en armonía con lo natural, para que seamos menos infelices y menos huérfanos de contacto con nuestra savia vital?

    De ser afirmativa la respuesta a esta interrogante, es una mala noticia, porque estas razas ya fueron exterminados por los ejércitos de unos reyes que, tal como la iglesia, creían tener la exclusiva de la razón. Total, para eso sirve la soldadesca, el poder.

    Total, eso es lo que produce el absolutismo, eso es lo que produce el totalitarismo. Dioses únicos y abismos.



   

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