Ayer escuché en la radio que el domingo fueron beatificados “5 fieles europeos con el objeto de inspirar al resto del mundo”. No sé qué efecto podría tener esto en nuestro país, en el cual pasamos con demasiada facilidad de cantarle serenatas al Papa a admirar a Fidel Castro; concentrar la atención en una misma ciudad, Maracay, en un individuo que obtuvo el título de “iluminado” hace unos quince años o agradecer la beatificación de la madre María de San José a rezarla a María Lionza; de rogar con fuerza a José Gregorio Hernández para ver si en un dos por uno nos soluciona nuestro problema y nuestro milagrito es el paso que falta para su canonización a pensar que si nada de eso funciona nos quedan Carlos Fraga, Hermes, los adaptógenos y, quien quita, algún médico cubano.
Debe ser por eso que “El huevo del mundo”, que comienza contando la bufa elevación a los altares de una mujer que de niña se masturbaba con un durazno, fue terrorista y lo más cerca que estuvo de la divinidad como la conocemos fue cuando en su adolescencia compartía cama con un cura, es tan pertinente en nuestro contexto. Es un hecho la divinidad de Chabela, ya hasta se filma una película sobre el asunto, producida por su mentora, una prostituta con el golpe de suerte casi deliafiallesco de un marido gringo y rico.
Pero si la anécdota de este viaje que confusamente lleva de las camas de Chabela a su nicho entre los santos es interesante, casi como leer una crónica roja y saber por qué el hombre del Táchira se comió a sus vecinos o como Antonio Cermeño, excampeón mundial de boxeo, ha participado en menos de seis meses en estafas y secuestros express; me quiero centrar en la estructura.
Están los artículos de prensa del comienzo, con ese poder que tiene la cita hemerográfica para confirmarnos que efectivamente lo que se dice pasó. El diario de la protagonista que detalla su incursión terrorista, mientras observa paisajes y se siente reafirmada en sus condiciones para cometer cualquier asesinato, “cumplir la misión” y salir indemne. se desenvuelve una improbable historia de amor. El intercambio epistolar del padre y la madre con Chabela. Y, sobre todo, las entrevistas que emprende un periodista que tiene como parte de su ritual profesional ir corriendo a masturbarse cada vez que se le comenta una escena demasiado erótica. Es un mundo de excesos que se va armando en la mente del lector porque constantemente se solicita un esfuerzo extra: para crear las imágenes de unas láminas en blanco que son fotografías de las cuales sólo queda la leyenda o para comprender las parrafadas de Lucila en su español campesino, trascrito literalmente por la autora. Es un mundo de excesos, sí, donde incluso a la protagonista el celo desbocado de los adultos que la rodeaban le lleva a decir, frente a las revelaciones sexuales de Lucila: “nunca había conocido a una persona que dijera la verdad. Lucila de seguro iría al cielo.”; percepción que parece confirmarse con el desenlace de la novela. Es, definitivamente, un mundo de excesos, sobre todo sexuales.
No sería ningún aporte decir acá que el sexo es poder. Para el hombre o la mujer que lo sepa (o quiera) usarlos, las artes sexuales (y, a veces, simplemente los órganos sexuales) son herramientas para alcanzar otros objetivos. En el caso de “El huevo del mundo” ya hemos mencionado algunas funciones del sexo, pero es un delito no detenernos en la forma casi abrasiva como está contado. No sé si decir que es una voz profundamente femenina, porque sonará a machismo, pero sí podría acotarse que es una voz femenina desenvuelta que asume un tono lírico pero no por eso abandona la crudeza. Con una escena sexual de la Chabela niña con una viuda del pueblo, cerraré esta columna sobre una novela que, además, como confirmación de su calidad, obtuvo el Premio de Narrativa “Francisco García Pavón” 2002 en España, pero antes de cerrar una idea: sólo se puede hablar de la literatura venezolana al haberla leído y no por los lugares comunes que proliferan. La literatura, indudablemente, está en los libros y “El huevo del mundo” es una cara fresca e interesante de la nueva literatura venezolana.
Se concentró primero en las plantas de los pies. Cerré los ojos. Un delicioso hormigueo bailoteó sobre mis piernas para luego explayarse en la zona interna de mi vientre. Doña Cecilia depositó un cálido beso en cada una de las embadurnadas plantas. Luego se dio a recorrer, con las manos repletas de la cremosa sustancia, la ruta que va de los tobillos hasta la parte posterior de las rodillas, deleitándose sin duda en la firmeza de los músculos; la mariposilla adormecida se desperezó sobre mi clítoris y comenzó a batir tímidamente las alas. Doña Cecilia no tardó en llegar al comienzo de mis nalgas, sus manos se deslizaron por la unión de mis muslos, no pude evitar separar levemente las piernas para insinuarle el camino de otras rutas sedientas. Comprendiendo rápidamente el mensaje, llevó uno de sus dedos a la abertura empapada. Exploró el túnel, desbordante de secreción, hasta obligarme a morder las iniciales bordadas sobre la funda de satén celeste. Animada por el gesto, introdujo un segundo dedo que rápidamente se acopló al ritmo del otro; las palpitaciones de las paredes internas alcanzaron un frenesí fulminante. Me sentí enloquecer ante el incesante aleteo de cientos de mariposas furiosas. Sus colores violentaron mi mente, transportándome al más encarnizado de los carnavales. Para cuando los falsees cromáticos se extinguieron, la fragancia almendrada de la crema había cobrado una intensidad salvaje. Mi respiración comenzó a sosegarse. Sentí el cabello húmedo incrustado en la espalda.