Fanático no es gente
Guns and Roses en vivo, diez años después.


2 meses antes pensé que era en joda, pero era cierto. El cierre del festival Pukkelpop 2002 estaba a cargo de Guns and Roses.

5 horas antes, mientras otros artistas se presentaban, ya entraban al backstage y a la torre de sonido los equipos de Guns and Roses.

1 hora después de la hora estipulada, 2 horas después del final del concierto de Suede, y como todo el tiempo desde que anunciaron que Guns and Roses iba a dar una gira, la gente seguía especulando sobre la anulación del concierto.

“La gente” era una mezcla de rockeros anacrónicos, admiradoras de Axl, wannabees de Slash, curiosos y escépticos. En escencia, el mismo tipo de gente que iba a ver la versión remasterizada de Star Wars: los fanáticos cegados y los que nunca entendieron por qué una mala novela espacial con peores efectos especiales puede ser una de las máquinas de dinero más grandes de la historia. Respecto a Guns yo estoy del lado de los fanáticos con tendencias a la curiosidad, al igual, imagino que mucha de la gente que me rodeaba, porque primero hacían chistes y después corearon todas las canciones sin desafinar.

La espera, el frío, el barro, la lluvia y estar de pie por horas había convertido la tarima principal en silbidos, insultos y gritos, pero bastó el primer acorde de Welcome to the jungle, ejecutado con tal precisión que parecía un disco, para que la gente gritara y brincara de emoción, con los primeros explosivos del espectáculo.

Axl no va a cambiar nunca, a juzgar por su actitud en escena. Actuó exactamente como uno esperaba que actuara. Como si un tipo un poco mayor y regordete fuera un imitador del Axl Rose joven de los buenos tiempos. Corría de una esquina a otra del escenario, con la voz invariablemente aguda. Quizás se le notara un poco menos de energía. Pero al menos conserva la pose de todos los afiches de los tempranos noventa: una mano en el micrófono y la otra estirada hacia atrás mientras pega un grito.

Los temas elegidos para la reaparición fueron tomados casi en su totalidad del Appetite for destruction. So easy, Mr. Brownstone, Out ta get me, Sweet child of mine con solo de guitarra de Robin Finck casi idéntico al original de Slash. Durante Live and let die, acompañando la energía del tema de McCartney, continuaba la demostración pirotécnica en la escena.

Knocking on heaven´s door fué interpretada con mayor mesura y menos teatro. November rain fué a la vez nostálgica y hermosa. Patience, Paradise City y jamás terminaremos de agradecer que no hayan tocado Don´t cry (o algo del Spaghetti incident). Tres o cuatro temas del nuevo disco, Chinese Democracy, que mantienen el espíritu del grupo pero no suenan a repetidas, al menos. Un concierto regular. Esas son las semejanzas. Pero también hay diferencias.

Axl ha convertido Guns and Roses en un circo. Quizás en el ´92 cuando fueron a Venezuela ya eran un circo de freaks, pero yo no me dí cuenta. Ahora es demasiado obvio. El primer freak es Finck. Salido de Nine Inch Nails, parece una araña en sus movimientos, algo así como una andrógina mezcla entre un mimo y Robert Smith. El segundo freak es Buckethead, el otro reemplazo de Slash. Mide al menos dos metros y durante el concierto nunca se quita su máscara de Michael Mayers, el asesino en serie que siempre se enfrenta a Jamie Lee Curtis, ni abandona jamás la canasta de KFC que lleva en la cabeza. “Monsignor Buckethead”, como lo llama Axl, durante todo el espectáculo apenas cambia de posición, no expresa nada, no mueve sino los dedos; eventualmente, camina como un robot. Llega un momento en el que ejecuta un solo (no por azar incluye los temas de Halloween y Star Wars en su improvisación) que precede por pasos de baile al mejor estilo Breakdance de los tempranos ochentas y maromas increíbles con unos chacos. Abundan los absurdos. Axl es el otro freak, imitándose a sí mismo desde Welcome to the jungle hasta Paradise City. Las cámaras envían a las pantallas gigantes imágenes alteradas al estilo Matrix.

Dizzy se ve menos plástico, menos producto: el tercer guitarrista de la alineación original y único que permanece en la banda, interpreta enérgicamente. Y desde acá abajo, viejas franelas negras de calaveras y revólveres, cantando todos con un mayor o menor grado de emoción.

Yo tenía quince años cuando dejé de estudiar para un exámen por asistir a un concierto. La materia la repetí y hasta felíz no paraba. En la universidad, había los que no se vestían sino de negro, los que no hablaban sino de los riffs de la guitarra de Slash. Diez años más tarde, el tren de vuelta a casa estaba lleno de esa misma gente. Somos los mismos en todos lados y tiempos: en Venezuela, Europa, dónde sea, en el siglo que sea, fanático no es gente.

   
 


Isla Desierta Uno

Estoy a punto de ser abandonado en una isla desierta, “inconformidad crónica”, dicen. Antes de montarme en el dingy que me dejará en la orilla, el capitán me concede como último deseo llevar uno y sólo un disco para que me haga compañía, de mi colección, convenientemente cargada a bordo. Para comprar tiempo hago preguntas técnicas: ¿Me van a dar unos paneles solares o un generador de combustión interna que funcione con agua de coco? (el primero), ¿puedo llevarme un box-set? (no), ¿un álbum doble? (tampoco), ¿una mezcla en un CD quemado? (sería trampa), ¿un disco de mp3? (me pueden dejar sin música si sigo preguntando).

Así que es un sólo disco y está amaneciendo mientras suena en mi cabeza All Blues de Miles Davis. Cierto, Spike Lee y su Mo’ Better Blues pueden haber ayudado con esa imagen, pero debo decir que antes de haberla visto, All Blues ya era para mi una de las mejores piezas para el alba.

Pido Kind of Blue, concretamente la remasterización de 1997 de Sony/Columbia.

En una época en el que el Jazz se había complicado hasta los límites exteriores de la comprensión humana, y el blues estaba siendo transformado en cientos de bares underground europeos en ese sonido nuevo llamado Rock&Roll, Miles Davis agrupó a su sexteto legendario (y a Bill Evans, sólo para estas sesiones), les entregó sketches de lo que iban a tocar por primera vez, y se embarcó con ellos durante dos días en una conversación sonora sobre el blues que produjo como resultado una de las mejores grabaciones del siglo.

Dos de los mejores saxofonistas de la historia (Coltrane y “Cannonball” Adderley) alternando solos de tres y cuatro minutos, el piano de Evans nunca destacando, una sección rítmica perfecta formada por el bajo de Paul Chambers y la batería de Jimmy Cobb, y las inesperadamente oportunas intervenciones de la sordina de Miles, son las que hacen que Kind of Blue sea pura atmósfera, pura melodía, un clásico que lleva muy bien sus cuarenta y tres años.

Nada de lo mencionado anteriormente hacen un disco de isla desierta per se. No discutiría con alguien que eligiera pasar el resto de sus días con el Sgt. Pepper de los Beatles, Siembra de Rubén Blades, o Master of Puppets de Metallica. Sin embargo, en cualquiera podría encontrar minutos y hasta tracks enteros que son sacrificables, y a la larga, comenzarían a pesar. Eso no sucede en esta reedición ni siquiera con la versión alterna de Flamenco Sketches. Los temas ya clásicos de Kind of Blue tienen una cualidad atemporal que los convierte en uno de esos cassettes que podrías dejar un mes en el carro, los mismos cincuenta y cinco minutos siempre, y no darte cuenta; o en todo caso, ponerlo a sonar por unos altoparlantes, a manera de soundtrack del resto de tu vida, en una hectárea de tierra perdida en el Pacífico sur.

Miles Davis - Kind of Blue - Sony/Columbia 1997. (orig. 1959)

1. So What 9:25
2. Freddie Freeloader 9:49
3. Blue In Green 5:37
4. All Blues 11:35
5. Flamenco Sketches 9:25
6. Flamenco Sketches (Alternate Take)  9:32



-Daniel Pratt
<[email protected]>

(manda tu lista de isla desierta a [email protected])

 





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