Ryanair es una compañía aérea barata. Las reservaciones sólo se hacen a través de su web site o llamándolos directamente; te dan una clave con la que presentas tus documentos en la taquilla y ya. No imprimen los tickets ni hay un costoso sistema de red que actualice la información en todas las agencias de viajes desde El Cairo hasta Guasdualito. No hay primera clase y los asientos no están numerados, así que las colas tras el check-in para conseguir puestos juntos o algo parecido son algo así como una embajada del difunto terminal de Nuevo Circo en varios aeropuertos de Europa. La ventaja es obvia: el precio de los tickets se hace infinitamente más barato y le permite al turista (al morralero, la mayoría de los casos) gastar su dinero en lo realmente necesario y no en el traslado en sí.
Hace unos meses revisaba el site y vi una oferta excelente: tickets ida y vuelta a Pisa para el fin de semana largo correspondiente a la Asunción de la Santísima Vírgen María por 60 euros. Habría que tomar en cuenta que un pasaje similar pero one way, por Alitalia, costaba al menos el doble del monto antes expuesto. Algo en mi cabeza me decía que recordara, que había algo más importante en esos datos.
Tras un rato de pensar en mapas y fechas, lo encontré: el 16 de agosto se corría, en Siena, a una hora de Pisa, el Palio, una tradicional carrera de caballos que se celebra en esta fecha y el 2 de julio de cada año, desde hace siete siglos. Ya era tarde para reservar hotel o asiento en las gradas. Me saldría carpa y más Nuevo Circo, lo cual, siendo honestos, me ahorraba trabajo de logística.
A Pisa llegué la noche del miércoles 14, directo al campamento y convertido (por el cuento de que el italiano y el español son casi dialectos de la misma lengua) en traductor oficial entre el chofer del autobús de la ruta 3 y los morraleros, en su mayoría holandeses. Al final yo no entendía nada y terminamos perdidos caminando una hora, con noche espesa, por una carretera en doble vía, con muchos italianos de esos que ven la fórmula uno y les da por pisar transeúntes.
En la mañana realizé un corto periplo al mismísimo gabinete del Dr. Caligari: subir a la cima de la torre inclinada es una de las experiencias más inseguras que le ha tocado vivir a este pichón de cronista. Todos los planos internos son diagonales: techo, piso, paredes, escalones, todo. La escalera de caracol tiene una pendiente más pronunciada de un lado que del otro y al cansancio de subir los sesenta metros hasta las campanas, además del caracterísico apoyo en las rodillas y encorvar de espalda, se suma ahora el irse de lado ante un descuido. Desde arriba la vista es impresionante, pero no tanto como el vértigo de asomarse o de sentir vibrar el campanile ante los tañidos de las 10 de la mañana.
Tren a Émpoli, cambio a Siena. Me siento al lado de la hija perdida de Kurt Kobain, una muchachita con estilo, postpunketa, postgrunge, postskater, que emana desenfado de adolescente. Su camisa azul me remite a las carajitas de bachillerato y le calculo unos 16 años. Lleva, por supuesto, su discman.
Al rato, uno nunca sabe cómo pasa, empezamos a hablar. Se llamaba María, entendía español, tenia cara de italiana, pero era rusa, de Moscú. Caminando por Siena nos sorprendió de entrada que toda la ciudad toscana estuviera tomada por la celebración del Palio.
Cada calle pertenecía a una contrada o barrio y como tal se identificaba. Cada calle estaba adornada con las banderas y escudos que le correspondían. Cada contrada tiene su iglesia u oratorio y además, ha cerrado una calle para la cena al aire libre que se celebra la noche previa a la competencia. Vagando por las calles se deja descubrir una Siena medieval, amurallada y tradicional, de muchachos pranticando repiques de tambor o acrobacias de bandera para el gran día.
El Palazzo Público, el edificio más importante de la ciudad, está adornado con la bandera de cada una de las 17 contrade. Al frente, la calle empedrada que rodea la inmensa Plaza del Campo, ha sido cubierta con una capa de tierra de unos 5 centímetros de espesor.
Frente al Duomo, una impresionante catedral de mármol blanco y verde, se pasean las comparsas de los competidores.
Caminamos hasta el santuario de Santa Catalina de Siena, en medio del Barrio de la Oca. Banderas y escudos con un ganso agresivo pintan la calle de blanco verde y rojo y nos ven con malos ojos mientras pasamos entre las mesas. En la Iglesia de Santo Domingo, María decide regresar a Florencia, donde pasaría la noche en una carpa compartida, porque todo estaba fully booked, también.
Ya libre de la responsabilidad que representa ser un ejemplo de la cultura latinoamericana, que quizás será comentado con las amigas, por lo que debe uno comportarse con decencia, y alejado de todo cuanto pudiera sugerir una pizca de machismo, apenas me dí la vuelta tras hacerle adiós con la mano, relajado, volví a ser yo y, descaradamente, me puse a ver culos. Pareciera que toda italiana estuviera dotada del abdómen más insolente y perfecto que pudiera encontrarse.
A las 7:15 p.m. es la prueba general. Il Campo está lleno y un cañonazo da la partida. Desde mi pésima ubicación, fuera de la plaza, en un acceso en bajada, apenas veo a los caballos al trote pasar tres veces por una esquina. La prueba es corta. La gente regresa a las calles y yo ya estoy cansado y con hambre. Pizza al taglio, gelato di nocciola y al camping.
El viernes 16 arranca con una misa el Il Campo y actividades de preparación en cada contrada. El periódico del día ofrece un repaso de los participantes, las rivalidades y las alianzas, anuncia al caballo asignado a Leocorno como favorito. Mientras tanto voy al Museo de la Opera Metropolitana, por la colección de obras del Duccio de Buonisegna y la vista desde el inmenso facciatone, la fachada de la nueva catedral, que nunca fue terminada.
A mediodia ya las bardas que cercan Il Campo están tomadas por los que desean estar al frente, asi que compro panini para llevar, 1.500 cc de agua congelada, saco un libro de Bukowski y a esperar. Ocupamos nuestros puestos por mas de seis horas para mantener la efímera primera fila a la carrera. Recibimos sol, casi desnudos, descalzos, felices, leyendo, casi todos, en idiomas distintos, acompañando la espera con kilo y medio de hielo.
Cerca de las tres de la tarde el sol se oculta tras una nube por poco menos de un minuto, todos aplaudimos.
El cañonazo de las cuatro nos pone de pie. La policía saca a la gente de la pista y una división de caballería militar da una vuelta al trote. Sorpresivamente para mí, el líder grita al completar el giro y los seis u ocho jinetes se lanzan a toda marcha con sus espadas amenazantes erguidas hacia el frente. La gente delira y los jinetes abandonan Il Campo al completar la vuelta.
Entonces empiezan las banderas. Cada contrada desfila por la pista, con trajes casi bufonescos, ondeando las banderas que les corresponden, haciendo con ellas malabares increíbles. Soldados medievales los acompañan y las diez contrade que compiten traen al caballo que ha sido bendecido en la iglesia del barrio. Las siete que no participaran, despliegan de igual manera los colores de su contrada. La gente aplaude las tres primeras, pero ya las siguientes catorce se hacen repetitivas. Además, los ánimos se van caldeando: hay discusiones en las gradas, peleas en la plaza, impaciencias y gritos. Otro cañonazo y las palomas dan una vuelta anticipando el recorrido por el que estamos esperando. Los caballos entran al palacio mientras desfila el premio: el palio es un banderín con la imagen de la virgen, que en esta ocasión ha sido pintada por Botero. Todos adoran la imagen mientras la carroza que la conduce rodea la plaza.
Al fin salen los caballos con sus jinetes. Son las siete. En el sexto piso una mujer grita tan fuerte que opaca a la multitud. Los caballos están agitados y se intentan morder y patear entre ellos. Una voz regaña a los jinetes y los hace abandonar la cordada que marca la salida y los hace entrar al azar, uno por uno, repitiendo los nombres de las contrade: Leocorno, Oca, Tartuca, ... Una salida en falso, suspenden a Selva y las damas de franela naranja lloran e insultan a otro jinete que quizás tenga la culpa. La chica del sexto grita y la gente se ríe de ella, quién los insulta al mismo volúmen. Hay más presión en la plaza, y más calor, aunque el sol ya se ha ocultado detrás de los edificios. Ocho de la noche. Partida. Onda y Tartuca pelean por el primer puesto pero en tres segundos Berio, el caballo del barrio de la tortuga, toma la delantera. Onda mantiene el segundo puesto, pero Tartuca toma ventaja. Primera vuelta y un caballo se tropieza contra una de las paredes que han acolchado para la competencia. Segunda y Leocorno sustituye a Onda en la caza del líder, mientras los fanáticos de Tartuca ya se dan por victoriosos y empiezan a desplazarse hacia las bardas. Una mujer delgada empuja a los grandulones con facilidad y, llorando de emoción, salta la barda y recibe, junto a otra centena de fanáticos, al ganador que recién cruza la meta. Tartuca, de punta a punta. Escalan hasta donde reposa el Palio de Botero y se lo apropian y empiezan a pasearlo. Hay quienes lloran en las gradas. Hay quienes agitan sus banderas llorando. Hay abrazos y gritos y la sensación de que nunca entenderé lo que realmente ha significado este día para los habitantes de Siena.
La fiesta dura toda la noche y el Palio es paseado con orgullo y cantos por las calles empedradas. Empezando por el Duomo, las iglesias ven entrar y salir la bandera que se depositará en el museo de la contrada ganadora.
El sábado recorro la ciudad por última vez y en cada esquina hay reuniones de familias o grupos de amigos.
Ya de vuelta, la gente aplaude que el avión de Ryanair, en el que realmente no confían, pero es barato, aterriza con bien.
O. 22102002