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La precisa belleza de un perrito de Pomerania

Permitámonos un delicioso lujo en este Tedio: repasemos (con la cívica, la serena apetencia lectores, esos cisnes terribles), algunos pasajes notables de un texto que es, también, un bello aparato de relojería. Tomemos, para ello, la excusa de un cuento de Anton Chéjov, La Señora del perrito.

Tomémoslo, precisamente,  por ser un reloj de maquinaria muy ligera que marca un tic-tac exacto, vagamente desdeñoso, en unas cuantas páginas adheridas contra el cielo gris de Yalta y sostenidas, luego,  en otro cielo que se traslada después al breve horror de una habitación moscovita en un pase elegante, teatral, que se cierra con el  patetismo final de un suspiro de cansancio.

Tomémoslo, además, con el propósito de escudriñar algunos de sus preciosos mecanismos internos, de sus pálidas magias chispeantes.

No me interesa ser machacón y estridente. Soy un lector sensible, no un teórico. Puedo pensar, entonces (entre el gesto de un pestañeo desdeñoso que no aspira al sueño de las enciclopedias) que el artificio de Chéjov en La Señora del perrito se balancea entre el tono exhausto de los amores tristes y la astucia para desplegar todo ese dulce patetismo de frutas maduras en un juego de espejos, saltos y permutaciones del tiempo narrativo 

El golpe patético está insinuado ya desde el principio, pero se dibuja con nitidez en el último párrafo del primer capítulo: "sin embargo, hay algo en ella que me da lástima", se dice Gurov, antes de quedarse dormido. Seis párrafos (breves) después, ambos están en el muelle, luego de ocho días de benévolos encuentros. Chéjov da un salto (a la manera de un pez sumergido en las tórridas aguas del ártico), y dice:

"Ella olía en silencio las flores sin mirar a Gurov.

-El tiempo está mejor esta tarde -dijo él-. ¿Dónde vamos ahora?

Ella no contestó.

Entonces él la miró con fijeza, la abrazó de repente y la besó en los labios. Se sintió envuelto en el húmedo aroma de las flores (ella las llevaba). Luego miró entorno suyo, temeroso de que alguien les hubiera visto.

-Vamos a tu cuarto -dijo en voz baja.

Y se marcharon de prisa".

Con prisa en el deseo de Gurov, en el temblor infiel de Ana Sergeyevna, no en la mano astuta y meticulosa del relojero Chéjov, pues después transcurre todo un segmento de histéricos lloriqueos, de inútiles reticencias afectadas dentro de una habitación anochecida donde se adivina un biombo, un aguamanil, un pequeño armario en el que reposa una maleta abierta. La maquinaria necesita de ese enlentecimiento de melodrama (y sólo en esa atmósfera impregnada de remordimientos e inútiles resistencias) para poder sugerir un placer que esconde algo de infortunio. Después, cuando Gurov pasa al tiempo de las heladas moscovitas (otro breve y estudiado salto en el trapecio), la densidad de ese encuentro en Yalta lo ha dejado todo hecho. Tercer párrafo: "Pero pasaron unos días más, llegó lo más duro del invierno, y en su memoria todo apareció claro como si se hubiera separado de Ana Sergeyevna solo el día antes". De allí, de ese párrafo, de esa revelación (que, dicho sea de paso, será comentada por Raymond Carver años después como ejemplo de una frase límpida y provocativa en uno de sus últimos ensayos), existe sólo un paso para el atormentado viaje a S. El deseo de encontrar a Ana Sergeyevna, el murmullo impersonal de la ópera, la sencillez con que todo lo que parecía perdido vuelve a comenzar. 

El cuarto capítulo: "Ana Sergeyevna comenzó a visitarle en Moscú", escribe Chéjov en la primera línea. Las visitas, nos informa, ocurren cada dos o tres meses. Ocurre, sin embargo, un encuentro que pone al relato en el tiempo presente (si bien mantiene el pasado imperfecto que guía  todo el tono de la narración).  Aquí Chéjov, zorro astuto y estepario, desacelera. Guruv lleva a su hija al colegio, comenta la temperatura del invierno y, sin embargo, todo está perfectamente enfocado en el hecho de que, poco tiempo después, podrá verla a "Ella"; todo está finamente enmarcado en el placer moroso de anticipar un encuentro que se ha postergado desde la noche anterior y donde la carne pálida, desnuda, es una promesa cierta. 

Al fin se encuentran, se abrazan, se inician nuevos e incómodos pasajes de malestar y desasosiego, en un círculo que se mantiene en suspensión extática desde hace meses sólo que ahora, en el papel milimetrado de Anton Chéjov, todo está listo ya para este párrafo final que es, también, un virtuosismo: "Y parecía que, aguantando un poco más, se hallaría una solución, y entonces empezaría una vida nueva y hermosa. Y ambos comprendían bien que aún quedaba mucho camino hasta llegar al fin y que lo difícil y embarazoso acababa justamente de comenzar". 

O dicho con palabras que están muy lejos de ese Moscú decimonónico: el cuanto acaba justo en el lugar en que Anton Chéjov, el relojero, decide suspender el golpeteo de los mecanismos, justo antes de lanzarse a un nuevo ciclo de contabilidad de vertiginosos avances y blandos enlentecimientos en ese breve, delicado mecanismo textual con más de cien años de elegantes artificios.

La Señora del Perrito puede ser ubicada en esta dirección:
http://www.ciudadseva.com/textos/cuentos/rus/chejov/senyora.htm