La ciudad, todos lo saben, es un punto de vista. Un estado de ánimo. Cierta poética de izquierda gustaba compararla, comparar sus calles, con infinitas tripas extendidas a lo largo de millares de metros y de asfalto, y eso está bien, pues la ciudad es todas las cosas y todas las cosas van a dar a ella. Puede ser atroz, demoledora, pero puede ser también en la esquina siguiente un hermosísimo aparato de sueños, una pequeña ventisca de buenos afectos. Puede serlo, en un mismo lugar en tiempos diferentes. La ciudad propone una ética y una estética. (Es, entonces, propiamente, una poética). Esa poética todavía no se ha escrito; ésa poética se está escribiendo. Se está actuando, además, y sobre todo, se hace día a día en el gesto de lanzarse a la calle, subir dos o tres peldaños, detenerse en una acera. De la misma manera como procede un Oráculo, la ciudad propicia la indicación de nuestros cuerpos transeúntes, nuestras pequeñas maneras de ciudadanos sin nombre. La ciudad se dice, pero no dice, es callada, mutis, se alterna en nuestros pasos y en estas formas de proceder, se cuela en nuestros movimientos a la hora del café, al momento de saltar un charco, de subir, impasibles, por el ámbito sucesivo de una escalera mecánica; en este silencio lustral, se devela.
Por supuesto, todo esto es bastante nuevo y necesita tiempo. Necesita encontrarse, fijarse fuertemente a nosotros. Las ciudades son un nuevo modo del devenir. La ciudad, hay que preverlo, será algún día también parte de la naturaleza circundante. El mar, el siempre mar, del que nos habla Borges, antecede a cualquier imaginería, a cualquier cosmogonia. Aquiles, furioso, lloró en las costas del campamento Aqueo antes de la toma de Troya y ése mar que vio Aquiles, ese inmenso hervidero de criaturas escurridizas se empareja al mar abovedado de Movi Dick, las fáusticas marejadas de Verne, el escrupuloso naufragio de García Márquez. Pero el mar es inmutable, la ciudad no.
El primer Moisés cruzó el desierto, huyo, impávido, de la ciudad. Los héroes del antiguo testamento, misóginos y manumisos en su terror al padre, repudian la ciudad. El Apocalipsis es una ciudad sitiada por trompetas angélicas. Roma arde con un fuego indetenible. Alejandría desaparece, dejándonos el misterio de su desmesurada biblioteca. El Dorado es una ciudad inverosímil, alucinada, perdida entre el fango y la selva en un punto impreciso entre la boca del Orinoco y las serranías del Macchu-Pichu. La ciudad sólo es posible con el advenimiento del imperio de las luces artificiales. París, desde este punto de vista, es emblemática. La ciudad solo es posible cuando accede al ámbito de los objetos nocturnos. La ciudad es un rastro del sueño preservado en la vigilia.
No se puede escapar de la ciudad, estamos construyendo la ciudad. Creer que se escapa de la ciudad es un modo de ser ciudad. Sería sencillo equiparar un cierto tipo de hombre a la ciudad. Regalarle a la ciudad el homo-citatis. Sería sencillo, y sería falso, ilusorio. Sería, a lo sumo, un pueril balbuceo positivo suponer que la infinita cadena de asociaciones que arranca con el Eureka! de la rueda nos lleva hasta la ciudad como un artificio, como una secuencia que se posa en la construcción de pequeños burgos y trepa por el feudo y cae sobre nuevas torres, conventillos y arrabales y se mete en la imprenta y hace un chispazo de carbón y, luego más, y luego ¡fiat lux! Y se va colando por alambres en clave y en rotativas y artefactos seriales y químicos y físicos y se incrusta en el hidrógeno y vuela en sus núcleos y explota y deja al mundo como una inmensa tortilla, a la que se le da la vuelta poco más allá de todas las épocas.
No. La ciudad nos convida a hacernos partícipes de esta historia, nos pone pistas falsas para que presupongamos sus orígenes, nos tiende su celada de animal analizable, pero esas pistas también son su invención. Ella está en otro orden, en otro tiempo; estas fabulaciones no le son propias. Habría que seguir, por lo tanto, transitándola minuciosamente. Habría que seguir siendo la obvia hormiguita humana que se deja ver desde la punta más alta de aquél edificio, habría que ser, seguir siendo, y desentenderse plenamente de la ciudad para entonces penetrar en ella como un habitante sigiloso que la ve transcurrir, tarde en la noche, se calla, no dice nada y continua vivo.
Las utopías primigenias proponen el gesto enérgico de escapar de la cuidad. Construir un nuevo orden. Ése fue el destino de Moro, de Thoreau, con Walden o la vida en los bosques, de Skinner, con Walden II, de Carroll con The Wonderful Land, de Francisco, en Asís, de los jesuitas de Misiones en Paraguay, de Zapata en México...el etcétera es desmesurado. Pero no se puede escapar de la cuidad; es imposible escapar de ella, ya está dicho. Sólo es posible hacerse parte de ella y fraguar, desde el conspicuo anonimato una loca estrategia dinamitera; hacerla volar por el aire, como quien sueña o despierta del sueño de otro sueño que se soñó.
La ciudad es fantástica, pero también es aplastante. Por eso es preciso acariciarla y golpearla a contrapelo. A la ciudad hay que pensarla y dejar esa idea ahí, suspendida, a ver qué se crea en su estado gravitatorio, a ver qué movimientos elicita. Por ello es preciso moverse a través de lugares imprevistos, bocacalles, umbrales, pasillos y avenidas. Caminar, inclinarse, levantarse con todo el cuerpo...conseguir refugio tarde en la noche en un hotel de paso, y en la unión, la inextricable, permanecer a salvo de las sombras de otras sombras que trae la noche.
Así, sin saberlo, somos convidados a idear una ciudad distinta a nuestro paso; distinta a la fichada, a la cartografiada, a la censada y medida como un rinoceronte en cautiverio. Recorrer la ciudad de manos de una mujer, sin pensarlo, hace volar por los cielos la ciudad de las oscuras oficinas estadales donde siempre cruje el movimiento de una terrible sentencia de aniquilación y de muerte. Es de este modo como de pronto resulta imposible salir a la calle, bajar al metro, entrar a una tienda, un café, sin sonreír secretamente pues esta ciudad que nuestros ojos descubren ya no es la otra ciudad del exterminio, ni mucho menos, sino un nuevo ámbito, un nuevo plano de los acontecimientos, con tonos humanos, murmullos, caricias, lágrimas, sonrisas tiernas.