La Fête de la Musique

-Alejandro Graziani
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Dormí toda la tarde durante las charlas más aburridas de la historia: dos hindúes y un chino exponiendo en su peor inglés avances irrelevantes en la tecnología de tarjetas inteligentes.

Al salir nos invitaron a Brazil Tropical para una doble celebración: fin de la conferencia y la Fête de la Musique, el festival con el que se recibe el solsticio de verano en Paris desde el ‘82. Rechacé la invitación con un comentario ambiguo y cortés, lo que menos quería era pasar la noche con una serie de obesos crónicos en un cabaret caro.

A las cuatro y media de la tarde la ciudad estaba especialmente tranquila, pensaba que me iba a encontrar un gentío bailando en las calles, pero no, quizás el artículo que había leído el día anterior exageraba un tanto. Mientras merendaba una crêpe en la rue St-Denis, mirando hacia el Forum des Halles por la Rue de la Cossonnerie, la recordé en la esquina contraria, con una gorra gris y azul, sonriendo bajo el sol de verano, invitándome la primera crêpe de mi viaje. Eso, la nutella y los cómodos veinte grados a cielo abierto (quizás también el sueño de las charlas), me provocaron una nostalgia alegre.

La gente salía en rebaños cuando entré al metro de Châtelet, muchos con instrumentos, otros disfrazados, caras pintadas. En el vagón se monto un acordeonista tocando En un beso, la vida y comencé a cantar con él sin querer. Sonreí al darme cuenta que la gente me estaba mirando.

Me bajé en St-Michel, la estación retumbaba con el sonido de seis tambores africanos, cerca de las escaleras que salían hacia el bulevar.

En la superficie, la gente, más apurada que de costumbre, iba de un espectáculo callejero a otro. En St-Germain con rue Mignon, unos magrebíes recordaban sus orígenes. Más adelante, un grupo de blues: batería, guitarra y teclado, los dos últimos cada uno con un amplificador portátil, bloqueaban el paso en la estrecha rue de L’Echaude. Llegó un saxo y les preguntó si podía tocar con ellos y luego de dos piezas, se incorporaron un bajista y su amplificador. Les dejé unos francos después de treinta minutos de jam, cuando decidieron cambiarse de calle.

Al reincorporarme a la marea de gente, me di cuenta de que muchos llevaban instrumentos, algunos los tocaban en movimiento. Empecé a caminar más rápido, acompañado por el repicar de cientos de tambores que formaban un enrame de sonido en las aceras.

En el metro, mi pecho vibraba como otro cuero prensado. Hacía mucho calor, los africanos tenían a la gente en frecuencia alterna, todos con los ojos cerrados, carne de carteristas.


De vuelta en Châtelet, miles de personas se entrecruzaban como riachuelos. Cerca de la plaza Ste-Oportune, un ruido sordo parecía venir del piso, a los pocos pasos un local de jazz estaba abierto. La antesala medía aproximadamente un metro cuadrado, espacio justo para que el hombre que estaba allí no pisara la escotilla en el piso. Cuando comencé a agacharme, me detuvo con el brazo y señaló con un dedo gris el cartel que indicaba la tarifa, 50 francos, para entrar. Una vez abajo, sentí la cachetada de un hard bop tan denso como el humo combinado de los cuarenta cigarrillos allí encendidos.


Subí luego del set y medio con la cabeza llena de fraseos de trompeta. Llegué a la place Joachim du Bellay con un estruendo musical: seis grupos estaban tocando a la vez, compitiendo para imponerse a fuerza de audiencia y volumen. Dos grupos de pop-rock con reconocibles canciones originales, uno de speed metal y uno de hardcore con alaridos de sangre helada, guitarra y batería; unos raperos solapando sus gritos en los micrófonos al ritmo que dictaba el DJ, y un grupo latino a punto de tocar. Sintiendo una especie de nostalgia temprana y con la esperanza de poder conocer a gente que provenía de la misma parte del mundo que yo, me quedé esperando bajo los arcos dobles de rue de la Ferronnerie, recostado de una de las columnas agrietadas, mientras afinaban los instrumentos y decían "uno, dos, so-sonido".

La primera fue una versión de Comandante Che Guevara y la idea del Che en Paris me hizo quedarme para la próxima y la que vino después. Rastreé detenidamente al publico y vi a varias personas moviéndose y bailando mientras cantaban. Hermanos latinoamericanos. Acto seguido, busqué con avidez de cazador algún rostro agradable con el que pudiese pasar el concierto, y quizás alguna caminata nocturna. Ubiqué a dos o tres y las marqué mentalmente.


Entre los grupies y amigos íntimos bailando detrás del grupo, había una mujer bella, como de unos veinte años y con aspecto de provenir de una familia a la que no le gustaría saber cómo está moviendo las caderas su hija en Paris, ni flaca ni gorda de labios gruesos y calientes, con cierto aire a Julia Roberts. Su novio era uno de los guitarristas, un indio mexicano puro de rostro moreno, cabello largo negro lacio. Se miraban constantemente, él deseándola, ella sin provocándolo sin hacerle mucho caso.

El flautista y el conguero eran venezolanos, lo supe cuando anunciaron sus respectivos solos- "¡Y ahora! ¡De Venezuelaaaa!" -el percusionista se llamaba Alejandro, según oí a una hermosa flaca catira de cabello rizado, parecida a Stephanie Mair, llamarlo desde mi lado. Discutieron en señas los planes para esta noche y ella le indico que se iba para su casa porque estaba muy cansada. Mi tocayo tocó con la cara endurecida y especial ahínco el próximo solo.


Luego de unas piezas, Chan Chan, en la cúspide de la fiebre de Buena Vista Social Club. Hasta la más pintada se aflojó para lo que venía. El Carretero y todos los presentes corearon en perfecto castellano a caballo vamos pal monte. Luego vino el himno de la salsa venezolana. Guardé el minúsculo folleto del Hotel Royal Elysees en el que estaba haciendo notas, me acerque a la que estaba mas próxima y la invite a bailar- “voulez-vous dançer?" -mientras extendía mi mano. La mujer-bella-novia-del-guitarrista-mexicano la interceptó a medio camino.

“Te he estado viendo viéndome”, “Sí ¿Quién puede dejar de hacerlo?” –lo resolvimos rápido. Hablamos tres o cuatro cosas y no terminamos de bailar Llorarás. Para cuando comenzó Decisiones, estábamos contra una pared en la oscura y corta rue de la Lingerie , ocultos por cientos de transeúntes. Guardando las distancias, éramos Henry Miller y Anaïs Nin, en pánico perdidos en un beso mientras Paris se doblaba sobre si misma en un carnaval. Laura, que no era ninguna Anaïs, ni siquiera una Anis, como decía Miller, me dio esa noche una lección de como un cuerpo y unas manos deben ser movidos entre pared y pantalón, luego bajo las sábanas, el último día de primavera, al otro lado del Atlántico.

   

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