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EL

Hermosa como me sabía entonces, era impasible con el sexo opuesto. Esta vez no sería así.

Lo vi por primera vez a través de una vulgar fotografía. “Sacada en muy buen ángulo, a decir verdad” pensé desdeñosa. “Con luces adecuadamente colocadas de acuerdo a su fisonomía. Así, cualquiera”. Pero es que tampoco hacía mucha falta algún truco. Pude comprobarlo personalmente cuando lo conocí de mano de mi mejor amiga durante aquel viaje de verano. Su personalidad tan fría y dura hizo aflorar en mí la peor faceta de timidez que llevaba dentro. Me quedé sin habla, sin movimientos ni control de mí misma. ¡Qué vergüenza! ¿Qué habrá pensado de mí?… ¡Ah!… Recuerdo que su nombre era David y me pareció mucho más que cautivador, a pesar de lo serio de su mirada ceñuda. Tenía la nariz gruesa, larga, incluso un poco ordinaria. Los cabellos ondulados iban en un peinado bastante pasado de moda; pero estos detalles eran insignificantes en comparación con el aspecto de sus labios carnosos. Aunque altivo me contemplara, como de un odioso pedestal de dios griego, debo reconocer que me abrumaba, desatando en mí ¡ y de inmediato! una de esas pasiones brutales que brotan del centro sexual mismo. Sus manos seguras delataban una tranquilidad, un equilibrio interno que me hacía dudar si era humano. El tipo sabía muy bien que era atractivo, peligroso. Por haber sido su pedantería mayor a la mía, y con bases, para colmo, lo juzgué antipático. Salvo este detalle, él era simplemente perfecto. Imaginé que tras su rostro de facciones vulgares, había un amante latino. La mujer que lograra despertar sus deseos se convertiría de seguro en una leyenda. Acaricié la idea durante la noche en que no pude concebir el sueño, mas sí la descabellada esperanza. ¿Cuántas como yo no lo habrían soñado antes, fracasando en el intento? Entonces decidí que él no podría resistirse a mí; yo no era una más del montón. Sin saber cómo, en aquellos cortos días debía conquistarlo, enamorarlo, volverlo un loco, un inútil sin mi cuerpo, ¡y mucho más! Maquiné incontables planes de acercamiento e imaginé otros tantos libretos para futuros encuentros, ¡porque nos veríamos de nuevo, sin duda alguna! Temblaba de sólo recordar aquellos labios. ¿Cómo sería besarlos, salivar aquella boca?

La tarde siguiente volví a verlo. Me pareció que él delataba su naturaleza oscura, casi maligna, en la devastadora mirada. Mi vanidad era incapaz de otra cosa sino ese silencio que en las tardes subsiguientes de nuestros encuentros me hizo exasperar, y en las noches me llenó de angustia… porque me había enamorado de él. A lo largo de las horas llegué a descubrir que bajo su ceño reposaba la más dulce de las miradas. Sus gestos ahora me parecían mucho más serenos y achacaba todas sus rudezas a aquella pose de héroe guerrero que gustaba de mantener. Sin embargo, este amor ideal que descubría no ahogaba la pasión que me había llevado a él.

Aquella sería nuestra última vez; yo partiría al día siguiente y todo acabaría. Ahora iba dispuesta a todo. Incluso a vencer la fastidiosa timidez y a terminar con mi frustración de una vez por todas. A su encuentro siguieron mi exaltación, y a ésta el afán por no derramar lágrimas. No en la despedida, en la última oportunidad.

Plantada al frente suyo, el furioso deseo, ya morboso, sacó de mí la artillería de la coquetería más descarada por horas. El tipo sí que era difícil. Acudí mejor a la táctica de la dama triste, llena de tragedias, en búsqueda del sanador de su corazón o alguna cosa igual de rosada; tampoco esto lo ablandó. Nada. Me abandoné al llanto, sólo que él no entendía –ni le importaban– mis razones: el fracaso más absoluto, la indiferencia de la derrota. La belleza de Italia, la Piazza di Michelángelo donde estábamos ahora me parecía nada; cualquier cosa me parecía nada si no podía ser. Y entonces maldije mi suerte, porque lástima… ¡lástima que mi David no era más que una fría escultura de piedra!