Luciana tenía unos treinta años sin ir a Venecia. Poco antes de sucumbir a la malaria, su padre la llevó a visitar a la familia cuando apenas tenía seis años, en el 68. Ahora ha vuelto, con vagos recuerdos, para aclarar el misterioso asunto de los bienes que a ella le dejó el abuelo.
Con su acostumbrado ánimo de aventura, Luciana llegó a Roma a mediados de septiembre. Viajó primero a New York y allí tomó un vuelo de Alitalia en tarifa Kilo, que disminuyó el costo de sus pasajes casi a la mitad. Durmió en un albergo de Campo de Fiori de 220 mil liras (120 dólares), en una habitación pequeña y ultradecorada en la que no podía ni abrir su maleta. A la mañana siguiente, todavía agotada por el viaje, fue sobresaltada por miles de hormigas que acariciaban su dulce contextura. Despreció la prima colazione y se lanzó a la calle a planificar su itinerario.
Sonrió cuando atravesó el viejo mercado, con su oferta verde, de lechugas y rugulas , de tomates y mariscos frescos, con su flores y su peletería para turistas. No eran todavía las doce cuando aterrizó en la Hostería Romanesca. Allí pidió primero un vino espumoso para celebrase a si misma y luego media botella de un chianti classico con una de las opciones del menú de la casa: sopa de verduras, espaguetti vongole, un contorno de estación y un tiramisú. Sus antiguas clases le desenredaron la lengua y sintió su propia sangre italiana recorriéndole el orgullo. La recibió un otoño seco y luminoso. Compró una tarjeta de teléfonos en la tabaccheria y llamó a Tifis, su primo desconocido de Verona.
Le dijo que , según las instrucciones del abogado de Bologna, debía llegar a un sitio llamado Squero di San Trovaso, en uno de los ríos de Venecia que ni siquiera aparece en los mapas turísticos. Allí le sería revelado el monto de la herencia y tal vez se la entregarían si presentaba la documentación adecuada. Que, por cierto, traía consigo.
Toma el Eurostar, rápido y cómodo, le aconsejó Tifis. Son cuatro horas de Termini (Roma ) a Santa Lucía (Venecia). Dime a que hora sales mañana y yo te alcanzaré en Padua o en Mestre.. Por lo pronto, disfruta a Roma.
Sin Aliento
Cuando bajaron su breve equipaje en la estación ferroviaria de Venecia les invadió una brisa de anunciación: un vaho de mar antiguo y una avalancha visual. Luciana sintió tanta debilidad en las rodillas como en las pupilas, así que se sentó en las escalinatas que la escupían sobre el Canal Grande. No opuso ninguna resistencia al hechizo de la cúpula de San Simeone Piccolo que la saludaba desde la otra orilla y mucho menos a la costa de fachadas centenarias que se le vino encima.. ¡Diantres¡, pensó, ¡es una ciudad barco!.
Recuperado el aliento, se dejo conducir por Tifis hasta la estación más cercana de los vaporetti. Compraron un par de billetes de 75 minutos , navegaron hasta una estación de la otra ribera y tomaron otra embarcación pública en el sentido de San Zacarías. La Venecia de los recuerdos, de los folletos turísticos y los documentales se abrió como un pavo real: decenas de palacios góticos del siglo XV, fachadas napoleónicas, basílicas y museos, el puente Rialto y el moderno Scalzi, más varios kilómetros de una belleza flotante y fantasmagórica.
Con su pequeña cámara desechable , Luciana cumplió el ritual japonés de apropiación fotográfica y envió un par de flashes de corto alcance contra la imponente basílica barroca de Santa María della Salute y otro par de fogonazos inútiles contra la serenidad bizantina de la Plaza San Marcos. El viento la envolvió en recuerdos de su padre, y fantasías sobre el abuelo. Su melancolía recurrente volvía de golpe, cabalgando ahora en el salitre domesticado del Adriático.
La pasión según el turista
Sin saberlo, conducida por la protección de sus antepasados, terminó hospedándose en La Residenza, un antiguo palacio que conserva la atmósfera, los muebles y el refinamiento de su historia ilustre. A pesar de su precio económico es, sin duda, lo mejor de la ciudad. El primo la recogería en la noche para cenar en Bai Barbacani, en una mesa para dos al lado de un canal con góndolas. Los recibieron con un prosecco y un pan excepcional, a los que siguió un rissotto all´astice, farfalle salmonate con punta di asparagi, un Barolo de lujo, un helado cremoso y queso Gorgonzola.
La brisa cálida arrancó al canal varias bocanadas de aliento putrefacto y decenas de ratas oscuras que les hicieron reír. Se contaron sus vidas, amoríos y divorcios, que no caben en estas líneas. Pero también reconstruyeron la historia del viejo inmigrante que, como un personaje de Tabucchi , hace mucho huyó a la Argentina, llegó a Venezuela, y fundó una familia . Luego el patriarca volvió a su Italia, para trabajar en Venecia y morir en Verona.
El domingo fue el turismo lo que se les vino encima. Otra clase de ríos. Miles de turistas con cámaras de fotos y videos tragándoselo todo. Haciendo todas las colas en todas las iglesias y en todos los museos. Dando de comer a millares de palomas, cómo para que se cumpla el ritual prometido en el folleto de turismo. Recorriendo todas (óigase bien: !todas!) las calles de los laberintos venecianos como para desquitar el costo de lo que habían pagado por llegar hasta allí.
Ya lo había dicho Marc Augé, el etnólogo de la ciudad moderna, el turista de hoy se desplaza para comprobar cuanto se parece la realidad al folleto que le dio la agencia de viajes. Su única realidad es lo que lleva en la mano, el mapa, la guía turística, la imaginería inoculada por la industria cultural. Lo demás es un decorado que , como en Disneylandia, gratifica al visitante cuando le deja descubrir que la ficción escenográfica cumple los requisitos de la realidad impresa en libros o en los videos de Discovery Channel.
Luciana y Tifis hicieron lo suyo: fueron tras las imágenes de Tomas Mann, de Visconti, de Proust. Fueron a la Playa Lido de Muerte en Venecia y se sentaron en el Café Florian de Plaza San Marcos, donde Byron y los Shelley alentaron afiebrados los delirios del Romanticismo. Imaginería, inversión, matrimonio indisoluble entre realidad y ficción.
El lunes Luciana se vistió estrictamente de negro para ir a San Trovaso. Llevaba zapatos ligeros y una blusa escotada de seda que exponía al sol sus bellos hombros y el inicio de sus grandes senos. El día luminoso se le hundía en la piel, mientras los turistas fluían por doquier.
Desembarcaron en el trachetto de Zattere y entraron en una pequeñísima calle detrás de la iglesia de San Gervasio. Ahí estaba la herencia. Una de esas treinta viejas góndolas de madera que esperaban dos cosas: ser calafeteadas y un dueño de ultramar. A su perplejidad fueron entregados seguidamente un acordeón con el fuelle vencido y una maleta con dos pantalones negros, dos sombreros de paja raídos por la antigüedad y una franela de rayas azules que no tardó en colocar sobre su pecho. Sonrió y se imaginó envuelta en el atuendo de su antepasado, empujando con un remo acanalado su negra góndola asimétrica. El viejo encargado refunfuñó con alarma, mientras el jóven, atento a la imponente figura de la muchacha, dijo con convicción: !habrá una revolución en nuestra Pequeña Venecia!.