[an error occurred while processing this directive]
Vivencias ItinerantesArchivos del hospital vargas vol 40 Nos 3-4 1998 .Caracas Venezuela pp 203-205.
Iniciamos el trayecto río abajo. La incertidumbre inundaba mi pensamiento, por vez primera mis pies iban a sentir el abrojo de la selva, por primera vez escucharía la lengua aborigen, degustaría su casabe, dormiría bajo un pleno cielo estrellado. Todo esto era sentir la vibrante emoción de navegar en curiara y recorrer siglos de vida. Tantos eran mis pensamientos, que no sabía que hacer al instante de pisar tierra firme, solo la certera actitud de cambiar mis ropas, ya que una inmensa ola producto del fuerte viento y de la corriente de motores cercanos, me bautizó, en medio de los gritos y burlonas risas, de aquellos recios guayaneses que acompañaban mi primer viaje itinerante. La modalidad de ser médico coordinador, me encaraba, por no decir que me investía con pluripotenciales poderes, ante el equipo humano que llevaba bajo mi tutela; de allí, que cualquier acción que se realizaba, implícitamente estaba marcada por mi aprobación, concedida o no. Condición determinante, en tierras donde el caciquiazgo, sigue siendo la más importante instancia de poder. Entre otras cosas, el inicio de cada viaje, representaba un inventario extenso del material y equipo indispensable, para realizar asistencia médico odontológica durante un promedio de veinte días. Se puede decir que de esta cuidadosa logística dependía el éxito de cada misión. Entendiéndose como éxito, realizar los objetivos previamente definidos, en condiciones óptimas, que permitieren nuestro sustento, traslado y permanencia, sin necesitar de un apoyo imprevisto por parte de la base principal ubicada en la ciudad. Por ejemplo, el tipo de régimen dietético al cual nos sometíamos, se iniciaba con el recorrido a las ventas mayoristas de Ciudad Bolívar en busca del saco de arroz, de la paca de espagueti, de los potes de leche, del mejor sabroseador del mercado, de las "chainas" (sardinas) más condimentadas, del té instantáneo, la mortadela mas duradera, y los infaltables "adicionales", conjunto de golosinas que viajaban de polizontes, y que constituían el último recurso en esos días marcados por una intensa caminata o una extensa navegación. En los que el desayuno se comía a las 6:00 am (un plato de espagueti con atún, cebolla picada, sabroseador, y dos sobres de tang para cinco litros de agua) y la segunda comida se realizaba al llegar nuevamente al campamento, ya fuese en una noche con lluvia, después de recorrer un kilómetro con el morral encina, e instalar el equipo buscando lo que estuviera más a mano, representando esto, comer un "maraca" (arroz pasado por aceite, seco y suelto, bien maraqueao), con sardinas y agua para pasar el gusto. Precisar si el río quedaba cerca de la casa, ya que el agua, imprescindible recurso para la alimentación, en algunas oportunidades nos quedaba tan distante que el recoger una jarra de 3 litros, significaba un recorrido de diez minutos por un intrincado paraje, imaginen si cargábamos el bidón de 45 litros. Si el techo era de zinc o de paja (por eso de las filtraciones al momento de llover), si había mesa para la consulta, si el suelo estaba lleno de niguas, o si sencillamente el espacio para evacuar, ameritaba salir en medio de la noche tormentosa; con un machete en la mano, para cortar el monte y abrir el orificio, donde con mucha certeza había que apuntar, para luego cubrir los desechos con tierra y ramas. No hay que olvidar que nuestros queridos "Cuñaos" andan descalzos por esos vastos terrenos... Una vez instalados, el juego de truco y las anécdotas del viaje, -donde fulanito se cayó al agua y perdió su equipaje-o la cotorra estimulante donde se exponía con lujo de detalles sí tal jefe era mejor, porque brindaba cerveza, en lugar de café; o que si menganita tenía la cabeza llena de cachos. Todas esas conversaciones, colmaban los ratos de colgar el chinchorro y de esperar el sueño en medio de un ocio infinito. Instante donde la mejor de ellas afloraba, como ritual infalible de cada día que transcurría, aquella cargada de chismorreo y vejación de todo ausente. Algunas veces se llegaba a la religiosa actitud de demostrar cual era el más macho según las mujeres que "hembreaba" o según los coñazos que daba. Todo esto sin olvidar el infaltable bigote, demostración corporal de hombría. Y es que afeitarse el bigote, era cono convertirse pa 'l otro lao. Travesaños de madera, suspendían la existencia bajo un techo de paja, armazón sin puertas ni ventanas. Esqueleto de barro, pasadizo de crecidas y vendavales, de plagas insufribles, de quejidos lejanos, de aullidos inciertos, de lúgubres sonidos que hacían más interesante cada noche. El amanecer se iniciaba con el Araguato, aullador de grave voz que invitaba, atrayendo hacía lo profundo de la selva; los sapos gigantes, con su orquestal polifonía, y los gallos, traídos quien sabe hace cuanto tiempo, que apropiándose del espacio, irrumpían con su estridente grito, determinando lo inminente, el levantarse para iniciar un nuevo día. La mañana despuntaba, y era abordada por los habitantes de la comunidad, quienes trazaban círculos en derredor de la casa que teníamos asignada. Y así llegaba la madre porque su hijo tenía "sarampión" (nombre que le asignan a todo tipo de erupción que padecen), el Capitán de la comunidad ofreciéndonos tabaco y pifias, y algún abuelo que reclamaba porque desde el último rociamiento había crecido la población de anopheles. Era encender el radio de transmisión, reportarse a Ciudad Bolívar o escuchar, como fue uno de los casos más interesantes, un mensaje radial, donde misioneros informaban que en alguna de las comunidades cercanas, una niña había sido atacada por un tigre. Lo cual significaba que al terminar la consulta saldríamos cuanto antes, puesto que la comunidad más cercana quedaba a seis horas de navegación. Al llegar al llamado Salto Ares¡, remontando el Alto Caura, en medio de una oscura habitación, rodeada de fogatas y ceniza, con cataplasmas de hojas de plátano y con el incesante cuchicheo de los ancianos, encontramos a Josefina. Una adolescente de 14 años de edad, tan pálida que su piel se tornaba transparente, su faz colmada de una bondad infinita, sin una lágrima, representaba la imagen de resignación: aceptar el destino y morir en aquel apartado lugar. Rápidamente, procedimos a evaluarla, y cual fue nuestra sorpresa, al quitar las cataplasmas de plátano, que su miembro superior izquierdo, desgarrado, tasajeado (atrapado por la mandíbula del animal) se encontraba en el mejor de los procesos de cicatrización. Desde el suceso hasta el momento de encontrarla, habían transcurrido 15 días, no se evidenció proceso infeccioso, se inmovilizó con una férula y al día siguiente salía con "Alas del Socorro", en dos horas de vuelo hasta Puerto Ayacucho. Ocho meses después, regresaba a su casa, con sombrero y crema protectora contra el sol, extrañando los grandes edificios de la capital del país, los extraños automóviles y todo eso que vio afuera. Pero feliz, ya que podría cargar a su pequeña hija de dos años de edad, y además, no se cumplíría la amenaza con la cual nos habían sentenciado: Sí ella regresaba con el brazo amputado, sería expulsada de la comunidad y abandonada a su suerte en medio de la selva. Mientras el médico sería eliminado con las puntas de sus flechas embadurnadas en curare. Todo esto, porque el öla (tigre en lengua Sanöma) seguiría rondando la zona hasta llevarse por completo a su víctima. Creencia que llevaba a la comunidad a tomar acciones con las antes descritas, para evitar que la salvaje fiera, siguiera atacando a los niños y a la comunidad en general. Tal es la fuerza de sus creencias, que no conseguí voluntario que me acompañara a colocar la dosis de oxacílína V.E.V., correspondiente a las 2:00 am. Al escuchar mis pasos, se avivaban las brasas de cada una de las fogatas encendidas en las distintas chozas, a fin de ahuyentar al maligno espíritu que acechaba en medio de la noche. Y es que allí las antiguas leyendas, poseen la mayor de las fuerzas. El itinerante rural se colmó de casos que ameritaban medidas de extrema urgencia, lactantes con cuadros meníngeos, escolares con fracturas de Colle's, ancianos con hemorragias digestivas; realmente la diversidad de eventos clínicos no diferían del ejercicio profesional desempeñado en otro lugar del país. Los paisajes eran muy contrastantes, se podía estar en medio de la espesa selva, o en medio de la sabana infinita, donde su único lindero es el horizonte...o bien podía apreciarse la desolación que presenta el Río Cuyuní, la resequedad de sus orillas, las interminables colas que emergen de las profundas aguas. Las rocas del turbio raudal son reflejo de la civilizada devastación. Herrumbrosos anclajes de balsas que profanaron las entrañas de la Madre Selva. Realidad que me lleva a la conclusión que en esas zonas, el servicio médico se centra en la resolución de las enfermedades dejadas por los mineros y sus campamentos de corrupción y muerte; el indígena, neutral poblador y propietario de esas tierras, carece de capacidad económica productiva, que le permita mejorar en forma satisfactoria su actual calidad de vida. Contagiados con la fácil riqueza de las minas, permanecen en el letargo de poder conseguir los granos microscópicos que les permitan comprar sus aparatos de sonido estéreo, y al ritmo del vallenato, perecer víctimas de las palúdicas fiebres, a la intemperie, solo con un techo de zinc, en las mugrosas hamacas, carentes de mallas protectoras contra los mortales Anopheles.
|
||||
[an error occurred while processing this directive]