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Troya

Dir.: Wolfang Petersen. 2004.

     La versión hollywoodiana del famoso poema griego resultó propiamente... un bodrio homérico.
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Cineismo.

     El intento de "aggiornar" la mítica gesta haciendo reflexiones pacifistas (luego de tratar de complacer al público despanzurrando gente a troche y moche) y con referencias a la política de los EE.UU. (hay imágenes en las que voltean monumentos como el de Saddam en Irak) son más bien una expresión vergonzante y esquizofrénica. Si están tan en contra de la guerra que hagan una comedia romántica.
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Gustavo Noriega: El Amante Cine.


I

     El verano sin fin, el hot summer comenzó en Troya Coast con los surfistas de las cabelleras doradas, al calor de las peleas homoeróticas a la orilla del mar abierto.
Aquiles y su primo son los reyes de la playa, mal o bien coronados por sus melenas oxigenadas a lo Marc Occillupo.

     Juntos conforman un escuadrón de la muerte, tipo Point Break. Y en compañía de tres modelitos anoréxicas, como Cristina Aguilera, harán de La Ilíada una versión antediluviana de Baywatch, en honor al aceite bronceador. Dios salve a Coppertone, al silicón y a estos grandes sons of the beach, por brindarnos la oportunidad de sonreír a costa de su humor involuntario.


II

     Como dijo el equipo de Días de Cine, mientras usted menos conozca la obra de Homero, más le va a gustar la Troya de Wolfang Petersen.

     Ahora bien, si usted la leyó con cuidado y paciencia, o manquesea por encimita, prepárese para sobrellevar la carga de 150 millones de dólares invertidos en la megaempresa de transfigurar la Ilíada en un poema épico de orden altisonante, en un péplum digital de última generación, cual cuña de Pepsi con Enrique Iglesias y Britney Spears en el coliseo, aunque en esta oportunidad la cosa no va de romanos sino de griegos anabolizados, guapetones, camorristas, fanfarrones y soberbios como Hulk Hogan en la lucha libre americana, como el hijo del Santo en la Mejicana o como Stone Cold en Celebrity Deathmatch. Good right, con el gancho publicitario de Brad Pitt, good fight, en la misma arena virtual de Mortal Kombat.

     En efecto, el despliegue mediático del primer combate recuerda en su acabado visual a las luchas cuerpo a cuerpo de los video games.

     Por otro lado, la gran contienda de la función, a escudo y arma blanca, enfrenta al esposo de la Aniston con el chico Hulk, pintado antes de verde y ahora de rojo, en un duelo interpretativo, de lo más rescatable, donde Eric Bana le da una verdadera paliza a Brad Pitt, aun cuando Héctor sea derrotado por Aquiles en el último round.

     Los dos, sin embargo, recibirán la misma exaltación homérica, de parte de Wolfang Petersen, quien los endiosará como figuras ejemplares del santuario universal, haciéndole un gran favor a la propaganda castrense,de reclutamiento y ensalzamiento militar, divulgada como bandera antes y después de la intervención en el medio oriente.

     En el plano de cierre, uno de los personajes expresa muy bien el carácter beligerante de una película pretendidamente pacifista: Me siento orgulloso de vivir en la era de Héctor y Aquiles, mientras el alma del segundo asciende al cielo, en un contrapicado de fuertes resonancias marciales, cuyo eco repercute directamente en la sensibilidad norteamericana, en razón de los cientos de soldados caídos en la última guerra.

     El gran consuelo moral del film estriba en prometer inmortalidad y reconocimiento ecuménico al guerrero abatido en ejercicio de su deber. Es garantizar la vida y la gloria después de la muerte.

     De esta forma, Troya levantará la autoestima del pueblo y la tropa americana, alicaída tras la publicación de ciertas fotografías, y tras el regreso sin gloria de ciertos jovencitos en féretros de color opaco.

     En sus anteriores películas, Petersen ya se había aproximado al tema de lo heroico, desde un punto de vista patriotero en la chauvinista Avión Presidencial; desde una óptica crepuscular y decadente en su estupenda La Línea de Fuego con Clint Eastwood; y desde un enfoque melancólico y sombrío en Tormenta Perfecta.

     En mayor o menor medida, casi todas sus películas reflexionan sobre el renacimiento y el ocaso de los ídolos, sobre la grandeza y la miseria de los superhombres en momentos de crisis.

     Ahora con Troya, el realizador alemán invoca el espíritu de la tragedia, para describir el fatídico ascenso de Aquiles y Héctor hacia el edén de la inmortalidad, en contraste con el ignominioso descenso de Paris hacia el infierno de la culpa, la infamia y la condena perpetua. Se confronta así la valentía con la cobardía, la nobleza con la traición, el sacrificio con la evasión, al igual que en La Pasión de Cristo.

     Paris es el Judas de la función; y Aquiles, el Mesías redentor. La moraleja no sufre alteración. Apenas cambia el decorado y la puesta, pero no tanto. Triunfa el que muere dando la cara y con las botas puestas, no el que elude su misión, su compromiso, su obligación como caballero, como hombre.

     Entre tanto, el hiperrealismo vuelve a borrar cualquier atisbo de fantasía y ficción. Troya quiere pasar por información veraz, por verdad revelada, sin intervención directa de demiurgos literarios, sin ayuda de dioses. Al final, todo es un problema, una cuestión de humanos, demasiados humanos en malas tierras con olor a muerte. La Ilíada según la épica conquistadora de Soldado Ryan, con todo y desembarco de Normandía.





-Sergio Monsalve
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Van Helsing

Dir.: Stephen Sommers. 2004.

    Refrito o refrescamiento digital de la ecuación cinéfila adoptada por la Universal en los años cuarenta, cuando en razón de la decadencia mercantil y estética del cine de terror, se decide reunir en una misma producción a todos los monstruos del famoso estudio, para exprimirles el jugo comercial por última vez, a cuenta de ponerlos a compartir cartel, o a secundar, a los tontos y retontos de Abbot y Costello en híbridos intergénericos como The House of The Frankestein, The House of Drácula y Abbott & Costello Meet Frankestein, ingenuos antecedentes serie “b” de la nueva generación de ambiciosos remakes explotados, mercadeados y producidos bajo el esquema de la franquicia clase “A”, donde el tamaño sí importa y la cantidad es sinónimo de la calidad.

    Van Helsing es al cine de Terror lo que fue La Maldición del Perla Negra para el cine de aventura: la disneyficación de un género por efecto de su vaciamiento conceptual, para convertirlo en puro significante sin contenido; en un parque temático de atracciones, ora de risa, ora de espanto y brinco. Cajita feliz de McDonald’s en celuloide, con muñequitos incluidos, para consumir y botar en cuestión de minutos. Una perdida de tiempo racionalizada y planificada en laboratorios de marketing.

    Protagoniza un mercenario, egocéntrico, etnocéntrico, donjuanesco y petulante como Brad Pitt en Troya. Es decir, el arquetipo de la temporada veraniega. La no-historia narra la cacería de tres especimenes de la mitología fantástica: El Hombre lobo, Drácula y Frankestein. Como en La Liga Extraordinaria, se les reúne por capricho de la oferta y la demanda, como en Freddy Versus Jason, se les deshumaniza, y como en el expresionismo tardío y conservador, se les sataniza. Olvídense de Whale y Browning. Acuérdense que dirige Stephen Somers, el mismo de La Momia y La Momia Regresa, dos películas sobre el bien a la caza del mal, en territorio desértico y medio oriental, para más inri de los teóricos apocalípticos y multiculturalistas como Robert Stam.

    Hollywood se vuelve a enemistar con sus monstruos, con sus fantasmas, después de haber firmado, y filmado con ellos, un pacto de no agresión, una declaración de tregua y distensión de hostilidades, en películas como Monsters Inc.

    En la actualidad, los monstruos encarnan nuevamente el papel del enemigo público número uno, a perseguir, exterminar y erradicar de la faz de la tierra, a fin de garantizar la paz geopolítica del mundo. Es el sueño de Miss Simpatía hecho realidad. Un retroceso estético de más de setenta años, en contra de la evolución del género, y de la madurez de sus signos de identidad.

 

-Sergio Monsalve
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Mayo francés 2004


I

    Cannes se rebaja al encumbrar a Moore como el adalid, como el vocero del descontento internacional en contra de la guerra de Irak, como el máximo representante del cine antibélico, mal llamado “antibush” por quienes inventan etiquetas de la nada y para nada.

    Decenas de documentales y documentalistas habían pasado por Cannes, sin pena ni gloria, tras denunciar en vano el estado de putrefacción del viejo orden mundial. Nadie les hacía caso. El jurado los ignoraba y los excluía abiertamente del Palmares. Tuvo que llegar el más mainstream de todos, el menos Chris Marker y el más Geraldo Rivera, para que el Festival de Festivales reconsiderará al género entre sus prioridades.

    La última vez que un documentalista obtuvo la Palma de Oro fue en el año 1956, cuando la recibió Jacques Cousteau por El Mundo Silencioso. Desde entonces han sido marginados de la selección oficial y condenados al anonimato, grandes maestros y titanes de la no ficción. En su lugar y en su nombre, ahora se le consagra y se le diviniza al showman del momento, al ex conductor de teleshows, al más roba cámara de la legión. Todo un insulto , una falta de respeto a la memoria obstinada de los padres fundadores del género.

    Por cierto, en el mismo Festival fue estrenado otro documental de Patricio Guzmán sobre el caso Chileno: Salvador Allende. ¿Y adivinen qué? Regresó a casa con la frente en bajo.

    Sólo comentar que, pensándolo un poco, la tarea que asume Moore en este documental debe ser una de las más sencillas que jamás un documentalista se haya podido plantear: ridiculizar a George W. Bush.
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Miradas de Cine: Festival de Cannes 2004.


II

    A treinta y seis años del mayo francés, la izquierda divina, derechizada en teoría y acción, vuelve a la carga en el festival de Cannes, al otorgar una Palma de Oro con raíces transpolíticas a la nueva especulación antibush, o mejor dicho pro-bush según Goddard, del último mohicano de la era postwatergate: Mister Michael Moore, o Mister me-hago-millonario-y-famoso-a-costa-no-de-todos-los-hombres-del-presidente-sino-de-todas-las-meteduras-de-pata-de-mi-amigo-W.

    Ahora bien, ¿quién ganó en todo esto? ¿El arte? Si acaso el de elucubrar álgebras conspirativas. ¿La Política? En todo caso la contrapropaganda. ¿El cine? Frío, frío … ¿The money makers? Caliente, caliente… ¿Miramax? Too damn hot.

    Así es, el verdadero triunfador en Cannes no fue Moore, fue el productor de su película, secundado por un fallo, fallísimo y no anti-bush sino anti-ético, de otra ficha del estudio filial de Disney: Quentin Tarantino.

    Recapitulemos todo en una ecuación a lo Moore:

Miramax = Harvey Weinstein = Kill Bill + Quentin Tarantino = Presidente del Jurado de Cannes 2004 = Palma de Oro a Farenheit 9/11 = Miramax.

    Más sencillo, imposible.

    Con todo, ninguna agencia de noticias hizo referencia a la relación carnal entre Miramax, Quentin y Moore. En cambio, los cables foráneos apenas destacaron el cacareado cariz antirepublicano de la cinta ganadora, para echar más leña al fuego de la ya ardiente campaña electoral norteamericana.

    Desde luego nunca sabremos si la información perjudicó o favoreció al candidato aludido por el film. En cualquier caso, una mala o una buena nueva siempre surten el mismo efecto en la opinión pública: mantener polarizado y dividido al electorado entre dos opciones antagónicas. Una plusvalía ideológica a favor del bienestar bipartidista y bipolar, por no decir esquizofrénico.


II

    Quienes han visto la película aseguran y aseveran algo previsible: Farenheit está muy por debajo de Bowling For Columbine, la anterior de Moore. Y no es para menos, si tomamos en cuenta el factor tiempo, pues la película fue concluida, con premura, días antes de la inauguración del certamen.

    Se trata entonces de un encargo festivalero, hecho a la carreras y a la marcha de acontecimientos en pleno desarrollo. O sea, es un reportaje por todo el cañón, condenado a los apremios de la actualidad, el ahora o nunca. Su prueba de fuego consistirá en superar el estrecho margen de la coyuntura y el inmediatismo de la primicia, para trascender a los límites de la historia con mayúscula. De momento, su valor es netamente circunstancial .Y probablemente pierda vigencia, más temprano que tarde. Quizás por ello se adelantó su estreno para finales de junio, luego de ser pautado para el once de septiembre.


III

    Entre tanto, la administración del Festival de Cannes se ha reservado el derecho de volver a galardonar a una consentida de los grandes estudios. El año antepasado fue el turno de Focus (Universal) con El Pianista, el pasado le tocó a HBO (Time Warner) con Elephant, y el presente a Miramax con Farenheit 9/11.

    En su última edición, Cannes insiste en politizar el Palmares como en años anteriores, al conceder el laurel de Oro a otra bandera cinematográfica del hipócrita progresismo Francés, presto a condecorar criticas y condenas largometradas en contra de las miserias de sus países rivales, pero incapaz e impotente de sentar posición ante las calamidades de su propio sistema. Como dato para la reflexión, procedo a informar lo siguiente: en la patria liberal que concede Palmas de Oro a Michael Moore y que organiza Festivales de cine en países del tercer mundo como el nuestro, censuraron hace cuestión de semanas a la película Route 181 de Michel Khleifi, por atreverse a esgrimir una demoledora analogía entre el holocausto judío y el genocidio palestino. No acaban aquí las incongruencias y los contrasentidos del pasado mayo francés.

    Por último, Gilles Jacob, el presidente del “Festival de Festivales”, reincide en cometer la injusticia de designar un jurado favorable al cine norteamericano, con lo cual se garantiza el happy ending esperado por las majors, en detrimento de las pequeñas películas multiculturales del arte y el ensayo tercermundista.



-Sergio Monsalve
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Elephant:
La ética indolora de los nuevos tiempos


    Las dos películas que se han realizado sobre la masacre de Columbine, Elephant de Gus Van Sant y Bowling For Columbine de Michael Moore, desarrollan una narrativa cíclica bajo el eje conceptual del eterno retorno de la nada y la muerte, con el fin de representar el inevitable, constante y periódico sobrevenir de la destrucción y el exterminio masivo, en el corazón salvaje de la civilización occidental. Sin duda, es el reflejo cinematográfico de la omnipresencia absoluta de la pesadilla parricida en el estado inconsciente del sueño americano. Un fantasma que desaparece y reaparece de manera continua a lo largo de ambos films. Un leit motiv que se repite con la frecuencia automática de una sesión de boliche.

    Así parece ser la realidad bélica para Van Sant y Moore: un círculo vicioso, una chuza contra pines indefensos, que se reitera y se recicla permanentemente.

    Sin embargo, mientras el ritornelo terrorífico de Moore gira en torno a una relación causa efecto, para intentar explicar el fenómeno Columbine, el elefante de Van Sant marcha alrededor de dos verdugos precoces cuyos móviles, justificaciones y razones, para cometer sus tropelías, nunca quedan del todo claras y definidas.

    Ciertamente los pequeños asesinos del film conviven en el ecosistema de una familia disfuncional, integrada por naturaleza a la mecánica implosiva de la anomia colectiva, con acceso ilimitado al mercado de los war games, a través de las redes virtuales de la comunicación abierta.

    De igual modo, los protagonistas se entretienen con video juegos de guerra, compran armas a domicilio, coquetean con posiciones fascistas, y son claramente segregados por la intolerancia del contexto, a consecuencia de su condición social y de sus preferencias sexuales.

    Aun así, el director no los justifica, ni los presenta como las típicas “víctimas del sistema”. Tampoco los condena, ni los indulta. Si acaso los contempla con la frialdad expositiva de Bresson, con el desafecto ceremonioso y pesimista de Chabrol, con la violencia transpolítica y hermética de Lindsay Anderson en If, ganadora también de la Palma de Oro, y asimismo portadora de un final apocalíptico, donde unos estudiantes ejecutan a fuego de metralla a los miembros de su alma mater, en el principal precedente cinematográfico de Elephant.

    Sea como fuese, el director en vez de juzgar a sus personajes, positiva o negativamente, los refleja neutral y documentalmente en las entrañas de una realidad compleja y abstracta, bien engranada eso sí, pero imposible de descifrar en cuestión de dos horas.

    Elephant es un rompecabezas inconcluso, abierto. Es la fábula del elefante y el ciego, la metáfora del elefante dormido, proyectada en imágenes de alto contenido lírico, por mediación de los travellings más oportunos de la irregular trayectoria de Gus Van Sant, reconciliado ahora consigo mismo tras venderle el alma a la industria por tres monedas en vías de devaluación estética: Psycho, fallido remake de la obra de Hitchcock, Buscando a Forrester, adormidera largometrada de minorías raciales, y Good Will Hunting, otro camelo de “si tu quieres, tu si puedes” en la tradición de Jerry Maguire; cine de autoayuda y catarsis a lo Paulo Coelho para una generación derrotada y desempleada. Es la última metamorfosis posmoderna del american dream en la tierra de las oportunidades, en el territorio de lo posible, o en el mismo ring darwinista de Rocky Balboa, donde la recompensa al esfuerzo sostenido del superhéroe, jamás se hacía esperar. Por supuesto, sucedía y sucede en las malas películas, no en la realidad. Pasaba en las peores de Van Sant, pero nunca en su nueva faceta de cineasta minimalista, inspirado por el Satantango y los planos secuencia de Bela Tar, a efecto de dirigir dos películas áridas y desoladas: Elephant y Gerry.

    La primera constituye el pico más alto en la carrera del autor. Un film yermo a campo traviesa, un vacío inquietante y turbador, privado concientemente de cualquier orientación pedagógica. Una estrategia fatal, un intercambio imposible sin consecuencias, antecedentes y corolarios. Un crimen perfecto, brutal e inquietante tan sólo de ser enunciado, articulado y reconstruido. Los comentarios, las explicaciones sobran. Basta apenas vislumbrar el mosaico para deducir su título, su significado y su alcance.

    En resumen, el paquidermo de Van Sant hace sombra sobre los prejuicios más comunes del caso, para arrojar luz sobre los espacios geopolíticos inexplorados por el documental de Michael Moore: el laberinto de la soledad, el desierto del sentido y la incomunicación, el abismo del desafecto y la apatía. En fin, el mundo glacial y posmoderno,sin sentimiento de culpa y compasión, descrito en La Ética Indolora de Los Nuevo Tiempos Democráticos, y retratado gráfica y descarnadamente en las cárceles de Irak; último territorio conquistado y colonizado por el Elefante republicano.




-Sergio Monsalve
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Memoria del Saqueo

Dir.:Fernando Solanas. 2003.

    
    El Pino hace documentales de contrapropaganda, pero al mismo tiempo le hace propaganda, aquí y acullá, a gobiernos antineoliberales y antiglobalizadores, en apariencia nada más, porque en la práctica sobreviven a costa de los excedentes del capital imperial.

    Denuncia los abusos del poder privatizador, pero renuncia a su capacidad crítica frente a los desmandes de la gestión pública, en países como el nuestro. No le perdona la vida a ningún superministro de Menem, pero se hace el loco, al igual que Ramonet, ante las arbitrariedades de superhugo, y hasta justifica, como Benedetti, la dictadura de Fidel.

    En Memoria del Saqueo se muestra inclemente con el odioso modelo de Cavallo, pero en la corte del teniente coronel se muestra condescendiente con el proceso Bolivariano. Acepta el papel de figurar como bandera política y cultural de la revolución bonita. Es otro cineasta latinoamericano al servicio de nuestro aparato gubernamental,de nuestra burocracia kafkiana, como Chalbaud y Azpurua, dos intelectuales con la conciencia subsidiada por fondos del erario público.

    En el estreno nacional de Memoria del Saqueo, compartió escenario con el mecenas de la proyección: el presidente de la Republica. La función evocó la típica inauguración del Festival de la Habana en el teatro Carlos Marx, ante la nomenklatura del estado, ante funcionarios de alto y bajo rango, convocados para hacer bulto, y reunidos para ovacionar de pie al comandante en su llegada triunfal y victoriosa al Teresa Carreño, en una noche de gala donde las siete artes fueron reducidas al grado cero de la estética oficial. Incluso, el memorioso, que no memorable, documental de Fernando Solanas cumplió la función de legitimar y reafirmar, nuevamente, el único discurso cinematográfico reconocido y celebrado por el gobierno: el panfleto audiovisual de agitación populista a la manera soviética o a la forma del cine liberación, fundado e instituido por el propio Pino en La Hora de los Hornos.

    Su probable secuela, Memoria del Saqueo, prosigue con las investigaciones, de lucha de clases y teoría de la dependencia, iniciadas por él y Octavio Gettino en los años sesenta, a la luz de la posguerra, la revolución cubana, el tercer cine, Marcuse, los relatos de emancipación colonial y la deconstrucción del pensamiento etnocéntrico de Sarmiento.

    Con el mismo trasfondo conceptual, pero actualizado a los nuevos tiempos, el realizador dirige su mirada a los antecedentes de la mafiocracia argentina, con el propósito de remontarse al origen y al fin del menemato. La tesis del autor se divide en diez capítulos, a partir de temas como el vaciamiento, la corrupción, la miseria y “el genocidio silencioso” del Fondo Monetario Internacional.

    El conjunto sobresale por la acuciosa sustentación informativa de los argumentos, pero se resiente por el sensacionalismo pornográfico de un par de secuencias innecesarias y excesivas en el tratamiento visual de la desgracia ajena. La cámara de Pino brinda verdaderas lecciones de cine en el desarrollo de sus planos secuencia (visiones subjetivas de la desolación institucional), pero peca de inconsistencia reporteril en el registro de las manifestaciones callejeras.

    Por medio del montaje rítmico se configuran un par de escenas memorables, la de los “levanta manos” en el Congreso y la de los sindicaleros corruptos en plan de Cosa Nostra.

    Sin duda, lo mejor de todo: el intro, en virtud de sus planos y contraplanos entre picados de niños de la calle y contrapicados de rascacielos corporativos, al son de una tonada desgarradora. Lo peor: el final esperanzador del tipo demagógico, la escena de los vampiros digitales, el complejo seudomoore de Pino y el lamentable estreno en el Teresa.



-Sergio Monsalve
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