Mi cabeza golpea de vez en cuando con el frío vidrio del taxi mientras el conductor trata de sortear violentamente el tráfico de otra mañana en la que no se ve el Popocatepetl. Mi amiga Cynthia dice que estos son los mejores días del año. Si es así, atino a imaginar que en verano esta ciudad debe ser el vivo ejemplo de que dos milenios de evolución no han logrado nada en occidente.
La calle está llena de automóviles pero siento que el chofer y yo somos las únicas personas vivas en la capital del hollín. Una sección de metales acompaña a un clarinete dirigido por Duke Ellington, mientras que por el espacio que hay entre mi piel y los audífonos se cuela la nueva canción de Paulina Rubio.
Dos patrullas trancan la entrada al Viaducto. El taxista los esquiva, cruza el puente de Monterrey y toca la bocina para anunciar que va a sortear el bloqueo metiéndose en contrasentido por un retorno.
-¿Y estos por qué están así? pregunto mientras pasamos, infringiendo olímpicamente la ley más básica de circulación, por al lado una de las patrullas.
-Pos no se contesta alargando las vocales para marcar la puntuación-, lo hacen cuando se tranca el Viaducto
pero mire, está despejado.
El Viaducto Miguel Alemán, herida de concreto a media ciudad, hundido río de asfalto cruzado por decenas de puentes en arco, chapucería de un maestro de obras provinciano, indiscutiblemente chilango, exclusivo de una megalópolis del tercer mundo.
Anoche vi a mi primera novia en un sueño. Estaba en un café con un tipo, siéndole infiel a su marido. Había muchas plantas, palmas, o helechos, mucha luz. Vestía un suéter azul oscuro con una banda roja delgada en el pecho. Estaba un poco más gorda, o menos delgada, para ser preciso, el cabello más corto, sonreía mucho, me contaba su vida sin hablarme. A él nunca le vi la cara.
Vuelvo a golpear el vidrio y los helechos, la luz, R, su cabello miel, su cara redonda y sus labios apretados para disimular apenada una sonrisa perpetua, parecen estar a más de un país de distancia. R está quizás en Canadá y probablemente no le sea infiel a ese marido que la trató como una reina cuando yo no pude, no quise.
Entramos en Iztacalco, la casa de la sal, el chofer me pregunta si sé en cuál calle debemos cruzar.
-No, todos estamos perdidos en esta ciudad.