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De la espalda de Cristo al color de La Pasión


     La Pasión de Cristo define una nueva era en cuanto a la forma de representar al Mesías y al demonio en el cine. La imagen de uno y de otro han evolucionado casi a la par a lo largo de la historia del séptimo arte, adaptándose a los cánones y rigores estéticos de cada época. Si bien el significado y el contenido de ambos personajes se ha mantenido constante desde tiempos inmemoriales, su significante ha variado considerablemente con el paso del tiempo. No es lo mismo el Jesucristo Superestrella de la vanguardia pop, que el Jesús de Nazareth encarnizado por Jim Caviezel.

     Es preciso recordar que antes de la película de Mel Gibson, la figura de Satanás o del intruso destructor, como lo califica Jordí Balló, era poco menos que un estereotipo medieval, con cuernos, garras, cola y un tridente en la mano; es decir, un icono tan verosímil y convincente como el logotipo de diablitos underwood. Así fueron no sólo el Aquelarre de Murnau en la era expresionista o el Lucifer de Meliés, sino también el Mefistófeles de El Día la Bestia o el ángel caído de la película Leyenda, estrenada hace no menos de quince años por parte de Ridley Scott.

     En las últimos décadas, la imagen de Leviatán ha sufrido tantas metamorfosis y transformaciones como el perfil de Michael Jackson o como la efigie contranatura de Marilyn Manson, no por casualidad denominado el anticristo superestrella del tercer milenio. Para ser más específicos, la figura camaleónica del demonio ha adoptado recientemente la forma de un jerarca corporativo interpretado por Al Pacino para la película El Abogado del Diablo; igualmente, la apariencia de un cincuentón hedonista en crisis de regresión juvenil como el Jack Nicholson de Las Brujas de Easwtick; así como también la estampa rotunda y perversa de Robert De Niro, para el dantesco y enigmático policial de Alan Parker, titulado Corazón de Ángel.

     Pero el arquetipo de Satán no sólo ha sido personificado por grandes actores de carácter, consagrados con el oscar a la mejor interpretación masculina. Asimismo, grandes damas de la actuación y niños prodigio de tercera categoría, saltaron a la fama, por menos de quince minutos, bajo la investidura y el patrocinio del amo de las tinieblas. Según el escritor Jesús Palacios, “cuando el cine pretende asustar, usar el miedo que todos, creyentes e incrédulos, sentimos ante el diablo y sus cohortes, opta por darle el cuerpo y el rostro de aquellos seres más indefensos y tiernos: los niños•”, como el caso del joven Demian en la ya clásica y mítica, aunque no por ello menos efectista, La Profecía, dirigida por el errático Richard Donner.

     En cuanto al apartado de “las encarnaciones femeninas del diablo”, figura por encima del montón, la Linda Blair de El Exorcista, en sus primeras dos versiones, y también en su parodia, que es al cine de terror, lo que para el cine detectivesco fue la serie Dónde Está el Policía, parte I, parte II y parte 33 y medio, que aunque no se parece en nada a la última parte de Matrix, El Señor de los Añillos, American Pie, Terminator, Spy Kids, La Guerra de las Galaxias y Freddie versus Jason, comparte con ellas el gusto por la reiteración, la clonación y la redundancia de un mismo signo, hasta agotarlo, por supuesto.

     Retomando el tema central de nuestro ensayo, al igual que El Exorcista, el demonio de La Pasión de Cristo es caracterizado por una mujer, sin embargo, como apunta Rafael Arráiz Lucca, se trata de “un ser fantasmal, un tanto andrógino, que se solaza en la tragedia de Jesús, la tragedia del otro”.

     La condición andrógina del personaje no es casual. Responde en principio a una manera de representar la indefinición ética y estética del mal. En tal sentido, el diablo de Gibson alude directamente al ideal corporal de la sociedad de consumo. Según la escritora Estrella de Diego, “La androginia se ha convertido en el ideal impuesto e incluso en el símbolo de la seducción…La androginia se establece en los ochenta en su acercamiento típicamente masculino: la eterna juventud de unos hermanos que, igual que los efebos de fin de siglo, obligan a la mirada a preguntarse quién es él y quién es ella… Los nuevos andróginos están a menudo solos e indefinidos, como en la publicidad de Ralph Lauren, intercambiándose secretos, seguros de que en su ambigüedad de ideal impuesto, serán invencibles. En un momento en que la androginia es el ideal impuesto en una sociedad que pretende presentarse sin géneros ni clases, y consiguientemente, sin razas, lo andrógino simboliza esa desposesión absoluta, la eliminación de todos los opuestos”.

     Precisamente, La Pasión de Cristo refleja el deseo, la disposición y resolución de un ser andrógino por destruir y eliminar a su par opuesto, Jesús de Nazareth, quien además de derrotarlo en el terreno moral, lo hará también en el ámbito estético, al imponer el “ideal cristiano de belleza”, en una película que marcará un hito, un antes y un después en la forma de incorporar en el cine al hijo de Dios.

     Para demostrarlo basta con hacer un estudio comparativo con los grandes precedentes históricos del denominado “género cristiano”, en cuyo seno cohabitan desde el Nazareno de Franco Zefirelli hasta el controvertido Jesús de Montreal, sin contar con el polémico Mesías de Martín Scorsese. A diferencia de ellos, el Jesús de Mel Gibson ha sido considerado por la crítica especializada, el más hiperrealista y naturalista de la historia del cine.

     A propósito, al parecer del Padre Peter Malone, “Mel Gibson ha elegido que gran parte de su filme sea 'naturalista'”, para retratar La Pasión de Cristo “tal y como fue”. De esta manera, el director de la película parece responder a la necesidad posmoderna de “ver para creer”, y a la exigencia contemporánea de garantizar la máxima autenticidad posible, la mayor fidelidad de la imagen con respecto a su fuente de origen, amén de la doctrina de la objetividad, de los criterios conceptuales del periodismo, de los cánones de legitimación visual, en la sociedad mediática de última generación, en la sociedad teledirigida, donde al homo videns se le inculca desde niño que la “imagen vale más que mil palabras”, “ que ojos que no ven, corazón que no siente”, “ que no se puede ocultar nada”, y “que todo tiene que quedar al descubierto de la mirada pública”, sin omitir detalle alguno y sin dejar nada al libre entendimiento del espectador.

     Cabe destacar que no siempre fue así, no al menos en la historia del cine norteamericano, y tampoco en la manera de proyectar la fisonomía de Jesucristo en 24 cuadros por segundo. En efecto, en un brillante análisis de reciente data, el Padre Peter Malone recuerda: “Durante treinta y cinco años, de 1927 a 1961, el rostro de Jesús no se vio en las películas de los grandes estudios de Estados Unidos. Se lo mostró por partes (una mano, un brazo, sus piernas en la cruz o visto a distancia) en películas como El Manto Sagrado y Ben Hur en los años cincuenta. Después de ese intervalo, Jeffrey Hunter aparecía como Rey de Reyes. Cuando Jeffrey Hunter habló en Rey de Reyes, era la primera vez que el público había oído que un actor dijera las palabras de Jesús. Los movimientos de música popular de finales del 60 produjeron Jesucristo Superstar y Godspell, ambos filmados en 1973. Los musicales pusieron en evidencia como la narración en imágenes del Evangelio es más 'estilizada' que 'realista'. Con esta tradición llega La Pasión (de Cristo) a las pantallas. Una de las intenciones principales del director y su co-guionista, Ben Fitzgerald, es sumergir al público en el realismo de la pasión de Jesús”.

     Vemos entonces como hemos pasado de una época en que la imagen de Jesús era apenas sugerida, a una época en que la imagen de Jesús se manifiesta explícitamente sin sugerencias y limitaciones de ningún tipo.

     El primer período coincide con el apogeo del código de decencia Hays; la ausencia de hemoglobina en la pantalla y el nuevo orden moral de la posguerra. Hasta entonces persiste una política de “cero tolerancia” contra cualquier atentado a las buenas costumbres del cine clásico. La censura prohíbe y proscribe contenidos explícitos. Muchas películas son mutiladas en la sala de montaje. Y se impone en Hollywood el modo grandilocuente, colosal, espectacular, manierista y aséptico de Cecil B. Demille para poner en escena la historia del Rey de Reyes.

     La siguiente etapa, la contemporánea, la hiperrealista, apunta en una dirección totalmente contraria y opuesta a la anterior. Parte de la domesticación industrial del cine gore, y se consolida en la exaltación de la crueldad como discurso, en películas como Tiburón y Viernes Trece. Crece en paralelo a la irrupción de los reality shows y Real Worlds en directo; a la normalización mediática de la violencia como fenómeno cotidiano de las grandes urbes apocalípticas; a la intención de reproducir y reconstruir la historia por medio de los artilugios del séptimo arte, como si el cine y sus dispositivos fuesen un scanner de alta definición, con una precisión infalible, no ya para representar el pasado, sino para suplantarlo definitivamente por un carrete mágico.

     En este paisaje de acontecimientos surge un largometraje como La Pasión de Cristo, película tan de su tiempo como imposible de concebir en el apogeo de la era dorada, cuando reinaba la orden del recato iconográfico.





-Sergio Monsalve
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Gran Pez

Dir.: Tim Burton. 2003.

    En el cine de Tim Burton, la realidad jamás supera la ficción, los sueños de la razón no producen monstruos, sino criaturas entrañables, y la verdad se subordina a los designios arbitrarios del subconsciente, donde reposan nuestras ilusiones, pasiones y temores, en completa libertad y armonía.

    Por ello su obra se identifica con la fantasía surrealista de Luis Buñuel, con las pesadillas góticas de David Lynch, con el terror estilizado de Terence Fisher y Mario Bava, con la melancolía de los clásicos, con el espíritu circense de Federico Fellini, y sobre todo con los freaks de Tod Browning; abstracciones poéticas de la alteridad, la marginación, la otredad y el romanticismo monstruoso de Shelley.

    Cual prometeo posmoderno, cual Pigmalion neobarroco, este demiurgo infatigable ha creado, a su imagen y semejanza, una nueva teratología fantástica con objetos de desecho de la cultura pop, en oposición bizarra y reciclada de la zoología parmalat de los mamíferos Disney, invirtiendo la estética binaria y simétrica del cine animado made in Hollywood, en donde lo “bueno es necesariamente bello” y “lo malo es forzadamente feo”, como en el Miss Universo, como en la fashion y facha revista Bikini, como en la publicidad cuyo criterio consiste en idealizar y ennoblecer el cascarón vacío de Norkys Batista, Anarella Bouno, Chiquinquirá Delgado y Winston Vallenilla; y en fin, como en la “estética fascista” atribuida por Susan Sontag a la filmografía de Leni Riefenstahl, quien se dedicó por años, según René Weber, al oficio de magnificar “la pureza, la belleza de los cuerpos”.

    Así pues, en la filmografía iconoclasta del realizador podemos encontrar desde Marcianos al ataque de las figuras heroicas del star system, hasta demonios fáusticos y grotescos como Beetlejuice, sin olvidar a los no menos revulsivos, pero humanos demasiado humanos, integrantes de su imaginería ecléctica, como el jinete sin cabeza con dientes afilados de Drácula, cabello de punta como Syd Vicius, y los restos del cadáver más exquisito de la historia largometrada, Christopher Walken.

    Después de haber dirigido un fallido y controvertido remake de El Planeta de Los Simios, Tim Burton regresa a nuestras pantallas con una película tan personal, hiperbólica y alucinada como su propio título, El Gran Pez, cinta rebosante de ingenio visual, en donde se dan cita todas las fijaciones y obsesiones del autor, con un enfoque “menos oscuro y pesimista que de costumbre”, como afirman en Cineismo, pero en franca consonancia con el estado de ánimo de la última posguerra occidental. La amargura del director se dulcifica un tanto, su humor negro acepta el reto de la blancura, en aras de enaltecer la maltrecha autoestima de su país, al obsequiarle una superproducción “más grande que la vida misma”.

    Ciertamente el optimismo impresionista de esta película bigger than life contrasta con el carácter expresionista de la filmografía de Tim Burton, al adoptar la estética de la nueva cultura de evasión y al hacer ciertas concesiones con el gusto de las mayorías,en virtud de los requerimientos formales del mercado de consumo. A pesar de todo, las inquietudes conceptuales del director persisten,se mantienen y conservan en el entramado figurativo y dramático de El Gran Pez.

    En efecto,el argumento de su guión confunde deliberadamente el mito con la historia, la leyenda con la memoria, en una síntesis esquizofrénica del pasado reciente, bajo la atmósfera onírica de los cuentos de hadas, narrados habitualmente por el autor.

    Se recupera así la tradición oral de la literatura fantástica, especialmente a través del protagonista de la trama: un cuenta cuentos en el ocaso de su vida, un alter ego del cineasta. Para más señas, es otro antihéroe burtoniano, incomprendido por el contexto, reñido con la normalidad, como Eduardo Manos de Tijera y Ed Wood. Al igual que ellos, forma parte de una especie en extinción, y no descansará en paz hasta que la magia de su arte trascienda las fronteras del espacio,el tiempo y la memoria. Sobreviva o no para contarla, la potencia de su realismo maravilloso no será tan fácil de olvidar como la inconsistente trivialidad de las demás películas de la cartelera.

 

-Sergio Monsalve
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The Company

Dir.: Robert Altman. 2003.


    Película peregrina, despersonalizada y desprolija en exceso, al extremo de llegar a parecer un gran acto de cinismo, distanciado y paródico, contra el mundo del ballet. O en todo caso, una gran chambonada para dejar al descubierto y al desnudo a la reina de la producción, a la promotora de la fallida empresa, Neve Campell, peor bailarina que actriz, y responsable, ¿o será irresponsable?, del insustancial argumento, que no funciona como falso documental, ni como retrato coral de la institucionalidad burocrática de la danza, ni como adaptación académica de Fame, ni como clase introductoria para principiantes, ni como espejo de aumento de su baja autoestima.

    Al contrario, The Company conspira, nunca sabremos si intencional o involuntariamente, contra el narcisismo de la primera figura, antigua heroína de la saga Scream, transfigurada en estrella de la actuación a la búsqueda de reconocimiento como bailarina de ballet. Empero, su deficiente interpretación en The Company, lejos de consagrarla, la humilla en público. Estratégicamente, y consciente de sus limitaciones, nunca calza zapitillas de punta, salvo en una coreografía donde le toca caminar. En las demás piezas, intenta disimular sus pésimas condiciones físicas, entre tímidos movimientos sin proyección y pucheros manieristas. Brinda una ejecución plana, sucia, torpe, rígida y afectada, con ademanes y tics de amateur. Tiene un yeso en la cadera y las pezuñas de pie grande. Se desplaza y desenvuelve con la soltura del hombre de hojalata. Los hipopótamos de Fantasía le superan en gracia. Está más desubicada que María Eugenia Barrios en Carmina Burana. Pero con todo y eso, el auditorio del film la ovaciona de pie. Pasa en The Company, pasa en el Teresa Carroña, con bastante frecuencia.

    Mientras tanto, el director la filma de lejitos, “con ojos distraídos”, como dice la revista Cahiers Du Cinema. Altman despacha el encarguito sin complicarse mucho la vida. Detrás de escena, adopta técnicas documentales con la intención de reflejar la “dura realidad” de los ensayos, obviamente disociada de la realidad bucólica del espectáculo. En tarima, instala tres cámaras de frente, una que flota y se desplaza por detrás del público; rueda tres o cuatro veces cada acción, y listo, a cortar y pegar en sala de postproducción. El final cut, el montaje final, invoca la rutina de una clase de ballet, grabada por el canal ocho, bajo el estándar universal de tomas frontales desconectadas de la escena, en un estilo desangelado y apático, como de telereportaje cultural. Y para acabar de componer la torta, las coreografías tampoco ayudan.

    Todas ellas nos hacen recordar las piezas ochentosas de Vicente Nebrada para el ballet nacional, en donde predominaba el cotton licra, los colores fosforescentes, las cinticas, las liguitas, los disfraces y las escenografías kistch de goma espuma, al estilo de los decorados de Joaquín Riviera para el Miss Venezuela. Afortunadamente, en The Company hay un dejo de ironía entre tanto disparate desbordado. La escena final, por ejemplo, hace brotar la vena sarcástica del director, al regodearse en las incongruencias de la última coreografía, pero sin ofender al concurrente de galería. Como en The Player, Altman prefiere sugerir, en vez de subrayar. Y lo hace desde la ambigüedad del lenguaje documental, con su ambivalente neutralidad. “De nuestra parte queda”, como dice el reportero Noé Pernía, el deber de reír o aplaudir… como en el Teresa.



-Sergio Monsalve
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Monster

Dir.: Patty Jenkins. 2003.

    En un brillante pasaje de Caro Diario, Nanni Moretti se tomaba la molestia de ir al cine a ver Henry, el Retrato de Un Asesino, algo así como la Monster de los años noventa. Después de padecerla durante algunos minutos, las reflexiones en off del autor comenzaban a llenar,con su cínica lucidez, el vacío del espacio –tiempo, en desmedro de la caricatura docudramática del conocido psycho killer. El monstruo italiano menguaba con cada palabra lacerante, la fama de aquella película de culto, injustamente sobrevalorada por el Festival de Sitges.

    Para echar el cuento corto, y para no extendernos a otras latitudes, Nanni Moretti fustigaba no sólo la obvia demagogia de la película, sino en especial su reduccionismo sociológico y psicológico, cuya pretensión era victimizar al victimario de la función, bajo la misma justificación de la película de Charlize Theron, según la cual, el asesino no nace, sino se hace y crece en los márgenes, en las calles peligrosas, en los bajos fondos de la sociedad del bienestar, a consecuencia de la pobreza, la miseria, la discriminación social y por su puesto, la disfunción familiar, pues detrás de un natural born killer, siempre debe haber un padre licencioso e incestuoso como el progenitor de Mallory Knox.

    Asumiendo la autenticidad de tales sofismas, la directora Patty Jenkins pone en escena otro biopic, sudado y ensangrentado, sobre la vida triste y alegre de un american psycho, a partir de todos los tópicos del subgénero de lista roja.

    Obligatoriamente descubriremos el corazoncito del antihéroe, su oscuro pasado, y en fin, “su lado humano”, porque “en el fondo no es un monstruo, es un ser de carne y hueso como usted y yo”, según el junior de la radio.

    Pues bien, lo cierto es que la película es un desastre por donde se le mire. Ricci trabaja sin convicción, con desgano y los ojos como dos huevos fritos, en una mueca impostada de asombro. Theron ni hablar. Su gama de registros se limita a una estridencia interpretativa, tan incontenible como insoportable de ver. Es un recital pero de sobreactuación,con gimoteos, lloriqueos, lamentos y chillidos.

    Otro defecto grave, para un peli supuestamente progre, es la pudibundez del guión. Fuera de un besito puritano, y un arrinconamiento a la luz pública, no hay mucho que ver. Y por consiguiente, la violencia tiñe de rojo cualquier subida de tono. Por lo demás no hay de qué preocuparse. Monster es una película para toda la familia. La versión Disney de una historia real.

    Jenkins, por su parte, desaparece por completo. Su función tras de cámara consiste en mantener a la estrella dentro del sistema de los close up. De haber sido dirigida por cualquier otro hijo de vecino, el resultado sería igual. Un solo plano salva a la película del despeñadero estético de los telefilms al uso: el plano general de la protagonista sentada debajo de un puente a contraluz, en la primera escena. Sin embargo, el resto de los encuadres condena a Monster al sumidero de los cientos y miles de docudramas, basados en el morbo de los hechos reales. El síndrome de Henry ataca al cine. Prevénganse de él, alquilando Caro Diario, o sencillamente pasando de largo.




-Sergio Monsalve
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Más barato por docena

    

I

    Si usted no las pudo captar por televisión, no las alquilo en su videotienda de confianza o no las adquirió en su versión pirata, véalas ahora o nunca en su cineplex de mayor desconfianza, como por ejemplo El Centro Plaza, donde uno mira Invasiones Bárbaras pero escucha los gritos y susurros de Jesús de Nazareth en La Pasión de Cristo. Aproveche la ocasión, porque vienen al por mayor y a precio de periódico de ayer, gallina flaca, que no de vino tinto, pues esta cosecha, mientras más vieja, más avinagrada, más amarga al paladar ávido de refrescamiento cinéfilo, más barata…por docena.



II

    12 películas rezagadas, estrenadas long time ago en su país de origen, más una coproducción nacional conforman la “sección oficial”, no competitiva pero sí reiterativa, del XVIII Festival de Cine Francés, “su décimo octavo aniversario; la mayoría de edad, tanto en Francia como en Venezuela, quizás también la más bella edad”, asegura con orgullo juvenil el “excelentísimo” Embajador de Francia en Venezuela, quien festeja, en el programa de mano sobre el ciclo, “la creatividad y diversidad del cine Francés actual”. Un pequeño ejemplo de la estrecha relación que une a la política exterior con la estética, el nacionalismo y el marketing.

    Creativa a medias, plural dentro de lo que cabe, pero no actual es la muestra seleccionada para celebrar el happy birthday del “gran suceso cultural”, dirigido al “target” bien pensante, refinado, universitario, cool, empingorotado, 100% actitud y vaporoso de la clase media o sociedad civil, la única con el suficiente poder adquisitivo, la disponibilidad de horario, la proximidad y la posibilidad de sincronizar su tiempo y agenda de ocio en función del calendario programado por los organizadores del evento.

    Las trece salas del festival reducen su radio de acción a la zona noreste de la capital. Fuera del “círculo alternativo” y vicioso, Isabelle Huppert no existe, Francois Ozon tampoco, La Fortuna de Vivir no se ve. En el interior del país, en la provincia pequeño burguesa, la oferta francófila se restingue a un puñado de pantallas. Aquí y allá es un “lujo de gente acomodada”, como diría el maestro Pasquali. De cualquier forma, nos llega, con retraso de hasta cinco años, una docena de enlatados franceses, harto devaluados, traqueteados por el mundo y rematados para la ocasión. Después de su gira internacional, arriban a territorio nacional cual caravana circense, cortejada por clowns como Tanguy, por domadores como El Bernard Girandeu de Cuestión de Buen Gusto, por malabaristas en cuerda floja como los Friends de Una Casa de Locos, por magos hipnotizados por su propio encanto como Raúl Ruiz, y por un cuerpo de bailarinas en la oscuridad, dando vueltas sobre el eje interpretativo de la gélida escuela Huppert, y ensayando obsesivamente el numerito de moda en Cannes: sobredramatizar cualquier tragedia humana hasta límites de Amor Perro, Invasión Bárbara, Happy Together y Festen.

    El repertorio, huelga decir, se resiente por la ausencia de grandes autores en el climaterio de su carrera, por la presencia de niños terribles con barajita repetida entre manos, por la falta de auténticas obras maestras, por la irregularidad de los títulos y por el encasillamiento genérico de cada producto según los cánones de la taxonomía Hollywodense.

    Dentro de las clasificaciones de rigor se cuentan dos comedias de cuello blanco, una comedia fantástica con niño precoz, una comedia documental, tres melodramas historicistas, dos dramas sociales, y cuatro dramas eróticos, introspectivos, herméticos, psicológicos y claustrofóbicos como un eurocore de autor, explotado y comercializado con el mismo señuelo pecaminoso de Romance X, Irreversible y otras reproducciones mecánicas de las estrategias fatales de Buñuel, Bertolucci y Ferreri, tres genios en eso de escandalizar a las damas frígidas de la crónica social mediante la desintegración de sus valores morales. Una subversión rentable desde Belle Jour y La Gran Comilona hasta Pasiones Secretas y Swiming Pool, cinta parasurrealista que le hace guiños a Tristana, en una ligera variación de los temas predilectos del afamado realizador.

    En paralelo a la sección oficial, se presenta un ciclo en homenaje a Isabelle Huppert. Con ello, el Festival respalda el concepto “de diva de la actuación”, rindiéndole tributo al tabernáculo del star system. Mientras tanto y en el mismo orden de ideas, una figura emergente, en vías de santificación, nos visita en calidad de “invitada especial”. La joven tiene tanta experiencia como cualquiera de nuestras protagonistas de telenovela, pero aquí la tratamos como toda una Jeane Moreau, aunque no viene a sentar cátedra de interpretación, porque todavía está en edad de recibir clases, sino a rendir declaraciones insulsas sobre su participación en Pasiones Secretas. En un Festival serio, tendríamos en su lugar a Charles Tesson, a Jean Michel Frodon o a un crítico de tercera, como mínimo. Pero acá la tenemos a ella, y de broma. Esto es lo que hay: exhibicionismo de personalidades y mixtificación de películas, en vez de debates, cineforos de discusión y ciclos de cine sobre temas de verdadera resonancia intelectual.



-Sergio Monsalve
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