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¡Oh, populus!-Pedro Enrique Rodriguez
Más allá de las reinvenciones del registro testimonial, la elegía, la corroboración nostálgica del fracaso, el fondo «epocal» hasta el inventario del miedo delincuencial del presente que Miranda inventarió como nuevos derroteros, es previsible imaginar que los años por venir querrán ofrecernos un nuevo panorama de acontecimientos violentos, en los que el cuento político cobrará, para bien o para mal, algunas cuartillas y no pocas víctimas entre personajes y lectores. Ha ocurrido siempre. Jamás dejará de ocurrir. Si bien todo relato es político, (pues acontece desde una toma de postura que implica un tema, un estilo, un efecto), no todo relato asume el contenido político como eje de su trama, como motivo de su discurso. Aún así, pese a ser marginal, se trata de un relato con una larga historia como vindicación o denuncia. Desde los remotos tiempos de Horacio, quien se dio al trabajo de componer una que otra Oda laudatoria al Caesar, amparado quizá en las dulces posesiones de Tracia que le regaló Mecenas, tan cercano al poder más encumbrado, pasando por los relatos alegóricos de Italo Calvino en tiempos del fascismo de Mussolini, escritos con la guadaña de la censura rozando la textura de su cuello, o las más intrincadas alegorías de Swift, hasta las memoriosas y devastadoras historias de Milan Kundera, por no incluir a Salman Rushdie y la sentencia teológica (pero también política) de sus versos satánicos, las conmociones, las encrucijadas de la historia han encontrado en el universo literario una nueva figuración y un público palpitante. No es de extrañar. A fin de cuentas, el texto es un discurso que se impregna de los relatos de su tiempo, condesa y transfigura la realidad circundante, y esto es válido tanto para la percepción de una flor como para las ideologías y los compromisos personales. Sin embargo, el acercamiento (o la distancia) respecto a las posiciones políticas no ha sido jamás un gesto sin consecuencias. Una visita inconveniente a Pinochet hizo que Borges perdiese el premio Nóbel. (Al contrario, se dice que tal vez uno que otro devaneo con la izquierda ha sido un factor capital para ganar ese mismo premio). Más allá de los preceptos personales, el escritor cercano al poder contará con algunas prerrogativas nada deleznables a la hora de encontrar una imprenta o ganar éste o aquél galardón. En sistemas consolidados, la cultura será, siempre, un aspecto simbólico de particular interés. Como sabemos en nuestra historia reciente, la Biblioteca Ayacucho es susceptible a ciertos aceites que lubrican los goznes de sus puertas. Por todo ello, ningún relato de contenido político (incluso el no premeditado) es inocente, aún cuando sí puede ser fútil. Como se sabe, la cabaña del tío Tom, escrito por una insípida madre rubia norteamericana, constituyó un punto de referencia en el movimiento abolicionista. La Rayuela de Cortázar representó, por su parte, un icono para toda una generación de mujeres alérgicas a las rutinas consolidadas y, tal vez, a los hábitos de aseo personal (el hecho curioso es que luego, El libro de Manuel, de abierta beligerancia activista derivó en un panfleto mucho menos propicio para las nuevas generaciones, un bostezo ciego). El mismo Cortázar, en su cándida época Castrista, escribió alguna vez un lúcido ensayo donde recomendaba a los escritores de la revolución obviar el tono panfletario heredado de la literatura bolchevique, insistiendo que el verdadero carácter revolucionario sólo se soportaba en el manejo magistral del relato. Consejo que, naturalmente, pocos escucharon. O tuvieron la obligación de seguir a su manera desde el exilio. Conozco pocos relatos donde el tema político sea central que valgan la pena. Por lo general, el ímpetu pedagógico y la santa indignación parecen sustraer al narrador de la rebeldía esencial de lidiar con el lenguaje. Una de las peores novelas que han pasado por mis manos la escribió Gioconda Belli, escritoria nicaragüense que, según me informan, comparte el dudoso reinado de plumas revolucionarias junto al poeta Cardenal. La novela de la Belli, de cuyo nombre no deseo acordarme, es un ejemplo claro del género comprometido. Según recuerdo, entre la bruma agotada de las víctimas de una explotación tan o más cruel que la capitalista, es decir, la explotación del gusto, esta novela est{a repleta de frases nerudianas así como de bronceadas, tetonas arquitectas guerrilleras y neuróticas que terminan por inmolarse estúpidamente por la patria u cualquier otro tópico insulso (si bien se sospecha que toda ésa alharaca tiene su origen en los placeres concupiscentes de un compañero que, además, es buena cama o lo que es igual, una versión patética de la violencia de género en su versión de una pequeñoburguesa susceptible a la autocrítica). Sin embargo, en el mar farragoso de la estulticia política, existe un relato de Guillermo Cabrera Infante: «Delito por bailar el chachachá», que tal vez merezca un lugar especial en el improbable volumen de las antologías ideológicas. Trascribo sólo un fragmento revelador, la conversación del narrador con un agente del establishment habanero: «(…) ¿Tú sabes cuándo tuvo su apogeo el danzón? No contestó hasta cerciorarse de que yo no bromeaba. Carraspeó antes. -Sí, claro. Fin de siglo, principio de este siglo, casi hasta los años veinte. Me miró interesado. Todavía hoy pienso que de verás quería llegar a un acuerdo por lo menos, momentáneo. -Exacto. Pronunció todas las kas de exacto aun en la equis. -¿Y el son? -Coincide con las luchas republicanas y su apogeo lo tiene en el tiempo que se derroca a Machado. -Bien. Ahora le toca al mambo. Parecía un concurso de baile. Lástima que no fuera un beauty contest. -Música muy penetrada por la influencia yanqui, dicho sea de paso. De baile habría añadido en otra ocasión. -¿Por el jazz? De acuerdo. -Es lo mismo. Tú lo dices de una manera. Yo de otra. -¿Bien? -El mambo corresponde exactamente con el tiempo de relajo, robo y peculado de Grau y Prío. Todo iba muy bien. Él mismo no lo sabía. Ni siquiera lo sospechaba. -Llegamos al chachachá. (…) -¿Qué hay con el chachachá? Salté del siglo XIV y de entre las dueñas a la mesa. Miré a mi entrevistado. Estaba tenso al hacer la pregunta. O quizás indigesto con tanta agua mineral. -“Que es un baile siningual.” Se lo dije cantando el famoso chachachá que dice así. (…) -Pues bien, este baile popular, hecho por el pueblo, para el pueblo, del pueblo, esta suerte de Lincoln de la danza que suelta a los negros mientras mueve a los blancos, tuvo su nacimiento alrededor de 1952, año fatal en que Batista dio uno de sus tres golpes. El último, para ser exactos. -¿y qué? Cada vez más paraguas. No entendía nada de nada. -Que este baile nacional, negro, popular, etcétera, no solamente tuvo la desgracia de coincidir con en su nacimiento con la dictadura de Batista, época de la mayor penetración, etcétera, sino que tuvo su apogeo brillante en los tiempos en que Batista también tenía si no su apogeo tampoco su perigeo y brillaba todavía con el fulgor de tres estrellas de primera magnitud. Ahora vio. Por fin vio. Vio-vio. Se quedó callado. Pero yo no. -Tú debes preguntarme ahora qué quiero yo decir, para poder responderte que el chachachá, como el arte abstracto, como la “literatura que nosotros hacemos”, como la poesía hermética, como el jazz, que todo arte es culpable. ¿Por qué? Porque cuba es socialista, ha sido declarada socialista por decreto, y en el socialismo el hombre es siempre culpable. Teoría del eterno retorno a la culpa empezamos con el pecado original y terminamos en el pecado total. (…) »
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