La embestida final de los Bandar-Log

-Héctor Torres
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                    “Siempre estaban a punto de tener un jefe, de poseer leyes y usos propios, pero nunca lo lograban, porque de un día a otro se les borraba todo de la memoria”

                    “Los hijos de los reyes son ya hombres desde que nacen”

                    -Rudyard kipling

A Pedro Rodríguez,
este ejercicio por él sugerido



Existen sentencias tan sonoras cuyo enunciado llega a sobrevivir las circunstancias que le vieron nacer, para adentrarse en el incierto reino de las certezas, de los prejuicios. También existen textos cuyas vidas, como exóticos frutos de hermoso aspecto y potente veneno, se han nutrido de un tejido de suspicacias que conforman el sustrato que les da consistencia, alimentándose y creciendo con generaciones enteras.

De los libros, uno acude a mi mente de inmediato: fue impreso hacia finales del siglo XIX bajo el título de “The first jungle book”, firmado por un británico nacido en Bombay llamado Rudyard Kipling; quien no comenzaría a publicar sino hasta después de regresar a la India, de vuelta de su inglesa formación académica.

El libro de las tierras vírgenes, como se publicó en español, además de ser un hermoso texto, pertenece a esa categoría de obras que asumen la ambiciosa tarea de explicar (ya que no proponer) el minucioso sistema socio-político que rige el comportamiento y las relaciones de los seres vivos. Y, viniendo de Kipling, esta visión está inevitablemente contaminada con las dos poderosas fuerzas que construyeron su percepción política: el inflexible sistema de castas que conoce la sociedad hindú, y una no vedada visión británica (es decir, imperial) del poder.

El libro de selva, como también se le conoce, corresponde a la etapa de la producción literaria —y en esto coinciden diversos críticos— donde el hijo del último conservador del museo de Lahore presentó lo mejor y más brillante de su obra. Esa que inició en 1893 con “Muchas fantasías” y abarcó hasta “Puck of pook´s hill”, en 1906. Esa etapa, que incluiría al famoso relato “Kim”, culminaría con la obtención del Premio Nobel, en 1907, a la edad de 47 años, otorgándole el mérito adicional de ser el primer autor inglés merecedor de dicho galardón.



El libro de las tierras vírgenes alcanzaría un auditorio masivo en 1942, cuando se produjera su primera versión fílmica, bajo la dirección de Zoltan Korda. Luego conocería otras: la más famosa, quizá, sería la versión animada que haría Disney, en 1967, bajo la dirección de Wolfgang Reitherman.

Y a pesar del éxito del filme producido por los estudios Disney, fue otra obra de esta productora de animados, con menos abolengo en su origen, la que captaría la esencia de los postulados que esgrime Kipling en el Libro de la Selva: “El rey León”, donde al nacimiento del heredero del monarca acuden todos los plebeyos a rendir honores, mientras un rayo de sol, proveniente del reinado de los cielos, se abre paso entre las nubes para legitimar la continuidad en el poder del linaje elegido, en inequívoca señal de divina conformidad. Con semejante postulado culmina la primera escena.



No podía razonar distinto Kipling, imperialista por tradición, y por ende un convencido de la supremacía de la “nobleza” por sobre las demás castas, cuando aborda en El Libro de las tierras vírgenes la historia de una familia de lobos (la manada de Seeonee) con una organización social avanzada y un heroico historial que, poseedores del clan más poderoso de la selva y del respetuoso aval de otras “potencias aliadas”, se constituye en la casta (la élite) que cuenta —ergo: que hace— la Historia. Para tal fin, ingeniosamente, supo ubicar a sus personajes en la jungla, con el fin de darle una explicación natural al sistema por él recreado. Es decir, que el sistema narrado es natural, por ende, divino. Nuevamente el rayo celestial otorgando su bendición a “los elegidos”.



Y en este laberíntico y poético universo jurídico social que nutre a las leyes de la selva, no podía faltar el perraje, la chusma, la canalla, o como se le quiera llamar a esa casta desprovista de talento y de formación; ni tampoco la advertencia tácita, leída en forma de sigilosa interrogante: ¿Se imaginan lo que pasaría si la chusma toma el poder?

Y a continuación vendrían otras inquietantes preguntas, como: ¿Qué demoníaco sistema debería imperar para que la chusma prevaleciera, siendo, como es, la mayoría inevitable? Es decir, ¿Bajo qué sistema la mayoría gobernaría, a pesar de no ser la clase más preparada?

La chusma de Kipling estaría representada en los Bandar Log: la familia de los monos, descritos por Kaa (la serpiente pitón), con escuetas palabras llenas de desprecio: “charlatanes, locos y vanos... vanos, locos y charlatanes: así son los monos”. Igual desdén profesaría Balú, el maestro de la ley, cuando advirtiera agriamente que “nosotros, los de la Selva (...) no bebemos donde los monos beben; no vamos donde los monos van; no cazamos donde ellos cazan; no morimos donde ellos mueren”.

Kipling, quien no ahorró reproches para con la canalla, a la que le espetaría, en boca de alguno de sus nobles personajes expresiones como: “son muchísimos, malos, sucios, desvergonzados, y desean, si es que pueda decirse de ellos que tengan algún deseo fijo, llamar nuestra atención”, moriría sin conocer el significado de las voces “autodeterminación de los pueblos”, “soberanía”, “poder originario”, entre otras.



No quiero sucumbir a la vulgar tentación de emitir opiniones inútiles. Prefiero permitirme la travesura de imaginarlo viviendo en estos tiempos, en que casi todos los países del orbe han instaurado el voto universal, sentado en su poltrona leyendo los acontecimientos mundiales en el daily de su preferencia o, trasladado a nuestras latitudes, escuchando a uno de nuestros veinte millones de analistas políticos, y una curiosidad se me clava en la mente como la daga de un gitano: la de querer saber qué pensamientos pudieran estar habitando detrás de ese rostro ceñudo y esa mirada grave.