Doy vuelta a una página y me tropiezo con el pequeño cascarón un artrópodo mandibulado. Pienso vagamente en el viejo recurso de la rosa que sorprende al poeta y a sus musas transparentes en la página de algún libro de versos. Pienso, (no sé muy bien por qué), en un querube, un florero de murano, un camafeo lleno de pelitos castaños. De pronto me repongo y decido escrutar al insecto. Las patas son largas, genuflexas, en actitud de salto y brinco, adheridas a su tórax de criaturita fúnebre. Sus dos antenitas son intrincadas, retorcidas a la manera de una corona sin gloria. La cabeza es un diminuto rombo obtuso. Parece como si se dispusiese a saltar de un momento a otro, trepar sobre los párrafos al modo de un puntico obstinado. El tedio me anima a tocarlo con el dedo índice y descubro que está fuertemente adherido a la superficie de la página 367; entonces tomo un fósforo y lo puyo, lo pincho, le hago daño, con una especie de placer maligno, hasta que por fin lo desprendo de la hoja; después, lo comienzo a desplazar con aplicación, propulsado por el palillo de fósforo hasta el límite del libro. Me aburro y lo empujo con desdén, para verlo caer en una breve parábola hasta el piso: Plín.
Comprendo que tras el gesto de esconder una flor marchita entre las página de un libro siempre hay una mano lánguida, melancólica; pero, ¿Qué clase de mano sería capaz de disecar a un pobre artrópodo mandibulado? José Ángel Buesa, Amado Nervo, cualquier otro aficionado del recurso de la flor (también del pañuelo que, sospecho, es como decir lo mismo) se habrían visto patéticos persiguiendo aplicadamente algún artrópodo, sumergiéndolo en alcohol, para después abandonarlo morbosamente dentro de cualquier antología a la rústica. Gestos lamentables. Deduzco que ciertos gustos son sólo compatibles con determinados objetos materiales portadores de efectos precisos. Una flor, una simple flor, puede ser objeto de múltiples significaciones. Fue la figura, la efigie metafórica de una amante escurridiza. El blasón de una belleza fugaz, mística y traslúcida. Fue (debió ser) el talismán de múltiples imaginaciones, de sueños, suspiros, amores contrariados de un desmesurado número de hombres vestidos con trajes de paño oscuro, relojes de leontina, zapatos de charol y pajaritos en la cabeza, que asisten y asistieron desconsolados a la fútil ingenuidad de los concursos florales.
La rosa, naturalmente, pienso después, es la síntesis de una visión del mundo. Esto justifica su presencia inocua sobre un papel cenizo. Por eso es que tal vez no podría ser sustituida por otros objetos: un recibo de tintorería, una foto pornográfica. Cumple los fines estéticos de una realidad fabulada. La recuerda, la corrige, la proclama. Pienso, entonces, como al descuido, que existen acciones estéticamente incompatibles con los principios y las adhesiones literarias. Sospecho, de este modo, que hay actos incompatibles con la poética de lo cotidiano.
Un insecto marcalibros corresponde, luego, a otro tiempo y otro espacio: un insecto marcalibros precisa una mano que no sea la mano de la rosa, otro libro que le sirva de catafalco, una biblioteca diferente. Como los astros, como las piernas de una mujer, necesita ser visto con otros ojos, con una forma distinta de entender e imaginar los silencios, las alegrías, las tristezas.