Texto: O.
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Fotos: Wilhelm Bolanos
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El Cerdo

Había pasado poco tiempo desde la caída del muro y el arrodillarse comunista. Fidel seguía mandando, como lo hará siempre. En Guantánamo había dinero, pero no había suministros. La nevera estaba dañada desde hacía meses y no había repuestos. Usar otra nevera era compartir la comida y eso era un lujo para la casa. Hacía una semana que sólo comíamos sopa, todos los niños estábamos flacos, pero sólo yo parecía darme cuenta, ellos seguían jugando y comiendo sopa. Fue entonces cuando mamá decidió que teníamos que comernos al cerdo.






En cada casa había un huerto, pollos, pavos, latas escondidas, regalos de turistas. Nosotros teníamos un cerdo. Era casi de mi tamaño, pero gordísimo, hacía meses que mamá le dejaba comer toda clase de basura, porque ya no podíamos darle más nada. Yo llevé a los demás a rezar y a dormir y cuando regresé mamá estaba discutiendo con papá sobre el cerdo. No podíamos comérnoslo completo y si lo compartíamos, se acababa en una noche. Papá estaba casi callado, sentado a la mesa, mamá de pie, la voz alzada y llorosa. Papá sabía que ella tenía razón, era sólo que a él le iba a costar mucho hacerlo.






Al día siguiente, cuando papá regresó del trabajo, nos metió a todos a la casa, con mamá. Del otro lado de la pared agrietada, en el único cuarto vacío de la casa, el que papá utilizaba para guardar sus herramientas, papá tomaba un cuchillo y me veía a los ojos antes de cerrar la puerta. El chillido fue insoportable. Y duró horas, hasta que el cerdo se durmió, imagino, o se desmayó del dolor. Ese dia comimos una pierna. Mamá estaba muy alegre sirviéndonos la comida. Papá, desde ese momento, sólo se sentó en un mueble en una esquina de la casa a leer el periódico, callado.






Los días siguientes los gritos se hacían tan imposibles que salíamos todos a jugar. Mamá nos llevaba a jugar metras y a tumbar mangos. Usualmente al llegar, Eduardito decía “ya se calló el cerdo”, sin saber por qué no se había callado antes. Papá entraba al cuartico y nosotros salíamos. A veces sólo decía, al salir, “no quiere comer”.






Un día papá habló en la cena. “Esa era la última pata”. Estábamos comiendo sopa. Sólo yo me imaginé un cerdo sin patas detrás de una pared agrietada y mucha sangre sobre un piso desigual de cemento, manando de un cerdo mal cosido con el hocico sellado. Mamá levantó la mirada, me vió y siguió comiendo. Me ordenó que terminara de comer antes de irme a dormir.






El cerdo duró una semana más. Las clases iban a comenzar pronto, así que yo me fui a La Habana, a estudiar. Me quedaba en casa de una tía. Allá era más fácil conseguir comida, según decían.






Aún hoy, cada vez que visito la casa, papá está en la esquina, leyendo el periódico. Aún habla poco. Mamá aún alza la voz, de pie, y aún tiene la razón. Y los muchachos están cada día más grandes.







           


   
     



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