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Dinosaurios

1

Jugando un poco con algunos sitios de Internet caigo, de pronto, en una página antiglobalizadora que incluye una nota firmada por el periodista Ignacio Ramonet, director de Le Monde Diplomatique, a finales de Enero de este año. La nota comienza así:

 «He venido a Teherán, invitado por el ministerio de la cultura, a participar en un coloquio sobre  «arte y globalización». Me acompañan Jean-Luc Nancy y Bernard Stiegler, dos de los principales filósofos franceses contemporáneos. Los tres hemos sido amigos del gran pensador Jacques Derrida, fallecido hace poco, y a quien está dedicado el coloquio».

 Poco después, comenta:

«Es la primera vez que visito Irán, país que se ha convertido en el centro del interés internacional después de que el presidente Bush lo integrara en el «eje del mal» y que la nueva secretaria de Estado, Condoleezza Rice, lo calificara hace poco de «bastión avanzado de la tiranía» en el mundo [...]  Muchos observadores ven repetirse el trágico guión que condujo a la guerra de Irak».

 Cosa que es terrible, desde luego, si se piensa en el desastroso efecto que ha tenido la guerra para los iraquíes, quienes no sólo han debido padecer la brutalidad de la dictadura de Hussein sino, además, el peso de una invasión que no acaba, que no promete acabar.

 Pero Ramonet nos tranquiliza sobre el destino y la motivación del gobierno iraní, diciéndonos:

«Los interlocutores con los que conversamos en Teherán, tanto autoridades como opositores, insisten en que Irán ha firmado el Tratado de no proliferación nuclear y que su programa es pacifico. Nos precisan que el objetivo es colocarse entre las grandes potencias tecnológicas y que ello no es posible sin el dominio de la tecnología nuclear. Hay cierto orgullo en esas declaraciones, y se entiende porque estamos en un país que fue, antaño, el gran imperio persa que tanto aportó al mundo».

 Luego, sin embargo, viene una serie de apartados algo desconcertantes. Coloco algunos pasajes, sin deseos de alterar su sentido original:

«Ceno en casa de unos amigos y me comentan que el régimen islamista instaurado por el imán Khomeiny  en 1979 se halla sin resuello. Las mezquitas aquí están mas vacías que en ningún otro país islámico. Me sirven un vaso de vino tinto, lo cual me sorprende porque toda bebida con alcohol esta prohibida excepto para los cristianos –existe una minoría armenia– que no pueden, so pena de sanción severa, dar o vender bebidas alcoholizadas a los musulmanes. Mis amigos me explican que una de la formas de resistir contra la opresión dominante consiste en fabricar su propio vino de modo artesano.

Miles de iraníes lo hacen [...]  Además, es un gesto simbólico de resistencia que le añade más sabor».

 Después:

«Me cuentan cosas absurdas de la teocracia. Por ejemplo, si algún suscriptor iraní recibe una revista del extranjero, debe pasar ésta por una «oficina del pudor» donde se verifica si hay alguna imagen de mujer mostrando alguna parte de su cuerpo que no sea el rostro [...].

 Hay, en esta kafkaiana «burocracia del pudor», cierta delicadeza, ya que la revista emborronada llega a su destinatario. Pero, a éste, se le recuerda así que el poder, en la sombra, controla su mirada y le prohíbe ver».

 Aquí,  decididamente me confundo, pues me parece leer dos artículos distintos firmados, fusionados, en un extraño spliting dentro de un mismo artículo. En primer término, Ramonet nos explica que está en Irán invitado por el Ministerio de la Cultura, es decir, por quien es poder dentro del país. Luego, en las «notas de color local», nos comenta algunos de los padecimientos que el pueblo iraní debe tolerar, precisamente, de la misma burocracia kafkiana que ha pagado su pasaje a Teherán, de la tranquilizadora burocracia que le promete ser, en el futuro, una nueva Persia revivida.

 Conozco poco de la situación de Irán, pero he podido saber, de manos del doloroso y sensible libro de Azar Nafisi, «Leer Lolita en Teherán», de la inmensa cantidad de desmanes que la Revolución Islámica Iraní instauró en el país después de su ascenso al poder en el año de 1979, de la sistemática confiscación de libertades y derechos para el pueblo iraní y, en especial, para sus mujeres. Me basta esa perspectiva para tener claro que el padecimiento del pueblo iraní va un poco más allá de verse excluidos de las delicias del vino y la supresión de la pornografía. Se trata, en realidad, de un drama más profundo en el que una dictadura religiosa ha confiscado su propia intimidad. Por ello, me cuesta entender esta frase de Ramonet: «Hay, en esta kafkaiana «burocracia del pudor», cierta delicadeza, ya que la revista emborronada llega a su destinatario».

 Es decir, me resulta difícil hacer calzar «las opiniones de campo» que Ramonet recoge en su viaje filosófico a Teherán con la relativa desaprensión con que se relaciona con un gobierno que, por lo que se puede ver, pareciese atentar con algunos de los más altos ideales que él mismo parece representar.

 Uno tiene la impresión, leyendo a Ramonet al igual que a muchos otros opinadotes de derecha o de izquierda,  que sólo los desmanes del bando del contrario (el imperialismo yanqui o las tiranías de izquierda), cuentan. El resto, apenas, si es tópico de sobremesa.

 

2

Resulta curioso (irritantemente curioso, diría) que el escenario actual de la discusión intelectual progresista parezca quedar limitado netamente entre dos fuerzas que se oponen de un modo limpio y antagónico: el poder desmesurado y retorcido del gobierno de George W. Bush, por una parte, y los obligadamente dignos gobiernos que le adversan, por otro.

Creo que resulta sobradamente obvio que la política internacional de George W. Bush representa un patético y soberbio remedo de justicia y libertad que perjudica y ensombrece los verdaderos intereses de los países más pobres. Al mismo tiempo, es igualmente terrible y condenable que algunos gobiernos que le adversan reproduzcan, en la modesta escala de sus recursos, procedimientos igualmente irrespetuosos de las libertades civiles de sus ciudadanos. No son dos bandos puros. Son dos fatalidades a las que subyace el mismo signo fatídico.

Por eso, es escandalizante que las tropas estadounidenses infrinjan los malos tratos que hemos visto por las cadenas noticiosas a los prisioneros de guerra iraquíes, que mantengan en un secreto aislamiento a los presos de guerra de Afganistán y que sean tan pocas las voces que apoyan a ese gobierno las que expresen su más enérgico rechazo a tales prácticas inhumanas. De manera idéntica (sin peros, sin matices, sin condicionantes semánticos), resulta doloroso que después de la serie de fusilamientos y encarcelamientos ocurridos en Cuba por parte del gobierno del comandante Castro existan personajes capaces de conceder matices a una acción injusta, cruel y criminal por el sólo hecho de provenir de un gobierno con el que están sus intereses, su corazón, pero jamás su cabeza bajo la mira de un francotirador. No son dos realidades distintas. Son la misma realidad vista en diferentes colores: un gobierno, el que sea, utilizando sus inmensos recursos de estado en perjuicio de personas que lo adversan.

Sigue siendo un episodio del absurdo encontrar a un personaje como Gabriel García Márquez evadiendo el tema de los excesos tiránicos del comandante Castro con el pretexto de una serie de acciones de buena voluntad ante los presos condenados sin el menor respeto de un mínimo estado de derecho. Si a ver vamos, debe ser aterrorizante que la posibilidad de justicia esté representada en la persona de un escritor itinerante que hoy puede estar en la isla y, mañana, en un visita relámpago a París. Un benefactor elusivo, chispeante, habilidoso, pero al que no es posible hablarle, con quien no es posible discutir el dolor y la amargura de una condena pues, justo en ese momento, puede estar tomando una copa de brandy con el líder máximo del régimen que ideó sus castigos.

Desde el año de 1999 los venezolanos que adversan el gobierno del teniente coronel Hugo Chávez  (mucho de los cuales, dicho sea de paso, no tienen ni un clavo de dónde amarrar un gallo) han sido víctimas sistemáticas de una posición de apartheid político que confisca algunos elementales derechos civiles sin que, por lo visto, ninguno de los connotados visitantes internacionales traídos por el gobierno bolivariano reparen mínimamente en ello, pese a sus sólidas teorías sobre el poder y la dominación.

Un elemento (el más elemental, quizá el más retórico) pero que ya forma parte del habla común y que, además, describe un claro sentido segregacionista está expresado en el calificativo de «escuálidos» que el mismo presidente Chávez acuñó a todo aquél que pudiese diferir de la forma y fondo de su gobierno y que, personajes del estado, como la procuradora Marisol Plaza o los diputados a la asamblea nacional utilizan como parte orgánica de su percepción de la realidad. Una cuadrícula de cartón que señala dónde están los buenos, los que sirven, y donde están los que no lo son. Un mapa trazado en colores fuertes sobre los territorios empobrecidos de la realidad.

Ayer mismo conversaba con una pareja de vecinos que debieron lidiar con una terrible enfermedad que, semanas atrás, terminó por causarle la muerta a una de sus hijas. Me contaban que en algún momento hicieron una solicitud de financiamiento a una entidad gubernamental para el pago de unos costosos medicamentos. La solicitud, que originalmente les había sido prometida, les fue negada luego, y de manera explícita, por haber firmado en la solicitud de un referéndum revocatorio contra el gobierno del teniente coronel Hugo Chávez.

En Agosto del año pasado, poco después de realizado el referéndum, el escritor Eduardo Galeano escribía, lleno de entusiasmo:

Extraño dictador este Hugo Chávez. Masoquista y suicida: creó una Constitución que permite que el pueblo lo eche, y se arriesgó a que eso ocurriera en un referéndum revocatorio que Venezuela ha realizado por primera vez en la historia universal.

No hubo castigo. Y esta resultó ser la octava elección que Chávez ha ganado en cinco años, con una transparencia que ya hubiera querido Bush para un día de fiesta.

Obediente a su propia Constitución, Chávez aceptó el referéndum, promovido por la oposición, y puso su cargo a disposición de la gente: «Decidan ustedes».

Es difícil compartir ese entusiasmo ante historias como las de estos amigos y otros venezolanos anónimos para quienes el costo de decidir puede ser, en realidad, poco menos que ominoso.


3

En Diciembre del año pasado, el gobierno de la república de Libia concedió al teniente coronel Hugo Chávez el premio Gadafi de Derechos Humanos por su supuesta lucha en beneficio de la humanidad. Libia, quien ahora es miembro de la comisión de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, cuenta con un amplio prontuario internacional por violación de Derechos Civiles así como un largo historial de financiamiento y refugio a diversos grupos terroristas. Fue sólo a finales de febrero del año 2004 que una comisión de Amnistía Internacional pudo ingresar al territorio Libio, después de quince años de aislamiento auto impuesto por el país. Ante esa visita, el secretario del Comité General del Pueblo para las Relaciones Exteriores y la Cooperación Internacional, Abd al-Rahman Shalgam, manifestó a Amnistía Internacional: «Les aseguro que la dirección tomada de fomentar la protección de los derechos humanos en Libia es irreversible». Tres meses después, el seis de Mayo de ese mismo año, el gobierno de Libia condenó a la pena de muerte a cinco médicos búlgaros y a un médico palestino después de una serie de episodios de aislamiento y tortura en los que esto, supuestamente, habían confesado sus crímenes. En la actualidad, el opositor Fathi al-Jahmi permanece detenido bajo un régimen de incomunicación después de emitir declaraciones en contra del gobierno de Gadafi en los canales noticiosos de Al Hurrah, de Estados Unidos, y Al ’Arabiya, de Dubai. Se le acusa del grave delito de injuria a la persona del coronel Gadafi. (Es decir, de incurrir en ese extraño artefacto legal que es el delito de desacato, ahora a punto de ser instaurado también en Venezuela). Existen otros tantos casos de violación de Derechos Civiles en un país en el que la autonomía de poderes es un espejismo inexistente. Parte del premio de Derechos Humanos concedido por un país repleto de un largo historial de desafueros sirvió, según el coronel Chávez, para financiar el Encuentro de Intelectuales para la Defensa de la Humanidad realizado en Caracas.

Mark Lilla ha acuñado el término del intelectual filoteránico. Es decir, una persona esencialmente bien intencionado que, en algún momento, termina por arrimar el hombro a la causa de un gobernante o un estado que compromete ampliamente el cumplimiento de libertades por su adhesión a un ideal, sea este del tipo que sea.

Filoteránico fue, por ejemplo, el destacado filósofo alemán Martin Heidegger, profuso difusor del pensamiento Nazi y rector de la Universidad de Friburgo en los ominosos tiempos en los que el nacionalsocialismo era el poder único en Alemania. Filotiránico es, ha sido, aquél intelectual para quien los excesos del viejo y taimado Joseph Stalin correspondían con el albur de un nuevo orden, de un nuevo mundo. La filotiranía es aquella que se enceguece ante la soberbia y la arbitrariedad de George Bush, pero también ante los desmanes fatuos del comandante Castro.

Ha sido tema común que los defensores de los movimientos progresistas crean estar ubicados en una posición moralmente superior al del resto de la humanidad. Es también un tópico que el ímpetu redencionista de los líderes de los movimientos sociales encuentre a un auditórium dispuesto a corear sus encendidos discursos contra el peso opresor de las grandes potencias, contra la injusticia de los poderosos, o, en la otra acera, contra la amenaza de aquellos que son diferentes. El muro de Berlín cayó, el Imperialismo es el único bastión de malignidad en el mundo. Quien lo critica es, a fin de cuentas, una mente iluminada que flota, levita, en el límpido aire de los cielos. O: el bien está depositado en un lugar: está en casa. Cualquier pueblo que desee una vida digna deberá someterse a las precisas coordenadas del modo como nosotros la entendemos.

Esos discursos unidimensionales, esas cajas de resonancias planas encierra, en sí mismo, la tentación filotiránica.

Al contrario de lo que pueden querer creer los fanáticos de siempre, habría que decir que no sólo ha fracasado el dogma optimista del capitalismo de mercados abiertos y tiburones escurridizos. También fracasó el tiránico sistema de opresión que significó el socialismo real, pese a sus manidas consignas de ser gobiernos del pueblo. No se trata de un sistema superior moralmente al otro: se trata de dos perniciosas maquinarias de la modernidad capaces de aplastar a toda disidencia por el sólo peso de sus supuestos valores de superioridad. Hacer chocar ambos sistemas, alimentándose de sus tristes herencias marchitas, haciendo lidiar ambas retóricas es tan absurdo como esperar que dos elefantes ciegos se enfrenten a una pelea que decidirá el rumbo por el caminaremos en la selva.

En el año de 1999, el brillante psiquiatra y escritor Jorge Rodríguez, (ahora presidente del Consejo Nacional Electoral, por una extraña decisión del poder judicial controlado por el gobierno), escribía un agudo artículo dirigido al dirigente político Lewis Pérez, súbitamente erigido en defensor de los Derechos Humanos después del breve encarcelamiento de uno de sus hijos. Rodríguez, quien fue víctima directa de los abusos del poder, después del asesinato de su padre por parte de las fuerzas policiales del gobierno de Carlos Andrés Pérez, escribía:

«Debo a Borges el terror por los espejos y un cierto desdén tierno por los políticos. Sobre todo porque he sido o fui uno de ellos, participante de la torta demagógica, cultor del acto de magia que implica convencer a los demás, los silenciosos, de lo imposible, sus sueños más recónditos masticados y vomitados en forma de discurso. Constituyente y democracia, dictadura, congreso, gabinete, referéndum, abstención, son, para decirlo con pedantería, piezas de un ajedrez que en nuestro país no llega ni a ludo, damas chinas psicóticas pendiente de la amenaza de que los jugadores pateen el tablero en un acto desesperado. Prefiero, desde la distancia, verlos cambiar de ropaje con habilidades de tramoyista, ajustarse máscaras que se trasmutan con la velocidad de un suspiro, repetir parlamentos escritos sólo para ellos, y para otros, los que vendrán después, y los otros, los que sustituirán a estos, y los otros, los que cambiarán las cosas que los últimos destrozaron. Hoy es diputado quien ayer fue ministro, quien ayer fue perseguido, quien mañana será constituyente, oposición, conspirador, alcalde: una foto cansada envejeciendo en un poste, una arenga, una consigna».

Debería ser un alivio que uno de las piezas claves del juego político venezolano expresase, alguna vez, estas ideas. Debería ser un alivio, pero no lo es. Eso, pareciese, corresponde apenas a un modo de entender los viejos tiempos. Ese discurso es apenas el eco de un pensamiento en una época en que no se estaba en el poder. Creo que es lógico dar por sentado que el Presidente Jorge Rodríguez describió la cartografía de un poder al que él, ahora, pertenece. O para seguir con las obsesiones de Borges: un espejo que refleja su rostro.

El poder es poder en el lugar que se encuentre, y esto es válido para una relación íntima entre dos personas, para un país subdesarrollado o para una potencia como la gobernada por Bush. Da lo mismo que ocurra en un remoto pueblo de Arkansas, en un país entero armado hasta los dientes o  en el Irán ensombrecido por la efigie del Ayatollah Jomeini. Omitir este elemento representa, a fin de cuentas, una peligrosa concesión al abuso, al despotismo y a la tiranía, independientemente de su escala, de sus formas o de su propia estética.