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Literaturas Menores


-Pedro Enrique Rodriguez
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   Creo que fue en Gijón. Olvidé la crónica, olvidé los detalles, pero aún así, puedo recordar algunos elementos decisivos: puedo recordar que Cabrera Infante se hizo llevar allí por un amigo algo parlanchín. Que era la casa de Corín Tellado. Que se trataba de un lugar cómodo, iluminado, con postigos blancos, donde aparecía un perro feliz entre muebles de ratán y era posible encontrar una mesa de madera ubicada al centro y un arreglo de flores intensas. Me parece que sí, que era en Gijón y que en algún momento de la tarde, después de terminar una visita de cortesía de un escritor de culto (que años después habría de ganar el Cervantes) a una escritora de novelas modestas y edulcoradas que jamás encontrará un lugar en las academias, me parece, digo, que al final de ese encuentro, Cabrera Infante narra su visión del paisaje árido de Gijón, y digo me parece porque lo recuerdo todo como quien recuerda una panorámica que me hace pensar en cuero curtido y una naranja. En todo caso, lo que realmente importa es que el encuentro ocurrió, que Cabrera Infante habría de escribir, luego (tal vez antes), un curioso ensayo sobre la efectividad pornográfica de la Novela Rosa, que Corín Tellado recibió esas atenciones a medio camino entre la sorpresa y la ironía de quien ya se ha persuadido de no encontrar lugar en los Anales de la gran literatura. Quizá se podría decir que entre hastiada y algo tímida, semejante a una bella heroína que no se decide a creer que ha recibido un piropo y se toma tres páginas de exquisitas suposiciones.

   Sentí aprecio por ese gesto de Cabrera Infante. Admiré que un buen escritor pudiese concederse esa ceremoniosa cortesía estética. Ya no recuerdo qué motivos se tomó para celebrar la Novela Rosa (recuerdo que eran razonables). Conozco poco o nada de ése género, por lo que sería hipócrita de mi parte hacer una apología más bien falaz. Se que James Joyce escribió un delicioso capítulo del Ulises partiendo de sus bases y que Cortázar alcanzó algunas páginas de auténtico y divertido virtuosismo paródico en Rayuela, valiéndose de la debilidad de la Maga ante los culebrones españoles, sin embargo, me parece interesante hacer notar que el gesto de Cabrera Infante es mil veces mejor al de tantos otros escritores (a veces mediocres) que se mofan de plano de toda literatura menor por el sólo hecho de no encumbrarse en el camino de las obras consagradas.

   Hace uno o dos años leí On Writing, de Stephen King, un sólido libro sobre el oficio de escribir. Al principio del libro, King comentaba una anécdota de Amy Tan, a quien al preguntarle cierta vez sobre qué cosa jamás le había pedido responder en una entrevista respondió: nunca me han preguntado nada sobre el lenguaje. King quiso escribir un libro sobre su modo de ver el lenguaje. Me parece que lo logró. El libro es sobrio, es honesto y tiene pinceladas francamente útiles. El libro, además, insinúa con elegancia un punto de verdad: que no es preciso ser un escritor “culto” para vivir la literatura y tenerse respeto a sí mismo. Deja pensar, además, aunque no lo sugiere, que existen muchos escritores de ínfulas que a la larga terminan por ser infinitamente inferiores a las desprestigiadas figuras de Best-Sellers.

   Se trata, claro, de una discusión inacabable. El primer lugar, porque los escritores son vanidosos y, tal como comenta José Emilio Pacheco, si bien: “un niño o una niña pasan una década de cinco horas diarias ante el piano antes de atreverse a dar un concierto para los amigos de su familia. Nosotros hacemos un primer intento y nos empeñamos en que nos publiquen, nos elogien y de ser posible hasta que nos paguen”, de modo que difícilmente sea posible establecer con propiedad, valiéndose de las opiniones de los involucrados, qué diablos tiene valor literario o no, con lo que el enigma termina por quedar en la posición íntima de cada cual. Además, y esto tal vez es más importante, porque el valor, la bondad de toda literatura, reside en elementos exteriores al texto, reside en la mirada del lector, en los códigos de la cultura desde la que se lee, en el lector ideal que ha sido propuesto por ese mismo escritor.

   Sospecho que se comete una injusticia sobre todas las literaturas menores cuando se les critica, más allá de sus cuantiosas ventas –argumento de tan rancia estupidez que no vale ni la pena refutar-- el hecho de no admitir en su formación algunas digresiones ostensibles de la tradición estética imperante. Sí, es cierto que por lo general abusan de estructuras narrativas estereotipadas, que nos ofrecen párrafos repletos de frases como: “Era bella, pero aún así triste”, que descreen de las posibilidades del idioma, que resultan previsibles, que ostentan giros que no son elegantes, sino cursis; sin embargo, estos elementos no son éticos, sino estéticos, y su valor debería poder ser resuelto por el lector o, sencillamente, por el olfato del editor.

   A fin de cuentas, existen pocas dudas de que Cervantes comete una infinidad de errores en el Quijote que no desmedra en lo absoluto el valor de su obra. Así como también es verdad que Charles Dickens llega a extremos de olvidar el tiempo verbal de algunos de sus relatos. O que Henry James tuvo el descaro difuso de omitir nombrar un simple perro y lo describió como “una cosa negra, una cosa canina”, frase realmente patética, me atrevería a decir, sin ánimos de sonar estridente.

   De nuevo: insisto que no me interesa hacer una defensa general de las literaturas menores. Como en todo, asumo que existen verdaderas chapucerías que atentan contra el mínimo respeto al prójimo; sin embargo, me parece justo reconocer que algo semejante ocurre en literaturas consagradas y que el desprecio hacia el género es, en realidad, un prejuicio antipático que no ennoblece a quien lo ejecuta.

   Hace poco, me encuentro con esta cita de El Péndulo de Foucault, donde el desilusionado Jacobo Belbo escribe, refiriéndose a la verdad amarga de la escritura de folletín:

   “Tenía razón Proust: la vida está mejor representada en la música mala que en una Missa Solemnes. El arte nos engaña y nos tranquiliza, nos hace ver el mundo como tal como los artistas quisieran que fuese. El folletín hace como si bromeara, pero luego nos hace ver el mundo tal como es, o al menos tal como será. Las mujeres se parecen más a Milady que a Madame Bovary. Fu Manchú es más real que Pierre Besucov, y la Historia se parece más a la que cuenta Sue a la proyectada por Hegel”



   Naturalmente, la idea de que la vida imita al arte es una pedantería. La vida, bien o mal, se basta a sí misma y es buena en la medida en que podemos hacerla buena o somos capaces de recibir sus milagros). Todo arte se precia de criticarla y reconstruirla. Pienso que las literaturas menores, por su parte, nos acercan a la vida común y nos ofrecen con la misma sencillez de los actos cotidianos un enfoque modesto pero conmovedor de la vida corriente, encantadoras idealizaciones ingenuas, esperanzados estereotipos anhelados, paródicas visiones de nosotros mismos. Sospecho que ese valor no es menos propicio que las fulgurantes maravillas verbales de otras literaturas más sofisticadas.




   



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