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Literaturas Menores-Pedro Enrique Rodriguez
Sentí aprecio por ese gesto de Cabrera Infante. Admiré que un buen escritor pudiese concederse esa ceremoniosa cortesía estética. Ya no recuerdo qué motivos se tomó para celebrar la Novela Rosa (recuerdo que eran razonables). Conozco poco o nada de ése género, por lo que sería hipócrita de mi parte hacer una apología más bien falaz. Se que James Joyce escribió un delicioso capítulo del Ulises partiendo de sus bases y que Cortázar alcanzó algunas páginas de auténtico y divertido virtuosismo paródico en Rayuela, valiéndose de la debilidad de la Maga ante los culebrones españoles, sin embargo, me parece interesante hacer notar que el gesto de Cabrera Infante es mil veces mejor al de tantos otros escritores (a veces mediocres) que se mofan de plano de toda literatura menor por el sólo hecho de no encumbrarse en el camino de las obras consagradas. Hace uno o dos años leí On Writing, de Stephen King, un sólido libro sobre el oficio de escribir. Al principio del libro, King comentaba una anécdota de Amy Tan, a quien al preguntarle cierta vez sobre qué cosa jamás le había pedido responder en una entrevista respondió: nunca me han preguntado nada sobre el lenguaje. King quiso escribir un libro sobre su modo de ver el lenguaje. Me parece que lo logró. El libro es sobrio, es honesto y tiene pinceladas francamente útiles. El libro, además, insinúa con elegancia un punto de verdad: que no es preciso ser un escritor “culto” para vivir la literatura y tenerse respeto a sí mismo. Deja pensar, además, aunque no lo sugiere, que existen muchos escritores de ínfulas que a la larga terminan por ser infinitamente inferiores a las desprestigiadas figuras de Best-Sellers. Se trata, claro, de una discusión inacabable. El primer lugar, porque los escritores son vanidosos y, tal como comenta José Emilio Pacheco, si bien: “un niño o una niña pasan una década de cinco horas diarias ante el piano antes de atreverse a dar un concierto para los amigos de su familia. Nosotros hacemos un primer intento y nos empeñamos en que nos publiquen, nos elogien y de ser posible hasta que nos paguen”, de modo que difícilmente sea posible establecer con propiedad, valiéndose de las opiniones de los involucrados, qué diablos tiene valor literario o no, con lo que el enigma termina por quedar en la posición íntima de cada cual. Además, y esto tal vez es más importante, porque el valor, la bondad de toda literatura, reside en elementos exteriores al texto, reside en la mirada del lector, en los códigos de la cultura desde la que se lee, en el lector ideal que ha sido propuesto por ese mismo escritor. Sospecho que se comete una injusticia sobre todas las literaturas menores cuando se les critica, más allá de sus cuantiosas ventas argumento de tan rancia estupidez que no vale ni la pena refutar-- el hecho de no admitir en su formación algunas digresiones ostensibles de la tradición estética imperante. Sí, es cierto que por lo general abusan de estructuras narrativas estereotipadas, que nos ofrecen párrafos repletos de frases como: “Era bella, pero aún así triste”, que descreen de las posibilidades del idioma, que resultan previsibles, que ostentan giros que no son elegantes, sino cursis; sin embargo, estos elementos no son éticos, sino estéticos, y su valor debería poder ser resuelto por el lector o, sencillamente, por el olfato del editor. A fin de cuentas, existen pocas dudas de que Cervantes comete una infinidad de errores en el Quijote que no desmedra en lo absoluto el valor de su obra. Así como también es verdad que Charles Dickens llega a extremos de olvidar el tiempo verbal de algunos de sus relatos. O que Henry James tuvo el descaro difuso de omitir nombrar un simple perro y lo describió como “una cosa negra, una cosa canina”, frase realmente patética, me atrevería a decir, sin ánimos de sonar estridente. De nuevo: insisto que no me interesa hacer una defensa general de las literaturas menores. Como en todo, asumo que existen verdaderas chapucerías que atentan contra el mínimo respeto al prójimo; sin embargo, me parece justo reconocer que algo semejante ocurre en literaturas consagradas y que el desprecio hacia el género es, en realidad, un prejuicio antipático que no ennoblece a quien lo ejecuta. Hace poco, me encuentro con esta cita de El Péndulo de Foucault, donde el desilusionado Jacobo Belbo escribe, refiriéndose a la verdad amarga de la escritura de folletín:
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