La bala dibujaba una línea de humo mientras volaba sobre cientos de cabezas. Su recorrido llevaba el mismo sentido de la avenida. Un silencio brevísimo unió el disparo con su destino final. Daniel cayó en el pavimento sin tener un motivo para dejar de sonreír. Ni siquiera tuvo conciencia del desvanecimiento; simplemente dejó de estar. Carla buscó su mano para emprender la fuga mientras una bomba lacrimógena amenazaba desde arriba. Sus dedos hurgaron en el vacío. Volteó y reconoció la ropa de él pero no su postura yaciente; el único inanimado entre miles de cuerpos que escapaban, lanzaban piedras y gritaban. Quedó paralizada a su lado con las manos entrelazadas. Hacía amagos de agacharse sin poder decidir el siguiente movimiento. No había nada en su mente. El tiempo estaba suspendido a la espera del más leve movimiento.
Las piedras rebotaban sobre la sangre que se abría paso desde la nuca. Un policía llegó reptando hasta el cuerpo y tocó su cuello. No dijo nada, sólo se levantó un poco y trató de llevar a Daniel por el brazo hasta la acera. Carla al fin entendió lo que debía hacer y tomó el otro brazo para ayudar. En ese momento empezaron los disparos de nuevo y el hombre corrió para protegerse. Ella siguió tirando pero cada centímetro que ganaba era a costa de arrastrar la cabeza de él por el asfalto mientras la brocha de sus cabellos dejaba un trazo escarlata. Una detonación más fuerte que las anteriores la hizo soltar todo instintivamente y correr calle abajo sin voltear nunca más.
Siguió la ruta en la que hacía unos minutos Daniel, presumiendo de poeta, había tratado de impresionarla con una consigna mal rimada. Orbitando la sonrisa de ella, se había encaramado en uno de los postes para imitar a un Gene Kelly que había cambiado el paraguas por una bandera, mientras a su alrededor todos cantaban, golpeaban ollas, pitos y trompetas. Carla ahora recuperaba el aliento apoyada en ese poste. El grupo había dejado de ser compacto. Muchos seguían adelante asustados pero desafiantes. Sintió algo viscoso en sus temblorosas manos. La sangre de Daniel se estaba secando. "¡Están disparando!" Gritó una mujer "¡Nos están matando!" Carla corrió nuevamente y entre lágrimas vio que algunos de los que venían quedaban paralizados como troncos en el río; sin embargo el fluido no dejaba de manar hacia ella, muchos sonriendo, estúpidamente confiados. Hacía unos minutos sacaba la cuenta del tiempo que tenía sin ir al Centro y encontraba un inesperado encanto turístico en su primera marcha. Sin embargo ahora, lo que Carla quería era dejar de escuchar los cantos que habían perdido todo el sentido. El tañer de las cacerolas caía en su oreja como una sucesión de piedras que iban sepultando su mente.
Cruzó varias esquinas para alejarse de la ruta de los demás. Tras recorrer sólo unos metros se encontró absolutamente sola. Todas las puertas estaban cerradas. Los ruidos habían quedado atrás. Sólo se oía la voz del Presidente escapándose de algunas ventanas junto a un olor a comida que se transaba por la náusea. "Hay una tasca en La Candelaria que tiene las cervezas a quinientos, y te dan unos calamarcitos fritos..." Había dicho Daniel dejando que su expresión de placer acabara la frase. Podría haber sido la que Carla tenía enfrente. Quizás la de más allá. Él no llegó a mostrársela. Apenas había podido tomarle la mano aprovechando un lema que decía algo sobre la unión. Disueltos, anónimos, habían pasado la última hora hablando muy cerca uno del otro para entenderse entre el bullicio. Daniel reveló una obscura afinidad con Bukoski aunque sólo había leído uno de sus libros. Ella, para no quedarse atrás, fingió una desgarrada pasión por Le Corbusier.
Deambuló un rato hasta que no pudo evitar la Avenida Bolívar. Nuevamente la gente hormigueaba a su alrededor, pero sin cercanías. Dispersa. Tímida. Carla caminaba sin darle importancia a los pasos. Entre sus pensamientos inundados de irrealidad sólo flotaban los intrascendentes. Recordó que escogió sus zapatos más gastados. Recordó la llamada de Ana para invitarla a marchar. Recordó que en la noche anterior había cenado una ensalada. Recordó que tenía una reunión de trabajo el lunes. Tan lejos estaba su mente que no advertía el sudor, ni que había caminado media Caracas. Miraba a Parque Central intentando enfocar una de las imágenes del día: Daniel las había señalado mientras decía que la ruina de Caracas había comenzado con la construcción de esas torres. Ambos coincidieron en que los recuerdos más remotos y felices que le restaban a la ciudad eran las tardes en el parque de diversiones de El Conde, en una montaña rusa que pereció aplastada bajo el nivel Catuche de la Torre Oeste.
Carla entró en la Estación Bellas Artes. Cuando el aire acondicionado tocó su sudor, un escalofrío le cristalizó la piel. La trompeta de Ray Conniff hacía un cínico intento por relajar el ambiente. En el cómplice subsuelo se cruzaban los ansiosos por llegar con los ansiosos por huir. Se sentó en un vagón a detallar su propia figura que se reflejaba en el vidrio. Así estuvo hasta que advirtió una mancha roja en su franela que derrumbó su mirada.
"Estación Parque del Este", y se puso de pie automáticamente. La avenida estaba vacía, con espacio suficiente para repetir sin interrupciones el momento en que Daniel y Carla se habían visto por primera vez. Todos decían que sería un día histórico, que Caracas entera estaría allí, que ya no se podía aguantar más. Ambos tropezaron, quizás con algo de intención, excusados por la gente que empujaba por todas partes. Ella dijo haber perdido a sus compañeras. Él dijo que venía solo. Ella confesó que no sabía nada de política. Él, con seductor descaro, se limitó a decir que había venido porque aquí estaban los mejores culitos de la ciudad.