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Michael Kelly is dead
Bloody Sunday de P. Greengrass
Ivan Cooper oye la lista. 13 personas han muerto en Derry el 30 de enero de 1972. Finaliza el domingo sangriento de Irlanda del Norte: tras un día absurdo, de luchas, de ver la sangre de sus amigos, de sentirse responsable de esos muertos y heridos, Ivan Cooper al fin se levanta y el mundo deja de existir para él y sólo hay espacio para su llanto y para repetirse que Barney ha muerto, para recordar que tuvo que decir a la madre de Michael Kelly que su hijo había muerto en la marcha que él había prometido sería un reclamo pacífico por el respeto a la dignidad y a los derechos civiles.
Bloody sunday no es un documental. No es tampoco del todo ficción. No se puede mentir del todo sobre algo tan terriblemente cierto. Tampoco se puede saber la verdad de algo sobre lo que siempre hay tantas mentiras. Bloody sunday recrea los hechos de ese domingo fatídico en el que los soldados del gobierno británico dejaron de ver a los manifestantes como gente y empezaron a verlos como terroristas. Narra en su preparación cómo los militares hablan abiertamente del enemigo, refiriéndose a niños de diecisiete años. El ejercito está enardecido: van a encarcelar hooligans. Van a servir al buen gobierno de unidad británica. El ejército, los adeptos al gobierno, disparan a una muchedumbre porque ahí, entre ellos está la amenaza que el gobierno tantas veces ha señalado, la amenaza que sus superiores les describieron por radio, desde una oficina.
La historia nos es familiar: una marcha pacífica en la que hay gente enardecida se desvía de su ruta. No todos son inocentes. Un grupo defiende al gobierno y no permitirá que la marcha de los terroristas llegue a la casa de gobierno, caiga quien caiga. Poco importa quién disparó primero, ya la simplificación de bandos es la guerra en sí. Al final se justificará, se dirá que nos defendimos, los militares serán condecorados por la reina, los pistoleros del puente serán exculpados, porque no se puede demostrar que asesinaron a alguien. ¿Y es que no es delito entonces pararse en un puente y disparar a una muchedumbre? ¿Se sale libre despues de hacer eso?
Ivan Cooper ve caer activistas desarmados de la lucha por los derechos civiles. Banderas blancas cubren cadáveres. Madres llorando a sus hijos, hijos llorando a sus padres. Ante la prensa, bando y bando dicen la verdad.
Bloody sunday me deja claro que la verdad no existe. Que si existe, no importa. Que lo que importa es que yo entiendo lo que sucedió, independientemente de ser protestantes o católicos o chavistas o de oposición o que los pistoleros estén o no uniformados. No hay necesidad del efectismo de un Saving Private Ryan o de lo explícito de Black Hawk Down para entender el horror del odio que lleva a la gente a disparar obedeciendo un sencillo flujo de adrenalina.
Lo importante no es quien disparó primero, Bloody sunday no intenta aclarar un momento por demás confuso, lo importante es que al crear ese odio, al simplificar, al deshumanizar y demonizar al que no piensa igual, es cosa de una chispa, de un error, de un chisme, para que se desate la locura. El resto es retórica, política, mentira.
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Frida
Dir.: Julie Taymor. 2002.
El estreno de la biografía largometrada de la vida y obra de Frida, nos aproxima a la imaginería de la atormentada pintora, a través de una estructura dramatúrgica por viñetas y lienzos vivientes que pretenden evocar la ilusión y desilusión estética de la artista ante sus principios, ante su condición y ante su desesperación.
Así como la forma intenta traducir el fondo existencial del emblema femenino de la cultura mejicana, también representa, a duras penas, el espíritu idealista de su cónyuge, el muralista Diego Rivera.
El perfil del matrimonio es bosquejado a grandes rasgos, con trazos gruesos sobre el barniz de la fotogenia, bajo el color local de las postales turísticas y en el marco del star system.
En general, la tela resiente el peso de la brocha gorda con su ausencia de matices. A falta de profundidad y densidad, el cuadro irradia diferentes gradaciones del mismo estereotipo cultural. Del loco egregio tipo Van Gogh, pasamos a la caricatura del prometeo moderno, a la del seductor infatigable, a la del Picasso Don Juanesco, a la del artista clarividente, para culminar en la piedad femenina a lo Juana de Arco, en la crucifixión de la mártir, salvada y resucitada por el arte.
Al principio, Julie Taymor esboza los colores y texturas de la pintura negra de los argumentos del cine: el descenso a los infiernos. Sin embargo, los esmaltes y tinturas primarias terminan por sobresaturar el nudo y el desenlace.
La directora dibuja con pocas pinceladas la naturaleza viva de la protagonista, la silueta del maestro y el boceto de Leon Trosky. Los tres recuadros proyectan el halo publicitario de las semblanzas contemporáneas, el aura de las biografías autorizadas y el resplandor del biopic a gran escala, con despliegue de medios técnicos.
Como el oscarizado retrato de Una Mente Brillante, la nueva imagen de Frida se enmarca en la misma exposición de motivos de las últimas muestras personales y colectivas, curadas y presentadas por Hollywood en base a la simbología oficial del espectáculo.
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La Grand Bouffe
"La cosa no está para fiestas: no puedo participar en la gala del Oscar cuando, al mismo tiempo, el gobierno estadounidense prepara un crimen contra la humanidad por impúdicos motivos económicos"
Con palabras tan precisas y elocuentes, remitidas a la Academia de Hollywood, el director Finlandés Aki Kaurimaski rechazó la invitación a la gala del Oscar. Su declaración de principios fue apenas el primer eslabón de la cadena de repudios públicos y privados contra la reciente entrega del galardón.
Desde luego, la masa del cine no estaba apta para el american pie de la "meca del séptimo arte", así como tampoco la masa internacional estaba preparada para la torta de Bagdad. Sin embargo, los ineludibles compromisos comerciales de la repostería bélica y fílmica, precipitaron la decisión de hornear los dos pasteles antes del tiempo recomendado por el protocolo, pues el apetito corporativo no era negociable.
En otros tiempos, la ceremonia se pospuso por el asesinato de Martin Luther King Junior en 1968, y por el atentado contra Reagan en 1981. En este momento, cuando las bajas se multiplican por bombardeo, la academia festeja por todo lo alto. ¿Por qué? Porque así como el poder decreta cual película glorificar y cual ignorar, también conviene cual fallecimiento reconocer y cual desestimar, cual velar de luto activo y cual condenar al olvido. Sucede en el cine, sucede en la realidad.
De cualquier forma, la mesa estuvo servida puntualmente en el Teatro Kodak, a pesar de ciertos inconvenientes, altercados y ausencias notorias. Por consideración a los damnificados de Basora, muchos invitados prefirieron no asistir. Por publicidad y mercadeo, la neonobleza del entretenimiento desfiló por la alfombra roja.
Entre los desertores a la gran comilona, reconocimos a Eminem y Will Smith, dos príncipes del rap negados a compartir la cena de acción de desgracia con el indigesto Steve Martin, el incomible Paul Simon, y el empalagoso cucurrucucu paloma de Caetano Perezoso.
Entre los coleados o invitados de último minuto para hacer bulto, descubrimos a Kirk Douglas, Mickey Rooney, Jon Voight, y una largo etcétera de don nadies.
Entre los comensales incómodos, disgustados por el menú, figuraron Gael García, Michael Moore, Susan Sarandon, Adrien Brody, Chris Cooper y Pedro Almodovar. Paradójicamente, la mayoría aceptó probar la especialidad de la casa después de condenar la entrada sanguinaria de Bush.
En los puestos de cabecera vimos a Catherine Zeta Jones, Jack Nicholson, Martin Scorsese, Salma Hayek y docenas de productores ejecutivos ansiosos por devorar el platillo principal. Desafortunadamente para los glotones encorbatados de New Line Cinema (El Señor de los Anillos: Las Dos Torres), los tragaldabas empingorotados de Miramax (Chicago, Gangs of New York, The Hours y Frida) acapararon hasta un entremés secundario, en un festín organizado por la ABC para la sucursal independiente de la Disney. En dos platos y sin vergüenza, el ratón miguel, dueño de ABC y Miramax, fue el gran agasajado de la noche, o mejor dicho, el único sibarita conforme con el injusto reparto del condumio. Y no era para menos, pero tampoco para tanto, considerando la desproporción en la distribución de los panes.
Según varios paladares Franceses, al chef de la cena se le pasó la mano cuando decidió reservarse los mejores manjares, para dejarle las sobras al resto de los presentes. A juzgar por la teoría y la práctica, Miramax ganó porque no tuvo competencia, porque es el único estudio dedicado a distribuir y producir cine independiente, porque monopoliza el mercado del arte y ensayo, porque el resto de la majors pierden demasiado tiempo en segundas partes, y porque en el imperio de la ceguera por la franquicia, el tuerto sensible pero especulador es el rey del Oscar. Para la crítica gastronómica especializada en contubernios y frivolidades, el suministro fue lo de menos; y la comidilla del banquete, lo de más.
De hecho, el propio evento giró en torno al chisme de la noche, y parte de su puesta en escena consistió en aprovecharlo como leit motiv de expectativas, esperanzas, amenazas, ultimatums, confrontaciones personales, diatribas políticas, monólogos bizantinos, chistes del mal gusto, golpes bajos y discursos de orden o desorden, en un foro tan rastrero como los debates televisados y electorales entre el candidato Republicano de siempre y el Demócrata de turno.
En vivo y directo, hubo de todo y contra todo, pero definitivamente lo peor se llevó la Palma.
El Padre Amaro volvió a meter la pata, cuando afirmó en su sermón de perogrulladas: "si Frida estuviera viva se hubiese opuesto a la guerra". Y no solo a la guerra, párroco de la insubstancialidad, sino a su querida amiga Salma Hayek, a su infeliz película, a la industria del cine, al Oscar y a usted mismo padrecito por querer quedar bien con dios y con el diablo.
Michael Moore representó el stand up comedy más predecible y menos original de su carrera, con un juego de palabras plagiado de La guerra del golfo no tuvo lugar de Jean Baudrillard: "estamos peleando una guerra falsa, por motivos falsos
". Sin embargo, para desdicha suya, Jaques Derrida deconstruyó esa tesis hace ocho años en Ecografías de la Televisión: "lo que quería decir Baudrillard no era simplemente que un proceso general lo arrastraba todo, sino también que, justamente, los simulacros de imágenes, la televisión, la manipulación de la información y el reportaje habían anulado el acontecimiento, que el fondo todo eso sólo se había vivido a través de simulacros
Yo creo que se produjo algo así o parecido, pero esto no debe hacernos olvidar, que hubo muertos, centenas de miles de muertos, de un lado del frente y no del otro, y que esa guerra tuvo lugar. Si ese tener lugar se sella en lo que los muertos tienen de imborrable, no debe olvidarse que esas muertes son cada vez, por centena de miles, muertes singulares". En fin, amigo Moore, siga usted en lo suyo, dedíquese a sus películas, a sus videos pacifistas con System of a Down, y deje de tergiversar la cruel verdad.
En fila india, los siguientes oradores designados batearon una serie de fouls, para deshonra de sus fanáticos. Pedro Almodovar saludó primero a los anfitriones, a los patronos del banquete, y después condenó a los padrinos de las Naciones Unidas. Nicole Kidman, Adrien Brodie, Chris Cooper y muchos otros emularon al cineasta español, por obediencia a los chairman del show business, y por resistencia demagógica y oportunista a los CEO de la guerra.
Minutos después, mientras los discursos pacifistas devenían peroratas de cineasta laureado, mientras las duras penas se ahogaban en champaña y los sueños de guerra se desvanecían entre el humo de los Cohiba, "un diluvio de Fuego caía sobre Bagdad para convertirla en un infierno en llamas" (Agencia de noticias Efe), "horas después de que un grupo de manifestantes intentará boicotear la celebración del Oscar".
Sea como loca evasión, bastidor o dique de contención, la gran comilona fue otro teatro de operaciones simbólicas de la guerra, una trinchera cultural donde la academia y las artes develaron el rostro amable, humanista, polifacético, altruista, liberal y demócrata del agresor. Desdichadamente, su republicano perfil bélico siempre acaba por uniformarlo de pies a cabeza.
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Pandillas de Nueva York
Dir.: Martin Scorsese. 2002.
Épica como Casino, atormentada como La Última Tentación de Cristo, desoladora como Taxi Driver, grandilocuente como La Edad de la Inocencia, extrema como Cabo de Miedo, edípica como El Color del Dinero, negrisima y socarrona como After Hour, documental como The Last Waltz, pendenciera hasta el paroxismo de Toro Salvaje, decadente como Vidas al Límite, al margen de la ley como Buenos Muchachos y al borde del abismo como Mean Streets, Pandillas de Nueva York comprime en tres horas de estilización cinematográfica, las diversas aristas y constantes de la filmografía de Martin Scorsese, desde su fijación por las tragedias de Shakespeare hasta su obsesión por temas como la religión, la lealtad, la traición, la culpa y la redención.
A un plano menos superficial del análisis, Pandillas de Nueva York figura como un intento megalómano por desnudar las venas abiertas del nacimiento de la unión, a la retaguardia de la historia oficial. Por fortuna, el ensayo cumple la misión de desnudar las verdades políticas silenciadas mil veces por la censura de la estética dominante.
Con valentía y rigor, coraje y atrevimiento, contundencia y veracidad, la película revela el origen de la corrupción, la xenofobia, la discriminación, el integrismo, la segregación y la impunidad del presente estadounidense. Mafiosos y alcaldes, carniceros y gobernadores, pillos y propietarios, patrones y esclavistas, déspotas y lacayos, interactúan y conviven en el mismo infierno urbano a la medida del Leviathan de turno, en el mismo fresco sombrío a la manera de los despiadados y apocalípticos murales de José Clemente Orozco.
En la tradición operística de Francis Ford Copolla y Sergio Leone, en la usanza melancólica y apesadumbrada de Visconti, al estilo melodramático de David Griffith, al modo crepuscular del mejor John Ford, Scorsese substituye la tópica mirada complaciente e idealizada del pasado por la visión críptica y revisionista de los mitos fundacionales de la memoria y cuenta norteamericana, en un símil entre la guerra de secesión y la lucha de dos gangs por la hegemonía de Brooklyn. Mientras el autor compara y coteja, difiere de los mecanismos de representación en boga.
Al clásico paisaje bucólico del ayer, antepone la radiografía decimonónica de la metrópoli Dickensiana. A contracorriente de la óptica reaccionaria, reconstruye el albor de su civilización a partir de los cimientos y residuos ocultos por la fachada de los templos constituidos, en una excepción a la regla conservadora de restaurar viejas catedrales o erigir nuevas iglesias sobre los escombros de antaño.
A la glorificación audiovisual del siglo diecinueve propuesta por el film d´ art, responde con la iconografía heterodoxa prefigurada por Kubrick. De ahí el obvio parangón entre los pandilleros de Nueva York y los desadaptados de La Naranja Mecánica.
A la aureola de la guerra de secesión ciñe la corona de espinas del sacrifico injusto y caprichoso del ejercito de las minorías sojuzgadas a sangre y fuego por el estado. Pobres e inmigrantes, indigentes y mercenarios, serán forzados a concurrir a la conflagración civil declarada por los poderosos. Apenas los potentados y jerarcas, los padres fundadores y los herederos de la élite, tendrán derecho a ver la contienda desde lejos, como emperadores en el Coliseo Romano.
En aras del verismo de la denuncia, Scorsese integra el lenguaje documental con el de la ficción en otra síntesis docudramática del cine histórico posmoderno: el simulacro a gran escala con introducción dogmática o reporteril al estilo de Salvar al Soldado Ryan. Una vez más, la cámara en mano asume la función de testigo excepcional del acontecimiento, al ritmo dinámico de la acción. El director rompe el eje a conciencia y a razón de estremecer al público de galería.
Los criterios expositivos del prólogo reaparecen en el epílogo con la vehemencia y el frenesí de los momentos cumbres de Taxi Driver, Casino y Buenos Muchachos. Por el contrario, el desarrollo retoma la caligrafía meticulosa de los pioneros americanos, y el montaje intelectual de Octubre. En suma, lo mejo del este y el oeste en otra espléndida manifestación multicultural de la estética contracultural.
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About Schmidt
Dir.: Alex Payne. 2002.
La inestabilidad formal de la época, subsidiaria del desequilibrio posmoderno, separó la cámara del trípode y de los ancestrales estabilizadores, para elevarla al hombro del reporterismo gráfico, del vouyerismo enlatado o del experimento dogmático. Sacudirla nerviosamente al vaivén de las acciones, moverla sin descanso y estremecerla a juro, fueron las paradas obligatorias del cineasta contestatario, pero ahora son las señas de identidad o los recursos al uso o las técnicas de dominio público o las tablas de salvación del cine universal, por múltiples y variados factores estéticos y comerciales.
Primero, por el componente económico, ligado al interesado cambio de paradigma tecnológico. En efecto, la década pasada supone la muerte del celuloide, en teoría, y el nacimiento del formato digital en alta y en permanente redefinición. Su intervención divina en el mercado, su penetración calculada y multiplicada por descomunales consorcios corporativos, constituye la deposición de la anterior hegemonía por la aséptica revolución científica de las imágenes de síntesis, el derrocamiento del régimen cinematográfico por el digital, en virtud del abaratamiento de los costos de producción y postproducción, en razón de "democratizar" aún más el poder de registrar y alterar tomas instantáneas, en contra del viejo sistema, y a favor del nuevo orden mundial de avid, sony, final cut y dvcam. La perfecta unificación del cine con la tele, el Internet y los nuevos medios.
De ahí a la transfiguración del arte había solo un paso. Lars Von Trier y Tomas Vintenberg se atreven a darlo en Cannes bajo el mecenazgo de Gilles Jacob, en un golpe maestro de marketing con repercusiones globales. El resto es vox populi, periódico de ayer, historia. El Proyecto de la Bruja de Blair hechiza al mundo, Bailarina en la Oscuridad gana la Palma de Oro, y las cinco grandes cadenas asumen la vanguardia por conveniencia y moda, hasta estereotiparla.
Una vez absorbida, asimilada y digerida, la práctica se universaliza. Algunos la adoptan por compromiso. Otros por flojera mental, por anotarse a ganador. Muchos por efectismo y sensacionalismo, por brindar emociones fuertes y experiencia impactantes al espectador. Varios por acatar el nuevo postulado de la doctrina audiovisual. Unos cuantos, sin embargo, prefieren ignorar el descubrimiento, admitirlo pero no legitimarlo en acción, reconocerlo sin suscribirlo.
Lynch y Kitano, dos directores periféricos, todavía no se han dado por enterados, y ni falta que les hace. A pesar de Idiots y Festen, confían más la potencialidad del encuadre, que en la del desencuadre. Cuestión de gustos, probablemente. Cuestión de personalidad y fidelidad con el estilo, quizás. Cuestión de principios, como diría Godard.
Alexander Payne, realizador de About Schmidt, tampoco parece preocuparle mucho ese rollo de la cámara en mano porque sí, o porque tengo fe en los nuevos credos, o porque me los tomo en serio, o porque siento alergia por lo viejo, o porque vamos a sacudir butacas, o porque la escuela amateur mató a la fotografía, o porque me ahorro dos pesos en materiales y en edición.
Muy por el contrario, al director del nuevo testamento de Jack Nicholson, le interesa madurar el plano, ser menos espontáneo con el teleobjetivo, y más cerebral con el gran angular. Ninguno de sus picados y contrapicados son producto del azar. Siempre refrendan el discurso central de la película, y a la vez, lo enaltecen.
Su manera de dirigir, de planificar secuencias, recuerda por momentos al cine cáustico de Billy Wilder, pero también a la comedia silente. Los mejores gags de About Schmidt son fruto de la complicidad del actor con la propuesta formal del autor. La sobrecogedora presencia de Jack Nicholson sobredimensiona la puesta en escena, mientras su voz, cavernosa y profunda, contagia de dramatismo al humorismo negro del guión. La tragedia vuelve a ser la gran aliada de la comedia, en otra disección satírica a los infortunios de la tercera edad, a la cínica forma de Candilejas y a la entrañable manera de Umberto D.
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