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Una tarde de Abril en la capital

-Daniel Pratt
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   La noche del 9 de Abril fui con B a la sede de PDVSA en Chuao, en principio por curiosidad mutua ante una obvia desobediencia que no estaba siendo ni controlada ni atacada por el gobierno. El paro había despertado la esperanza de que por fin el país iba a salir de una dirigencia inútil, para darle paso a otra, ni honesta ni extremadamente capaz, pero definitivamente mejor preparada.

   Estacionamos al borde del Guaire en la Río de Janeiro y mientas caminábamos por la avenida, vi que a alguien en una caravana se le desprendió una bandera de su asta. Un gordito del otro lado de la calle también se percató, pero yo corrí más que él. B encontró más adelante una bandera negra de luto. De esta forma, un par de escépticos, uno anarquista y la otra con severas tendencias de izquierda, la verdadera izquierda, estaban listos para pasar desapercibidos en la protesta.

   La concentración a esa hora ya no era tan grande como se había visto en televisión. El sonido no era muy bueno tampoco y apenas se distinguía lo que el orador de turno gritaba montado en el techo de un camión. Nos sentamos en los materos de la antigua sede de Corpoven. Desde ese punto, reconocimos a varios personajes de la nueva farándula reporteril y cantamos el himno con ese extraño ánimo inducido por las masas que provoca cantos a capella en espacios públicos.

   Al día siguiente no fui, el asunto era un circo en televisión, todo el mundo parecía estar de acuerdo que con ese show y esa militancia virginal íbamos a tumbar a un gobierno millonario. Después me arrepentí, no todos los días uno tiene la oportunidad de participar activamente en una payasada a gran escala, así que el 11 fui a la concentración que habían convocado en la mañana. Fui solo con mi bandera encontrada, mis padres habían salido antes y no localicé a nadie que me acompañara. Cuando llegué, la punta de la marcha que venía del Parque del Este ya estaba en el Cubo Negro. Había una cantidad abrumadora de niñas lindas. Según había discutido en esos días con amigos chavistas y no, el principal atractivo de ese renacer político era ver a un montón de muchachitas bien arregladas, enervadas militantes impecables, exigiendo en perfecta dicción la caída del gobierno. Tomé posesión de una baranda en el patio central del Cubo Negro, para tener aire y vista libre. Traté de hablar por teléfono buscando compañía, pero el ruido era tal que no pude oír dónde estaba el resto de la gente. Tampoco se entendía lo que decía el entarimado de turno, más allá de una cadencia política de alto decibel, resonando en los pasillos por encima de un contagioso rumor: “¡Miraflores! ¡Miraflores!” -una exigencia de estadio rápidamente asumida, o aceptada, por los dueños de la tarima.

   -En el país reina una absoluta normalidad –decía el gobierno días atrás, y era verdad: pude comprobarlo una vez que llegué al distribuidor de Chacao y vi seis canales de autopista copados de gente a pie. Me pareció normal también que desde algunos edificios de Bello Monte nos echaran unos tiros y que cuando la Policía Metropolitana trató de sacarnos de la autopista a la altura de Sabana Grande, todos la ignoramos, pasamos entre los funcionarios y seguimos hasta Plaza Venezuela. Frente al prospecto de quedarse encerrado con la TV y por encima de cualquier delgada simpatía que sintiera por los que estaban allí, caminar por la autopista casualmente con una bandera prestada no estaba tan mal. Las calles al borde del Guaire estaban desiertas, no hacía brisa, el único ruido en la ciudad era el nuestro. El cerro se marcaba nítido contra unos cúmulos de Cabré diciendo “Este es el valle más hermoso del mundo y yo lo cuido”. Frente a El Recreo, la última vez que volteé, me di cuenta de que tal como decía el vicepresidente, la marcha era una mentira, la gente que se perdía de vista, un truco de video.

   El túnel al final del Paseo Colón se convirtió en un griterío que no hizo otra cosa que subirnos los ánimos. Ya estábamos llegando. En Argentina, hacía apenas cuatro meses, habían tumbado a un gobierno a punta de gritos. Nosotros éramos más que esa barra del Boca frente a la Casa Rosada, muchos más. A la salida en la Avenida Bolívar, al margen de la marcha, vi a las primeras personas que como dice una amiga “sabes que no están contigo, pero tampoco están en contra tuya”, boquiabiertos, comentando en voz baja dónde empezaba, dónde terminaba, qué o quiénes éramos, qué nos esperaba.

   Una temprana, corta militancia en la izquierda no me regaló nunca el placer de aspirar gases lacrimógenos. Con esa inocencia recibí la primera picazón en la cara a mitad de la Avenida Bolívar. Algunas mujeres con sus niños comenzaron a regresarse. Escuché un mensaje en el teléfono de una llamada que no entró: “...estoy viendo televisión y la cosa está fea en Miraflores, porfa devuélvete, tienen hasta un hospital de campaña esperando”. No tenía sentido, ya estábamos ahí cerca, íbamos a pegar unos gritos y a devolvernos, el gobierno quizás reflexionaría, quizás no. Pero más nada.

   En la Este 6 alcancé a un camión de sonido. Sobre unas cornetas, Enrique Mendoza animaba a la gente a continuar. La música a todo volumen no lograba imponerse sobre nuestros gritos amplificados por los edificios, en esas calles del centro que nos quedaron estrechas. Llegamos a la plaza O’Leary y cruzamos hacia el Viaducto Nueva República. En la esquina de Escalinatas nos estaban esperando.

   Sonó un disparo que luego aprendería a reconocer, y posteriormente un seseo, luego otro, y otro más. La gente al frente, en su mayoría mujeres, comenzó a correr hacia atrás, gritando. Yo traté de quedarme, pensando que uno podía soportar un ataque con lacrimógenas si se agachaba un poco. Me empujaron contra una hilera de motos que cayeron en un estruendo metálico. El camión de Enrique Mendoza se detuvo y comenzó a dar la vuelta, no había nadie sobre las cornetas.

   El humo se disipó y volvimos a caminar hacia el frente. Un grupo de Policías Metropolitanos trataron de detenernos. Al otro extremo del viaducto había un cordón de Guardias Nacionales, preparando las lacrimógenas de nuevo. A medio camino me detuve, estábamos solos, éramos como veinte. Miré hacia atrás, la plaza O’Leary seguía llena. Sacando una cuenta rápida, había como cuarenta mil personas en las tres cuadras detrás de nosotros. Hacia el frente, detrás de la Guardia Nacional, unos veinte mil chavistas. Un PM, que luego descubriría que era Henry Vivas, me invitó con el brazo a retroceder. La mayoría nuestra era obvia, no entendí por qué. En la irracionalidad del viaducto el asunto era fácil: los primeros diez mil nos íbamos a matar, pero para la segunda o tercera oleada de descontento, Miraflores ya no tendría gobierno ni defensores.

   La PM armó un cordón de seguridad delante de nosotros, al inicio del viaducto, mirándonos con cara de culo. Algunas señoras trataron de buscarles conversación sin resultado. El alcalde de Chacao se abrió paso entre la gente para hablar con la policía y luego hablar con los guardias en el otro extremo.

   Desde atrás nos cubrió una bandera gigante. Bajo la última franja, el sol era un punto rojo. Hacía calor. A mi lado una tipa borracha, que muy probablemente vivía en la calle, estaba gritando “¡Chave maldito mamaguevo!”, ronca, casi sin voz. “Oligarquía pura” –pensé asintiendo cuando me balbuceó unas frases. El alcalde volvió diciendo que no podíamos pasar. Se oyeron unos tiros y los policías que estaban armados desenfundaron. La gente les señalo los edificios de la cuadra de al lado.

   En vista de que no íbamos a pasar, fui a ver qué era lo que había en la cuadra de al lado. Gente arrecha con el gobierno era lo que había: unas 200 personas, entre Marcos Parra y el Liceo Fermín Toro, habían comenzado a quemar cosas en medio de la calle. Más arriba, otro cordón de la GN “protegía” a diez mil boinas rojas que hacían la ola. Un piquete de la GN venía hacia nosotros, disparando al aire. Alguien gritó “¡Dale! ¡Dale! ¡Son salvas! ¡Dale que no son tiros!”. Vi hacia atrás, al parecer la idea colectiva fue arremeter en masa contra el pequeño grupo de guardias, así que corrí también. “Total, esa gente está entrenada para controlar, no matar gente” -fue lo que pensé. En eso, sonaron otras descargas y la misma voz gritó “¡Esos si son tiros! ¡Esos si son tiros!” y todos corrimos de vuelta. Me agaché y una piedra me cayó al lado del zapato. Ahí lo entendí todo. Tomé la piedra y la lancé hacia los guardias. Luego otra, y otra hasta que vi que bajaron sus escopetas y dispararon. Me escondí detrás de un quiosco. Improvisé una capucha con mi bandera cuando comenzaron de nuevo las lacrimógenas.

   A cinco metros, dos chamos que evidentemente no eran oligarcas, no llegaban a los veintiún años, y no querían ni un minuto más de mal gobierno, se escondían detrás de una tabla que había pertenecido a un puesto de magos. El piso estaba lleno de frutos que, gracias a la locura del momento, se convirtieron en municiones tropicales contra los guardias antimotines. Alguien, creo que el tipo alto con la franela de AD, le pegó un mango a un guardia en el casco. Parecía ser un sargento, o un teniente, no sólo por como se movía y daba órdenes sino porque desenfundó su arma de reglamento y comenzó a dispararnos. En eso llegaron otros y dispararon también, ya no al aire, ya no con perdigones.

   Crucé la calle porque el quiosco no me cubría bien. Humo y polvo flotaban en el aire; el piso estaba lleno de fragmentos de madera, caucho, piedra y fruta. “¡Mira! ¡Como en las películas!” –pensé mientras corría. En el edificio de enfrente una señora con una camisa roja hablaba por celular, y por las señas que hacía, parecía dirigir la batalla, apuntándonos con el brazo para que la guardia pudiese eliminar a los elementos más viciosos.

   Me escondí detrás de una cabina telefónica, tratando de disimular las piernas detrás del más delgado poste. Las balas que chocaron contra la cabina no fueron las que hirieron a una mujer que pasaba corriendo. En uno de los “descansos” del tiroteo, mientras el resto comenzaba a tirar piedras y frutas de nuevo, recogimos a la tipa entre varios. Tenía una herida en el muslo. Se había meado encima y la sangre se le mezclaba con el orín en el pantalón. La pusimos a resguardo en una esquina. Le faltaba un zapato y me acordé de una conversación que tuve hace años con A, en la que nos preguntábamos por qué los malandros abaleados siempre perdían el calzado.

   Lejos, al final de la calle, detrás del palacio blanco y los chavistas, comenzaban las suaves lomas de La Pastora. Todas las criaturas en el cerro continuaban sus tareas, mientras en el valle, los seres más evolucionados resolvíamos las cosas a nuestra manera. Fue en ese momento que pensé en mi mamá en el entierro, gritando “¡Daniel hicimos todo lo que pudimos, todo lo que pudimos!”, mi papá llorando en público detrás de unos lentes oscuros demasiado grandes, preguntándose qué había pasado y quién iba a pagar. Pensé en un revoltijo de papeles, de cosas sin terminar que estaban en mi escritorio, la computadora prendida, quizás estaría conectado al messenger todavía (away), quizás seguiría recibiendo correos después de muerto. Pensé en cuánto valía sacrificarse por un montón de políticos que ni siquiera eran panas míos, y me di cuenta, una vez más, de que la anarquía escéptica sí paga, de que el gobierno, este u otro, jamás cambiaría, jamás castigaría a los culpables, jamás aceptaría que un oficial de la Guardia Nacional había accionado su arma de reglamento en contra de una mujer que perdió un zapato, una tarde de Abril en la capital.

   Corrí hacia la Plaza O’Leary con la última bomba, los últimos tiros, las últimas personas. Desde los balcones, caían mangueras con agua corriente para los que llegábamos. Dos muertos, tres muertos, diez muertos eran los rumores. Traté de llamar para la casa, pero los teléfonos públicos en la zona habían sido vandalizados. No tenía batería en el celular.

   Subí una última vez hacia El Calvario. Desde las escaleras vi como un grupo de gente tomaba los restos de un andamiaje y arremetía contra una de las paredes del liceo para usarla como cantera. Momentos después de que reanudaron el ataque, un grupo mucho más numeroso de Guardias Nacionales, bien cubiertos por una línea de fuego con pistolas de verdad, bajó por la Sur 8 y disparó perdigones contra ellos. Aquellos que se tropezaron en la huída fueron pateados en masa por los funcionarios. A los que gritábamos desde las escaleras de El Calvario, nos silenciaron con unas cuantas bombas y nos hicieron retroceder a la Plaza O’Leary, ya para el momento casi desierta. Era la derrota definitiva, el tipo jamás oiría nuestros gritos en el palacio.

   Podrán salir en televisión meses o años después y decir cosas, pero para mi existen sólo tres verdades sobre el 11 de Abril: 1. Que el gobierno, usando a sus seguidores, montó una emboscada en Miraflores sabiendo que la nuestra era una manifestación pacífica, 2. Que los Guardias Nacionales de Casa Militar estaban disparando al aire de los pulmones con sus pistolas reglamento, y 3. Que todos los líderes políticos de la oposición huyeron cacareando con las primeras lacrimógenas.

   De regreso, cerca de Parque Carabobo, unos borrachos en la acera detectaron mi bronceado de marcha y comenzaron a gritarme “¡Viva Chávez!” y “¡No volverán!”. Uno de ellos me aseguró que dentro de cuarenta años íbamos a poder gobernar. Saqué una cuenta rápida y concluí que si tenía suerte viviría unos diez años sin el comandante, y que para mis nietos Chávez iba a ser como fue Pérez Jiménez para mis padres: un recuerdo de niñez, un tipo que hizo algunas cosas, pero eventualmente cayó por matar a su propia gente.

   Ocho meses después el gobierno ha demostrado que no le importa encontrar ni asumir la verdad de lo que sucedió en las esquinas de Marcos Parra y Pedrera. Los únicos muertos que cuentan fueron los que cayeron cerca del Puente Llaguno, algunos armados, otros no, todos héroes de “el proceso” asesinados por la Policía Metropolitana. A los otros, cuya memoria permanece desamparada por la ley, es a quienes dedico este escrito.


14 de Diciembre de 2.002, justo antes de salir a marchar, con miedo.


   

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