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La sombra del imperio en su vuelo
por la superficie devastada
-Héctor Torres
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"Cuando las bajas sean mayores
a las de un fin de semana en Caracas,
entonces será una guerra"
-Rayma Suprani
Despierta natural antipatía que un país, en condiciones de grotesca superioridad, agreda a otra nación pretendiendo el silencio cómplice de la humanidad entera. Lamentablemente, ese tipo de acciones son más frecuentes de lo que los pacifistas, y la humanidad en general, desearían.
Uno de los ejércitos más poderosos de la tierra, por ejemplo, decidió un día de 1949 "liberar" a su vecino. Los guardias fronterizos tibetanos, apertrechados con arcaicos fusiles, intentaron ingenuamente contener a los ochenta mil combatientes chinos del "Ejército Popular de Liberación" que efectuaron la incursión. Nueve años de rebeliones, brutalmente sofocadas, han costado la vida a más de un millón de tibetanos, y el exilio a otros cientos de miles, entre ellos su líder político-espiritual: el decimocuarto Dalai Lama, Tenzig Sonam Gyatso, quien entonces contaba con 24 años. Cincuenta años después de la dominación total, los tibetanos son minoría en su país, y sus mujeres son sometidas por el gobierno invasor a esterilizaciones forzadas, al mejor estilo de la "solución final" de la Alemania nazi.
Con argumentos igualmente insostenibles, una de las naciones árabes más bélicas y poderosas, con un ejército entrenado en una larga guerra con su vecino, decidió anexionarse el pequeño y rico emirato de Kuwait. Bastaron horas para que el ejército iraquí derribara los últimos reductos en las despavoridas filas kuwaitíes. Su vecino, Arabia Saudí, poniendo las barbas en remojo, en otra escena para el absurdo universal, desplegó un escudo artillado con toda su flota de guerra a lo largo de su desmesurada frontera arenosa. Los blindados, colocados equidistantes entre sí, no se divisaban unos a otros, dada la colosal extensión a cubrir. Los yacimientos de hidrocarburos que reposan en su subsuelo le agenciaron diligentes "defensores" que lo salvaron de la invasión.
Y no era la primera vez que el líder de ese músculo bélico ejerciera la fuerza para resolver sus conflictos. La población kurda de una de sus regiones fronterizas sirvió de conejillo de Indias para determinar la eficacia de su arsenal químico. Y los resultados, al parecer, fueron satisfactorios.
Otro ejército de los grandes decidió una vez "colaborar" con una guerrilla fundamentalista para que se hiciese del poder, proporcionándole armas y logística, en un principio, y luego combatientes. Al paso de terribles batallas que tuvieron su elevado costo en sangre y dinero, lograron su cometido: Rusia llevó de la mano al mulá Omar, y a su milicia Talibán, a que se hiciese del control del poder en Afganistán, llevando a esa nación a la mismísima Edad Media, gracias a la celosa intervención de un ministerio de protección de la virtud y castigo al vicio, cuyos fanáticos funcionarios medían la longitud de las barbas de los transeúntes, y aplicaban castigos corporales de contado y en efectivo.
Setecientos años de conquistas, invasiones, crímenes, esclavitud, guerras, sacrificios, vasallaje, traiciones, saqueos, hambre y devastación produjeron como resultado el esplendoroso Imperio Azteca, el cual tuvo bajo su poder un vasto territorio conformado por lo que hoy es Veracruz, Puebla, Hidalgo, México, Morelos, gran parte de Guerrero y Oaxaca y las costas de Chiapas. Una fascinante perla de esa historia: un pueblo, los culhuas, llevaba a cabo una feroz guerra contra los xochimilcas, y emplearon como mercenarios a los mexicas, ofreciéndoles la libertad a cambio de ocho mil prisioneros enemigos. Los mexicas, bravos en el combate, redujeron a los xochimilcas, pero se les hacía difícil, por su inferioridad numérica, conducir hasta Culhuacan a los prisioneros que pagarían su libertad, por lo que resolvieron cortar sus orejas y llevar a los pies del aterrado Coxcoxtli, señor de Culhuacan, los sacos con las ocho mil piezas humanas.
Semejantes materiales tejieron el poderío fenicio. Y el griego. Y el romano. Y el egipcio. ¿Qué pasaría si los musulmanes, que denominan "infieles" a los que poseen una fe distinta, conformasen la nación más poderosa sobre la tierra? ¿Convivirían en paz con sus vecinos? Es preferible no aventurar una respuesta.
En el año 7.000 a.C. unos agricultores de regiones norteñas se desplazaron en busca de tierras fértiles, y se establecieron en una zona que denominaron "Mesopotamia", por ser una "tierra entre dos ríos" llamados Tigris y Eufrates. Luego de desarrollar una próspera y avanzada civilización que vivió en relativa paz durante muchos años, el imperio Asirio (tentado por sus riquezas) invadió la región, destruyendo a la hermosa Babilonia. Con los años, Ciro el Grande conquistaría la ciudad reconstruída por Nabucodonosor, para anexionarla al imperio Persa. Después vendrían los griegos, dirigidos por Alejandro Magno. Reincidentes, volverían los Persas, derrotando en esta ocasión a los griegos. Después serían los árabes, venciendo a los persas para que, cuando se creía que vendría una paz duradera, los mongoles arrasaran con todo lo que se movía en tierras tan fecundas y desplazaran a los árabes. En 1533, ya más cercano en el tiempo, esas tierras despertarían la codicia de los Turcos, que se mantuvieron en ellas hasta los primeros años de este siglo, cuando se dio la caída del imperio Otomano, en la primera guerra mundial. Lo demás es historia reciente.
El compositor cubano Silvio Rodríguez, cuyas canciones han sido un eficaz alimento ideológico para los jóvenes del continente en su tradicional sentimiento antinorteamericano (sospecho que los jóvenes germanos de los primeros años de esta era entendían como un deber odiar a los romanos), lo cual le ha valido el privilegio de vivir como le provoca -no en Cuba, por supuesto-, escribió una canción denominada "Por quién merece amor" la cual, según confesión propia, es una justificación de la intervención cubana en la guerra civil angoleña. "¿Te molesta mi amor / mi amor de juventud / si mi amor es un arte en virtud?" inquieren con falsa inocencia los edulcorados versos. En otra pieza, afirma que "me acosa el carapálida que ha dividido el sol / en hora de metralla y en hora de dolor". La izquierda ama, la derecha acosa, podría ser una conclusión inmediata. La metralla comunista (cubana, china) libera, la carapálida asesina, sería otra lectura.
En la línea de esa peligrosa lógica, en la que lo humano es más o menos humano y el crimen es más o menos crimen según el lado en que militen víctima y victimario, si un escritor es sentenciado a muerte por expresar sus ideas de izquierda, es un mártir de la libertad, pero si Fernando Savater expresa, lisa y llanamente, su desacuerdo con ciertos métodos criminales del separatismo vasco, es considerado un enemigo cuyas solas ideas son un veneno suficientemente peligroso como para permitirle presentarse en un foro universitario, por lo que se envían falanges que, con métodos fascistoides, lo acusan de fascista.
Es el mito de David y Goliat. Comprometemos nuestros sentimientos con el débil, con el chico. Nos movemos por valores judeocristianos de compasión, en los que resulta más virtuosa la belleza del derrotado (el Quijote), a diferencia de la mitología Celta, por ejemplo, que sublima al vencedor. No en balde el protestantismo, al igual que el judío, en absoluto antagonismo con la prédica católica, está convencido de que Dios está con el fuerte, con el exitoso. "In god we trust" rezan convencidos los billetes de mayor circulación sobre la tierra.
Es difícil justificar la actual campaña militar anglonorteamericana sobre Irak. A diferencia de Clinton, que era más listo, Bush representa la más primitiva y odiosa manera de aplicar el "deber". Sin duda, la visión del mundo según Bush resulta odiosa, pero por más que se piense, es todo un reto encontrar simpatía alguna por un tirano que gobierna brutalmente su pueblo negándole sus más básicas libertades.
Y si bien es cierto que Bush es un gran cínico cuando señala que va por la democracia y no por el petróleo, ¿qué nombre le podríamos dar a Hussein cuando su gobierno anuncia que ganó las más recientes "elecciones libres, secretas y universales", con "un 99.7% de los votos"? ¿No es más cínico aún que esos dos personajes juntos, la hipócrita noción de la autodeterminación de los pueblos, midiéndola sólo fronteras adentro, sin importar el sufrimiento de su gente? ¿Por qué nadie ha alzado su voz en contra de la sangrienta represión de la dictadura iraquí? Es poco probable que muchos iraquíes se sientan libres en su tierra, o que muchos norteamericanos reelijan a Bush.
Los iraquíes que mueren bajo el bombardeo norteamericano, los cubanos que mueren en balsas cruzando el mar, los venezolanos que mueren a manos de la desquiciada violencia callejera ante la mirada indiferente de las autoridades, ocupadas como están en garantizarse su permanencia en el poder, protagonizan el mismo drama humano, el mismo horror. El primero y el segundo son más efectistas: venden más imágenes de prensa. El último es más efectivo: un fin de semana en Venezuela deja más muertes violentas que el saldo de la primera semana de acción en Irak, con todo el arsenal, el dinero y los hombres movilizados, de parte y parte, para tal fin. Los dos primeros forman parte de gastados ciclos de la Historia. Por un lado los cientos de tiranos y genocidas que han sembrado la muerte tras inútiles utopías, llámense Hitler, Stalin, Trujillo, Castro, Pinochet o Idi Amín; por el otro, la colosal sombra del imperio levantando el vuelo, como sabe levantar vuelo el imperio cuando se propone devastar, llámese Roma, Egipto, Tenochtitlán, Washington o Pekín.
Y en tiempos en que el imperio levanta el vuelo, es normal escuchar los gritos del descontento. Gritos que, a lo lejos, son débiles murmullos. Aquí, los adalides de la libertad y la antiglobalización, los que llaman -utilizando para ello el más útil invento norteamericano de fin de siglo: la internet- a no consumir productos norteamericanos, también gritan sus murmullos. Es, comprensiblemente, su deber histórico. Lo incomprensible, lo ridículo, es que ese grito salga del que se expresa mediante una permanente jerga bélica, del que defiende pistoleros y asesinos -fanáticos o asalariados-, del que sólo conoce el insulto para con los que discrepan, del que manifiesta un odio profundo por lo distinto, del que chantajea con el apocalipsis social, del que juega a la destrucción de un país, del que un once de abril ofrecía a la nación su expresión más indiferente, mientras recibía reportes sobre los centenares de heridos que dejaba una sangrienta emboscada planificada por sus adeptos; del que pretende convertir en fecha patria aniversarios de los crímenes multitudinarios más tristes de los que conozca nuestra historia contemporánea.
No cabe duda ni interpretación: el que ha usado sin asco maquinarias para la muerte perdió la inocencia necesaria para hablar de paz sin despertar indignación. El que usa las armas quiere el poder, no la paz.
Conscientes de la inutilidad práctica del gesto, los ciudadanos, que lo único que han golpeado con rabia y dolor han sido los teclados de computadores, y lo único que han empuñado con valor es una bandera, sí pueden exigir paz. Y exigen paz, ante todo, para Venezuela. Y justicia para todos los asesinados durante estos aciagos años. Porque saben que si un sólo padre entierra a su hijo víctima de la violencia, rompiendo la cadena de la vida, es suficiente motivo para que todos nos sintamos de luto, y hagamos algo por la paz. Aquí, en esta tierra.
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