Ese punto que se atisba en el fondo del espejo

-Héctor Torres
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Las verdades se convierten en dogmas
desde el momento en que comienzan a ser discutidas.

-G. K. Chesterton (autor inglés y famoso converso)


I

La escena transcurre en Nueva York, en uno de esos años que cerraron el siglo veinte. Aunque no lo puedo asegurar, me gusta imaginarla en verano, en pleno verano de la metrópolis del mundo, ocupada por el calor que habita los veranos de esa ciudad. Acontece, específicamente, en un rincón de ese inagotable laberinto, en un hueco, diríamos. Unos cuantos miles de incondicionales atiborraban las gradas de un teatro. La temperatura de la noche, como gustan apuntar los cronistas, subía indeteniblemente. El público presente esperaba ansioso el momento de ver a sus ídolos, a esos seres míticos que los habían hecho bailar (a ellos, a sus padres) desde que tenían uso de razón.

Afuera, en la antesala, una rueda de prensa precedía al concierto. Para estos cuantos miles de latinos, el momento era único. Para los millones de seres que deambulaban por las infinitas calles de la city, era uno de los tantos acontecimientos ajenos a su vida. En ese hueco que mencionamos, los primeros se impacientaban por ver aparecer a sus McCartney, a sus Elton Jhon, sus Jagger. En pocos minutos aparecerían sobre la tarima figuras como Willie Colón, Papo Lucca, Larry Harlow, Roberto Roena; sólo así, al verlos, algunos —los más jóvenes— podrían aseverar que, en efecto, existían. De otros nunca podrían decir lo mismo, lo que los elevaría a esa condición divina que otorga la leyenda: Héctor Lavoe y Pete “Conde” Rodríguez serían un permanente acto de fe para los últimos en llegar a ese universo.

En plena efervescencia del concierto —otra etiqueta portátil de los cronistas—, cuando el cantante de voz inconfundible (que repartió felicidades como “Sonido bestial”, “Jala jala” y “Los Fariseos”) terminó el repertorio programado, esperó a que uno de los mejores arreglistas y pianistas de la música latina se le uniera al micrófono, para advertir a los presentes que “Ritchie Ray y Bobby Cruz le siguen cantando al Señor”.


II

La escena siguiente se rueda ochenta años antes. En la famosa Florencia, un hombre feo y huraño escribía su “Historia de Cristo”. Los que la han leído aseguran que es uno de los más sublimes alegatos en favor de los postulados de ese controversial personaje que dividió la historia de la Humanidad en dos tandas. Con igual pasión (aquí siento la tentación de reescribir “con alucinante pasión”), y a sabiendas de que lucha contra el tiempo —y en su caso no es un inútil vuelo retórico—, durante las siguientes décadas, con la misma ineluctable merma de su salud, escribió con vehemencia otros títulos que manifestaban su irreductible fe cristiana: la “Vida de San Agustín”, entre ellos. Utiliza, también, a un imaginado “Papa Celestino VI” para enviar a los hombres un mensaje de paz y fraternidad. Siete años después, de las imprentas sale “El Diablo”, a la par que sigue trabajando en otros manuscritos. Alcanzó los 72 años de edad, y su precaria salud, que había resistido más allá de los pronósticos más optimistas, comenzaba a dar contundentes muestras de fatiga, de volver al punto de inicio.

Durante los últimos veinte años, este hombre feo y huraño, nacido en la famosa Florencia, había estado dependiendo de la caritativa Anna Paszkowski, su sobrina, para dictarle sus ideas, ya que era la única que “todavía podía comprender los sonidos de aquella boca deforme”, como lo asienta trágicamente Enrique Palau, uno de sus biógrafos. Tantas palabras escapaban de la febril alma del moribundo Giovanni Papinni, que aún dos años después de su muerte, la imprenta daría a conocer, al fin, una de sus obras más ambiciosas: “El Juicio Final”.

Moriría, cuarenta años después de la primera revelación de su fe, sin abdicar ni desmayar en su determinación de alertar al hombre sobre las penas que le ofrecerían el camino escogido.


III

La historia la asienta Lucas, o ese conjunto de amanuenses que firmaron bajo ese nombre. Se desarrolla casi dos mil años antes. El escenario lo imagino (o Hollywood así me lo hace evocar) arenoso, seco, caliente. Aunque algunos niegan esa versión, se dice que ocurrió en los caminos que conducen a la ciudad de Damasco. Allí, un fariseo que se ganaba la vida como tejedor de lonas, proveniente de una influyente familia de la ciudad de Tarso, quien, además, alimentaba un odio infinito hacia los nazoreos y que había logrado incitar a los judíos en su contra, logró que Jonatán, sumo sacerdote del sanedrín, le extendiera cartas de presentación para perseguir a los seguidores de Jesús (especialmente a Pedro) que se habían refugiado en Damasco.

Cuenta la Historia de Lucas que antes de partir hacia Damasco, fue a despedirse de su maestro Gamaliel y éste, que había sabido de Jesús y respetaba profundamente a Santiago, el jefe de los nazoreos, le recriminó la contienda que había emprendido, calificándola de abominación a los ojos de Yavé. Con esas palabras en el alma, Saulo de Tarso partió en busca de sus perseguidos y de su destino, y lo que encuentra, lo que acontece a continuación, ha sido suficientemente recreado en la gran pantalla.

No sé si será el primer converso del que se sepa. Es, quizá, uno de los más famosos. Quizá los estudios de Los Ángeles han contribuido con esa fama, al punto que hablar de él es, de alguna manera, hablar de esa revelación que produce la duda suficiente para renegar fervorosamente de los principios, para cambiarlos por los que están ubicados en el punto exacto del extremo opuesto.


IV

La discografía de Ritchie Ray y Bobby Cruz está, como la de todos los músicos latinos de la New York de entonces, poblada de cantos de alabanza a las deidades que, viniendo desde el África en el corazón de los esclavos que murieron en estas tierras, sobrevivieron cinco siglos hábilmente disfrazadas para evitar los rigores del amo (que les inculcó su religión más por temor a la eficacia de sus mágicos dioses negros que por deseo de salvar sus almas). Cualquiera que los haya escuchado no puede dejar de recordar piezas como “Yo soy Babalú”, “Iqui con iqui”, “Cabo E” y “Lo ataré a la araché”, con los arreglos más deliciosos del mejor latin jazz (aunque para entonces no se le daba ese nombre) que se conociera en la capital del mundo.

Giovanni Papinni, por su parte, contaba apenas con quince años cuando comenzó a escribir. Entonces, muy lejos de su amor por el prójimo y muy lejos de su búsqueda de elevados sentimientos cristianos, sentía una morbosa predilección por lo atroz, por lo monstruoso. Su odio hacia todo y hacia todos (alimentado, de seguro, en un terrible complejo por su fealdad) le hizo escribir en una ocasión «quiero ser más que vosotros, más que todos, estar por encima de todos. Soy pequeño, pobre y feo, pero también tengo alma, y esta alma lanzará tales gritos que todos tendrán que volverse y oírme». Era la época en que comenzaría a hacerse famoso por sus furiosos denuestos, por sus encendidas polémicas y por su manifiesta militancia atea.


V

En la canción “Timoteo”, de Ritchie Ray & Bobby Cruz, compuesta luego del “salto” espiritual (en la que el repertorio cambiaría por temas como “Juan en la ciudad” y, la antes mencionada, “Los fariseos”), se cuenta la historia de alguien del que se podría decir que es básicamente “un buen sujeto”: respeta a los demás, es caritativo, trabajador, lleno de virtudes ciudadanas, además de rezar y profesar respeto por las religiones ajenas. Su único defecto: no milita en ninguna religión. Su consecuencia: morir sin salvación. El motivo: no militar activamente en ninguna secta evangélica. La conclusión: No basta creer, se debe militar.

Así de frenéticas son las conversiones. El converso no pierde la intensidad de una naturaleza que lo llevó por las más hondas profundidades de caminos que luego serán vistos como equivocados. De asesino, pasa a implacable perseguidor de criminales. De vicioso, a intolerante beato. De activista en contra del sistema, a su más impúdico defensor, a su más cínico consumidor. Como en las dos caras de un espejo, lo único que en él se opera es un giro en la perspectiva al tema, una rotación en el punto de vista; pero siempre será prisionero del objeto de su obsesión. El converso no nos dejará al margen de su furor, y nunca hará otra cosa que trazar una línea recta hasta el otro extremo del punto central; pero nunca atenuará la intensidad de su pasión.


Pienso en los conversos de la Historia y no puedo dejar de pensar en los quebradizos universos que se sostienen sobre las frágiles pulsiones del espíritu de los hombres, así se trate de un número determinado de éstos. Pienso en eso y no puedo dejar de pensar en esas conversiones que, menos místicas aunque no menos misteriosas, se suelen operar en el alma de los más fieles lacayos (que siempre los tienen) de los tiranos que pueblan el orbe. Se me ocurre que, si pensaran en eso, desconfiaran —sobre todo cuando su poder comienza a mermar— de los más acérrimos de sus defensores, de los más incondicionales y apasionados de sus servidores. En el corazón de cualquiera de ellos, en cualquier momento, un Saulo de Tarso, un Giovanni Papinni, un Ritchie Ray, le abrirá al mundo los gritos con los cuales su corazón los sorprendió una mañana cualquiera.