Alguna vez leí en una Antología de Cuentos Búlgaros un extraño cuento de lobos. Olvidé el autor y el título, pero todavía puedo ver en el cinematógrafo ardoroso del recuerdo el celaje de tres lobos entre los abetos, la imagen de sus huellas en la nieve, el movimiento felino de sus orejas ante el crujido de una rama desprendida por el filo del viento. Todavía soy capaz de revivir la crispación que me produjo la presencia de los lobos, su ferocidad contenida, el amarillo licuado de sus ojos de fuegos antiguos. El miedo al asecho.
Se trataba, según creo, de una rara pieza de virtuosismo narrativo. Su autor sea quien sea; apenas puedo recordar el nombre de Pavel Vezhinov, escritor de otro cuento memorable titulado: un día malo, es capaz de construir una trama seca, exacta, que se remonta en tres o cuatro páginas de acciones precisas. Nada de antropomorfismos desmayados (¡Ey, soy yo: el Búho Enciclopédico!); nada de carambolas alegóricas. Apenas los pincelazos necesarios para seguir el recorrido de los lobos entre el bosque búlgaro, hacerles olfatear entre los troncos de los árboles, remontar las colinas y dibujar sus figuras contra la luz de la luna llena. Un relato "racional", desprovisto del colchón blando de los vapores afectivos. Una variante balcánica de aquello que alguien dio en llamar con el feo nombre de "Realismo Sucio" norteamericano (es impresionante la cantidad de cosas que hay que oír en esta vida).
Comencé a comprender el efecto escalofriante de aquél cuento Búlgaro en estos días, al escuchar a Esther Aznar, una psicoanalista extremadamente inteligente y divertida a quien, entre muchos agradecimientos, le debo la mejor lectura del Edipo Rey de Sófocles. Esther contaba que los lobos reaparecen en tiempos de guerra en los dibujos infantiles. No suelen ser imágenes corrientes para los niños, (casi siempre fascinados por la repetición de paisajes repletos de casas, árboles y montañas), pero en tiempos aciagos vuelven sobre el rectángulo de la hoja de papel como una metáfora de las figuras salvajes. La aparición de los lobos es un recordatorio de la ferocidad, de la amenaza, de los peligros inminentes. Los lobos están presentes en los dibujos de niños Bosnios durante el conflicto de Bosnia-Herzegovina. Están presentes en estos días de amenaza en Venezuela.
Algo semejante parece ocurrir en literatura. Como se sabe, la tradición literaria de los lobos remite de un modo directo a los relatos de licantropía. Su pasado es remoto. Una referencia muy temprana, (tal vez la más antigua), puede encontrarse en el relato del soldado Niceros en el festín de Trimalción, incluido en el Satiricón de Petronio, y fechado en primer siglo de la era cristiana. Sobre el mismo tema volverán, después, en el medioevo, Burchard de Worms en su Decretorum, Saxo Grammaticus en La Historia Danida, la Historia Britonum de Nennius, la Otia Imperialia de Gervasius de Tilbury, entre tantos otros, hasta llegar a las ejecuciones más o menos lamentables del mal cine de trasnocho contemporáneo.
En concordancia con la interpretación psicológica, la imagen de los lobos (o, más precisamente: los hombre-lobos), describe un complejo recorrido que va, desde las visiones demoníacas características de los hagiógrafos y demás autores clericales, hasta ciertas visiones más o menos idílicas dispersas en diversas fuentes de las literaturas laicas y remotas leyendas paganas, como es el caso de la Saga escandinava de "Hrolf Kraki o Saga del Rey Hrolf y sus campeones", que si bien se desarrolla en la metamorfosis de hombres-osos concuerda de un modo exacto con las figuras licantrópicas; o el Wolfdietrich, poema austriaco del siglo XIII, con sus lobos amamantadores. En todo caso, siempre queda de manifiesto el acentuado ímpetu de animalidad y fiereza. (Incluso en los casos de "lobos buenos", estos precisan recurrir a la vivacidad de sus colmillos en uno que otro momento).
No es difícil comprender el terror ancestral a los lobos si pensamos que los lobos debieron representar un vívido ejemplo de "Lo Otro", lo ajeno, para las comunidades tempranas y no tan tempranas ante quienes las fieras eran una amenaza real y precisa. Una aldea a oscuras. El sonido de los pájaros de la noche. La aparición de una manada lobo en el filo de una colina. El descubrimiento de los restos sanguinolentos de un cordero al despuntar el alba. La desaparición de un aldeano. Algo de todo aquello permanece entre nosotros. Algo de eso es lo que debe reproducirse en los trazos de los niños en mitad de la guerra.
Me parece que la referencia es válida desde un punto de vista literario, más allá de las concordancias antropológicas, capaces de extasiar el imaginario de científicos sociales e historiadores insomnes, en la medida que nos permite observar un claro ejemplo de cómo el poder de las metáforas pictóricas y literarias puedes superar el soso patetismo de la realidad.
Pienso en el cuento de la Antología Búlgara y pude recordar que, mientras una buena parte de los relatos de aquella Antología volvían una y otra vez sobre los temas de la guerra, los enfrentamientos étnicos, las escaramuzas de las guerrillas, en fin, un largo volumen impregnado por el horror de muchos años de violencia, el silencioso cuento de lobos se erige, en realidad, como una refinada elaboración metafórica de todo ese horror, como una fina muestra del ingenio narrativo capaz de superar los tópicos de la literatura esquemática y el relato comprometido, mostrarnos un flanco de ferocidad que flota en el ambiente, que habita en nosotros mismos.
Ninguna ejecución narrativa vale la pena por los ideales que sustenta. Ningún compromiso ideológico es capaz de excusar un mal cuento. Acaso sólo valga la pena recordar, con Calvino, que el poder de la literatura reside en su lenguaje. Un lenguaje que es capaz de decir ciertas cosas que ningún otro lenguaje podría decir.
Lobos. La literatura, la imaginación, producen lobos en un paisaje donde algunos sólo pueden ver consignas manidas, propaganda torpe, indignaciones hipócritas.