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La virtud vacilante
La primera vez que escuché hablar de aquello, se trataba de un entretenimiento de fin de semana que algunos amantes de lo exótico practicaban en ciertos bares cool. Nada de que preocuparse: otra fiebre más, una de esas cosas que hacemos llevados por la tiranía gregaria. Confiaba en que era totalmente improbable que alguien pudiera divertirse así indefinidamente. Y más improbable todavía, que tal cosa pasara el escrutinio de los millones de tímidos que deambulamos por las calles occidentales, que no por retraídos, menos poderosos. No pretendo que el mundo se rija por el visceral (y por tanto irracional, lo sé muy bien) rechazo que siento por la gente capaz de entablar conversación hasta con las piedras y los vigilantes, casi como una carcajada en medio de un restaurante semivacío. Pero, digo, la timidez protege de la vulgaridad y de no pocos desatinos, como ciertas “sinceridades” tan comunes en los extro o la hasta cierto punto envidiable habilidad de ser siempre el “alma de la fiesta”. Claro que hay que acostumbrarse a que con frecuencia seas el último en la cola o que tu voz no alcance los decibeles apropiados para llamar a un mesonero, pero nada comparado con el ridículo de dar las buenas tardes incluso en los carritos y los ascensores llenos (con voz sonora, con aquella casi insolente actitud de “lo correcto”). Ser tímido, me repito, es una señal de potencial grandeza. Alguien que ha hecho del silencio su mayor talento. Además, como se sabe, la mayoría de los gobernantes, escritores influyentes, artistas famosos y hasta presentadores de televisión no tienen empacho en declarar sus actuaciones públicas como simples ejercicios contra una timidez congénita (si esto es real, o sólo la intención de lucrarse de la grandeza ajena, es apenas un detalle). Pero, por desgracia, ese mismo nada tímido poder puede tener que ver en este asunto: dicen que el karaoke viene del país donde nace el sol, la misma tierra del reverente Mishima y el circunspecto bonsái. Aparentemente, algún desesperado por exorcizar sus timideces orientales se inventó una tecnología capaz de crear la ilusión de grandeza que ahora nos somete a un insomnio de sábado en la noche, mientras se pone en evidencia los desvaríos a que puede llevar la ausencia del bien mayor de los tímidos: el sentido del ridículo.
-Fanny Diaz |
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