Es un recuerdo vago: son los primeros años de los 90. Estoy junto a A. (Una novia circunstancial a la que pronto olvidaré y me olvidará), sentados en la cama de nuestra habitación en una posada de Choroní, aletargados por un breve tedio. Son poco más de las tres y el viento se ha suspendido desde hace un rato. El calor, la pobre ventilación de nuestro cuarto nos ha hecho abrir la puerta. En algún sitio, un radio deja sonar un merengue de moda entre el crujido de las emisiones a.m. Desde la cama, veo el patio interno de la posada, un jardín con nísperos y grama china. Veo, sobre el tejado de la casa, una palmera que arde con el tono amarillo de la tarde soleada y, más allá, en una distancia azul difuso, una nube suspendida, la imitación de un cuadro. Pienso que esa palmera es, en cierta forma, un árbol que dejé en algún lugar de la infancia. Pienso en los árboles de la casa de mi niñez. El silencio de la tarde, el sonido de los pájaros.
Llegamos sólo dos días atrás, en un tiempo de vacaciones. El azar nos llevó con nuestros morrales hasta esa posada donde encontramos una habitación de cama doble. La última disponible. Estamos sentados en la cama de la izquierda. La otra cama es un descampado galáctico con nuestro equipaje, nuestra ropa usada. En el recuerdo, veo con nitidez las piernas de A. Lleva un leve vestido de algodón con flores de colores. Está sentada con las piernas cruzadas y su cabello castaño cae sobre sus hombros hasta el límite vertiginoso de sus senos. Lee en silencio el único libro que ha traído para el viaje. No lo conozco, pero en ese momento advierto que es una edición barata que se queda fijada en mi memoria con un color difuso de cartón. De todos modos, apenas me interesa: tengo en mis manos la Rayuela, de Julio Cortázar. Acabo de comprarla unos días atrás, es todavía un libro reluciente, un objeto palpitante y virginal entre mis manos, estoy a punto de leerla.
No puedo saberlo, pero estoy frente a dos libros que habrán de acompañarme por muchos años, dos libros que influirán decisivamente en el modo como después entenderé el mundo, los lugares que buscaré para ver las cosas. No puedo saber que esa edición de Rayuela será, diez años después, un libro desgastado por el uso, un palimpsesto escrito con un centenar de miradas, el grafito de la pasión. Un animal imantado por la luz de la luna. Tampoco puedo saber que el libro descubierto color cartón que A. sostiene entre sus manos es el Manual del Distraído, que su autor es Alejandro Rossi, que el principio que guía su escritura es, en cierta forma, una apología del tedio, del disfrute de lo nimio. No puedo saber casi nada. Ese instante es sólo una fotografía, en ese instante soy sólo ojo que mira, una receptividad de los sentidos, oculto tras la barba de algunos días.
Es por eso que no puedo entender que el cuerpo de A. (ese cuerpo flexilbe que ahora miro reposar en un vacío ascéptico, virginal) será, en unos meses, un cuerpo que se repetirá en una sucesión lasciva de camas, de hoteles baratos. Su presencia en ese instante es un enigma de quietud. Será el único que recuerde. No puedo saber que las demás imágenes que guardaré de ella, que sobrevivirán a la nostalgia, serán la de su cuerpo desnudo contra el marco de una cortina amarilla en una tarde de tormenta, el rictus de la pasión en su boca, la tenacidad con la que me recorrerá, su abandono dormido entre las sábanas al tiempo que fumo en mitad del silencio y la soledad. El humo del vértigo.
Ese instante es una fotografía suspendida para siempre. Por eso es que tampoco soy capaz de prever el sonido del mar que escucharé esa noche en un paseo por el malecón. La pareja de alemanes con quienes haremos, al día siguiente, un recorrido entre las montañas de la costa hasta una playa perdida entre peñazcos. Una caída, el rastro de su sangre en la arena. Unas galletas traídas de München, el eco musical de la palabra zeigest. Pero sobre todo, estoy todavía a más de un año de distancia de una ciudad del interior por la que caminaré una tarde entre edificios viejos, bajo las líneas insistentes de los tendidos eléctricos. Una calle donde encontraré una librería semivacía y, en ella, un anaquél con el libro de Rossi. Sentado en la cama, aletargado por el calor y el ritmo monótono de un merengue de moda en la radio, no puedo saber que ese día futuro reconoceré el libro de aquella otra tarde, leeré dos tres historias y entonces entenderé que ese instante que viví en Choroní, a principios de los 90, era un instante que existió por la proximidad de dos libros. Que ese instante fue una fusión del fuego metafísico de Rayuela y la pasión por el detalle, el vértigo de lo nimio del Manual del Distraído.
Nota mental: estar antento al detalle, siempre. Estar atento al tedio. Todo tedio es el pálido latido de un futuro ardor. El tedio es la inminencia de toda literatura.