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OcurrenciaYendo por el pasillo, hacia la izquierda, bajo los efectos de un quieto día consagrado a la bebida, abro por descuido una puerta contigua a la de mi sórdida habitación de hotel. En ese momento, y vistiendo tan sólo una toalla que cubre su cabellera, una mujer de voluptuosas formas y piel aceitada (créanme, cualquier descripción adicional resultaría deficiente) abandona con desenfado el cuarto de baño. Por tres lentísimos segundos sólo atinamos a observarnos el uno al otro. En su rostro se ha dibujado la sorpresa, aunque sus manos no se apresuran a cubrir los pechos redondos y generosos ni tampoco el pequeño triángulo del sexo, cobijado apenas por una fina llama de vellos color bronce. En el fondo de mi mente un huracán hace erupción, y me siento como en un sueño del que no quiero despertar. Creo que sólo eso explica la ocurrencia de mis únicas palabras:Hola, querida. Ya llegué. -Rigoberto Rodríguez |
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Hanni no ha muertoHanni Ossott nace en Caracas en 1946. Su infancia transcurre entre sus hermanos, el tío Willy y el recuerdo de la pérdida, demasiado temprana de la madre, el duelo, el largo duelo infinito del padre:
La experiencia interior tiene un fiel tatuaje en la poesía de Hanni Ossott. El borde, el extremo y lo oscuro son los ambientes donde se desenvuelve el verbo de esta poeta venezolana. El riesgo detalla la luz definitiva de sus imágenes. El padecer, el adolecer, la plegaria y la enfermedad. El mundo mínimo cotidiano brinda enseres, colores del cielo, ventanas, nubes, calles y luego, en la memoria, el jardín, el estanque y la flor del Edelvais. La casa, los vestidos, sus encajes y estampados, cobran vida como imágenes hirientes. El amor y el coraje. El mar. Vivencia de la melancolía. De su reiterado e indeleble sabor. Sus colores, las horas del crepúsculo, la pérdida, lo vacío. Expuesta, cara a cara, al enigma, la única palabra pronunciable, surge al formular la poeta esa extraña pregunta por el no sé. Por la cantidad de misterio. Por el centelleo de la caricia o por la sombra, por su ausencia. En el vilo, Hanni Ossott, suspendida, danza, danza mientras escribe. Es la música de su poesía. Yo no puedo decir que Hanni ha muerto. Tampoco pude decir que estuvo loca o perturbada. Yo no puedo decir, me atraganto si digo eso, Hanni ha muerto. Imposible. Hace mucho que se disolvió en su poesía, se hizo una con la herida que la produce, danzó con sus musas y oró y tuvo su noche oscura y sabía, como Borges, que la felicidad sucede a cada instante. Yo no puedo decir que lo lamento, yo sólo puedo admirarla, querrerla, verla grande, lúcida e implacable como fue y es en sus ensayos y su poética. No, Hanni no se había lanzado al vacío. Hanni era una con la experiencia poética e hizo del amor la misma llama, la misma inmolación. Era inútil decirle que no podía ser. Que era de madrugada, las cinco, y no se de beber ron a estas horas. Que era temprano para mandar a buscar hielo. Que hoy podíamos ir al restaurante y jugar a que teníamos acomodo en el mundo. Hanni no huye ni se perdió en ningín precipicio, ya lo dije, para mí no ha muerto. La vi muerta una vez, eso sí, en la clínica Santa Sofía, llevaba cuatro días en coma. Los médicos sabían las razones, todos afirmaban junto al nombre de la dolencia la certeza de saber qué sucedía en la vida de nuestra poeta Hanni Ossott. Hanni estaba jugando una partida dura, ya lo dijimos. No formaba parte ni de su carácter ni de su grandeza hacer concesiones, y si es por otro tipo de entregas, ya ella se había hecho incondicional: su vida era poesía. Su vida llegó a ser tensión muda, antesala poética. Rebelión y psicosis. Yo tampoco me siento bien en este mundo pero puedo consolarme con cualquier cosa. Hanni necesitaba del poema y el poema requería que ella se enrostrara con la vida en lo más duro e hiriente. Ella no titubeaba, titubeamos todos nosotros, los que nos quedamos afuera de su mundo, nosostros que pretendimos demostrarle cómo se vivía. Nosotros, menos que ella, no podemos decir que ha muerto. A veces, era tirana, caprichosa y desconsiderada. Tambien deberíamos entenderlo y lo hicimos, la ocupaban cosas mucho más importantes. Ella no tenía sino ese rigor extremo para vivir y la vida, por supuesto, ardía en su cuerpo y en su tiempo como un tizón, como la ebullición generadora, como una potencialidad siendo. Le gustaban los trajes de muselina, las postales de Venecia, María Callas, los Fragmentos de Heráclito, la noche y el amor. Hablaba de armarios infinitos y jardines del paraíso, en sus albums de fotos había repasado la historia de una identidad hecha de olvidos, de ausencias. Un día fuimos a ver la que había sido la casa de su infancia y, en efecto, allí estaba el estanque, el jardín y casi pude ver al Tío Willy. Nada sucedía en la realidad pero en la vida de Hanni ese jardín siempre estuvo y ella siempre, hasta hace dos segundos, intentó regresar. Hay qué ver lo que son los ojos de Hanni. Con esos ojos no había tregua. Sus ojos exigían un diálogo sustancioso, ella veía muy adentro, no se dispersaba, iba directo a la sustancia, o lo más íntimo. Por cierto, me advertió en varias oportunidades: Stefania, uno a las personas las debe detallar, qué zapatos usan, cómo llevan la cartera. No hay que perder detalle, todo habla. Y ella hablaba de Rilke, yo había llegado tarde a clases como suele sucederme, y era muy joven y apenas había asomado mi espiritu a esas preguntas ardientes que Hanni llevaba a formularnos. Qué son las horas.... No cabían las polémicas políticas ni los discursos de poder. Ella hablaba de cara al misterio y daba las materias que eran apropiadas a su visión: Necesidades Expresivas y Poesía y Poetas. En el fondo, como su prosa, Hanni siempre ha sido muy clara. Su trayectoria justificó los trabajos de creación dentro de la insensible burocracia de los ascensos académicos. Lo repito, dirán lo que quieran, pero ahora, si nos empeñamos, Hanni estará más viva que nunca.
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